– No resulta tan sencillo.
– ¿Por qué? ¿No confía en ellos?
– Hércules, le estoy pidiendo ayuda. Estoy dispuesto a pagar por ella. Y sé que lo necesita…
El enano guardó silencio.
– Antes me dijo que no podía reclamar la recompensa porque para ello debía acudir a la policía… Quizás el dinero lo ayude a abandonar las calles.
– A decir verdad, señor Harry, lo mejor que puede pasarme es que no me vean con usted. La policía lo busca. Y también a mí. Somos malas compañías. El doble de malas cuando estamos juntos… Necesito que me ayude como abogado, no como banquero. Cuando se encuentre en situación de hacerlo, regrese. Hasta entonces, arrivederci.
Con aire indignado, Hércules se dispuso a alcanzar la otra muleta. Sin embargo, Harry se le adelantó y se la arrancó de las manos.
Hércules lo miró furioso.
– Ésa no es una buena idea.
Aun así, Harry la mantuvo apartada.
– Antes me dijo que quería ver qué era capaz de hacer. Hasta dónde me llevarían el ingenio y el valor. Hasta aquí he llegado, Hércules. Lo intenté, pero sencillamente no funcionó… -La voz de Harry se había suavizado, y miró a Hércules durante varios segundos, y, despacio, le devolvió la muleta-. No soy capaz de hacerlo solo, Hércules… Necesito su ayuda.
No bien terminó de hablar, el teléfono móvil de Harry empezó a sonar, sobresaltándolos a ambos.
– Sí… -Harry respondió con cautela, recorriendo el parque con la vista como si se tratase de una trampa de la policía-. ¡Adrianna! -Aprisa, se volvió hacia un lado, cubriéndose el oído para amortiguar el ruido del tráfico del bulevar.
Hércules se irguió sobre las muletas, observando con atención.
– ¿Dónde? -Harry asintió una vez, luego otra-. De acuerdo. ¡Sí! Entiendo. ¿De qué color? Bien, lo encontraré.
Harry apagó el teléfono, se lo guardó en el bolsillo y se volvió hacia Hércules.
– ¿Cómo se llega a la estación central?
– Su hermano…
– Lo han visto.
– ¿Dónde? -A Hércules lo invadió la emoción.
– En el norte. En un pueblo junto al lago de Como.
– Eso está a cinco horas en tren pasando por Milán. Demasiado lejos. Se arriesgaría a que lo vieran…
– No iré en tren. En la estación central me espera alguien con un coche.
– Un coche…
– Sí.
Hércules lo miró furioso.
– Así que, de pronto, tiene otros amigos y ya no me necesita.
– Lo necesito para que me diga cómo se llega a la estación central.
– Encuéntrela usted mismo.
Harry lo miró incrédulo.
– Primero no quiere saber nada de mí, ahora está enfadado porque no lo necesito.
Hércules guardó silencio.
– La encontraré yo mismo. -Harry dio media vuelta de golpe y empezó a alejarse.
– ¡No es en esa dirección, señor Harry!
Harry se detuvo y miró atrás.
– ¿Lo ve?, sí me necesita.
El viento levantó los cabellos de Harry y formó un pequeño remolino de polvo a sus pies.
– Está bien. ¡Lo necesito!
– ¡Hasta el lago de Como!
Harry lo miró enfadado.
– ¡De acuerdo!
Al momento, Hércules se puso de pie y se le acercó bamboleándose. Luego se adelantó, llamándolo por encima del hombro:
– Por aquí, señor Harry. ¡Por aquí!
Lago de Como, Italia, lunes 13 de julio, 16.30 h
Roscani se volvió hacia Scala y Castelletti, que iban sentados detrás de él, luego contempló al piloto del helicóptero y una vez más miró por la ventanilla. Volaban desde hacía casi tres horas, hacia el norte, á lo largo de la costa adriática, sobre las ciudades de Ancona, Rimini y Ravena, y luego tierra adentro hacia Milán y, por último, hacia el norte otra vez, sobre las altas montañas y el lago de Como, hasta el pueblo de Bellagio.
