Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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Aun así, se dijo, no era más que una conjetura. Por otro lado, la idea lo asaltaba cada vez con más fuerza. Era una corazonada, un presentimiento que le dictaban sus años de experiencia: sin duda había habido un vigesimoquinto pasajero, y éste había subido al autocar para matar al padre Daniel. Y si éste era el asesino -Roscani miró hacia el horizonte-, entonces, ¿quién voló el autobús? ¿Y por qué?

CINCUENTA Y SEIS

Xi'an, China, lunes 13 de julio, 14.30 h

Li Wen encendió un cigarrillo y se reclinó, apartándose lo más posible del hombre obeso que dormía en el asiento contiguo. En quince minutos el tren llegaría a Xi'an. Una vez allí, se apearía y el gordo podría quedarse con los dos asientos. Li Wen había recorrido el mismo trayecto en mayo y en junio, con la diferencia de que antes había viajado con todo lujo en el expreso Marco Polo, el tren de color verde y crema que sigue la antigua Ruta de la Seda, 3.200 kilómetros desde Pekín hasta Urumtsi, la capital de la provincia de Xinjiang, el primer gran enlace de Este a Oeste. Los chinos esperaban que dicho tren atrajera al mismo pasajero acaudalado que frecuentaba el legendario Orient Express de París a Estambul.

Sin embargo aquella noche Li viajaba en el asiento incómodo de segunda clase de un tren atestado que ya llevaba cuatro horas de retraso. Odiaba los trenes atestados. Odiaba la música estridente, los pronósticos del tiempo y las noticias sin contenido que emitían sin cesar los altavoces del tren. Junto a él, el gordo cambió de posición, clavándole el codo en el tórax. Al mismo tiempo, la mujer de mediana edad sentada frente a él carraspeó y escupió al suelo, entre el zapato del hombre que iba de pie en el pasillo, junto a ella, y el joven que iba apretujado al lado.

Li empujó el codo del gordo y dio una profunda calada a su cigarrillo. En Xi'an cambiaría de tren, con suerte a uno menos lleno, y se encontraría camino de Hefei y de su habitación en el hotel Chino de Ultramar, donde, tal vez, dormiría unas horas, como había hecho en mayo y en junio. Y como haría de nuevo en agosto. Éstos eran los meses en que el calor favorecía el crecimiento de algas en los lagos y ríos que abastecían de agua potable a los sistemas de suministro de agua de su zona de China Central. Ex profesor adjunto del departamento de investigación del Instituto Hidrobiológico de Wuhan, Li Wen era un funcionario de grado medio, un ingeniero de control de calidad de aguas en la nómina del gobierno central. Su trabajo consistía en controlar el contenido de bacterias de las aguas procedentes de las plantas depuradoras de la región para uso público. Aquel día lo esperaban las mismas tareas de siempre: llegar a las cinco de la mañana, pasar el día y, tal vez, el siguiente, inspeccionando la planta y analizando el agua, luego registrar los datos y consignar sus recomendaciones para el Comité Central; y pasar a la siguiente. Era una vida gris, aburrida y tediosa. Al menos lo había sido hasta la fecha.

CINCUENTA Y SIETE

Lago de Como, Italia, domingo 12 de julio, 20.40 h

El sonido de los motores pasó de un silbido a un zumbido apagado, y la hermana Elena Voso sintió que el hidrodeslizador aminoraba la marcha y el casco de la embarcación se hundía en el agua. Se dirigían a una gran casa de piedra que se alzaba sobre la orilla. A la luz del atardecer vio a un hombre que los esperaba en el muelle, con una larga cuerda en la mano.

Marco bajó del puente y se dirigió a la cubierta. Detrás de ella, Luca y Pietro se pusieron de pie para desenganchar las correas de seguridad que habían sujetado la camilla durante los veinte minutos de viaje desde la costa. El hidrodeslizador era grande, con capacidad, pensó ella, para sesenta personas sentadas, y se empleaba como medio de transporte público entre los pueblos del lago, de cincuenta kilómetros de longitud. Pero en este viaje eran los únicos pasajeros: ella, Marco, Luca y Pietro. Y Michael Roark.

Habían abandonado la casa de Cortona el día anterior, poco después del mediodía. Habían salido a toda prisa, dejando atrás casi todo excepto las medicinas del paciente. Alguien había telefoneado a Luca y Elena había contestado. Luca dormía, había dicho ella, pero la voz la apremió para que lo despertara y le advirtiera que se trataba de algo urgente, y Luca había contestado en el teléfono supletorio de la primera planta.

«¡Sal de ahí, ahora mismo!», ella había oído decir a la voz cuando regresó a la cocina para colgar. Había empezado a escuchar, pero Luca le había pedido que colgara. Y ella había obedecido.

Unos instantes después, Pietro se había marchado en su coche, para volver al cabo de cuarenta y cinco minutos al volante de otra furgoneta. Menos de quince minutos más tarde ya iban en ella, dejando atrás el vehículo en el que habían llegado.

Circulando hacia el norte habían tomado la autostrada AI en dirección a Florencia y luego se habían dirigido a un piso de Milán, donde habían pasado la noche y la mayor parte