Abajo vislumbraba las diminutas estelas blancas de embarcaciones de recreo que salpicaban el azul profundo de la superficie del lago como la decoración de un pastel. A la izquierda, una docena de lujosas villas rodeadas de jardines bien arreglados punteaba la costa, y, a su derecha, las escarpadas colinas descendían hasta el lago.
Aún estaba en el apartamento incendiado de Pescara, cuando había recibido una llamada urgente de Taglia. Según el jefe del Gruppo Cardinale, la noche anterior un hombre que podía ser el padre Daniel Addison había sido transportado a una mansión del lago de Como en un hidrodeslizador de alquiler. El capitán de la embarcación había visto los mensajes públicos transmitidos por la televisión y estaba casi seguro de quién había sido su pasajero. Sin embargo, se había resistido a decir algo porque la villa era muy exclusiva y temía perder su trabajo si se equivocaba y, de un modo accidental, ponía al descubierto a alguna celebridad. Pero, luego, su mujer lo convenció de que diera aviso a las autoridades y dejara que ellas tomaran la decisión.
Una celebridad, pensó Roscani mientras el piloto giraba hacia la izquierda y descendía sobre el agua; ¿a quién diablos le importaba quién quedase al descubierto si la pista que seguían era la correcta? Cada minuto resultaba crucial.
El cuerpo encontrado entre los escombros pertenecía a Giulia Fanari, la mujer de Luca Fanari, el hombre que, según los registros, había alquilado la ambulancia a los difuntos propietarios de la empresa de ambulancias de Pescara. La señora Fanari ya estaba muerta cuando se declaró el incendio. La habían matado con un instrumento afilado, probablemente con un punzón para el hielo, clavándoselo en el cráneo en la base del cerebro. En resumidas cuentas, le habían cortado la médula del mismo modo que lo hubiera hecho un biólogo con una rana que se dispusiera a disecar. Sin embargo, no había sido a sangre fría. Por el modo en que se había realizado, Roscani dedujo que se trataba de un acto casi pasional, como si el asesino hubiese disfrutado con cada espasmo de la víctima mientras le destrozaba el cráneo de manera lenta y deliberada. Tal vez incluso había experimentado placer sexual. Como mínimo, la mera inventiva que requiere el acto indicaba que el asesino era una persona sin el menor reparo moral; un auténtico psicópata que sentía la indiferencia más absoluta hacia los sentimientos, el dolor y el bienestar de los demás, un ser auténticamente malvado desde su nacimiento. Y si este psicópata era su hipotética tercera persona, Roscani debía descartar un «ellos», porque todo apuntaba a que el asesinato había sido perpetrado por una sola persona, y que también podía olvidarse de una «ella», porque todo le decía que, quienquiera que hubiera matado a Giulia Fanari de aquel modo, había necesitado mucha fuerza, lo que significaba, casi sin ninguna duda, que se trataba de un hombre. Y si había estado en Pescara siguiendo la pista del padre Daniel y allí había descubierto adonde lo habían trasladado, se hallaba mucho más próximo que ellos de encontrarlo.
Por ello, al ver acercarse el suelo, oscurecido de pronto por una nube de polvo mientras el helicóptero se posaba al borde de un bosque espeso cercano al lago, Roscani rezó para que el hombre que había sido trasladado a la villa fuera, en efecto, el cura, y para que ellos llegaran antes que el hombre del punzón.
A través de una mira telescópica, Thomas Kind vio que el Alfa Romeo azul oscuro bajaba por la colina hacia Bellagio. Fijó el punto de mira entre las cejas de Castelletti, y luego hizo lo propio con Roscani. Luego, después de vislumbrar a un carabiniere al volante, vio pasar el vehículo y permaneció en su sitio. No sabía si aquel día se llamaría de nuevo F, porque no estaba seguro de que la logística o las circunstancias lo condujesen a su objetivo.
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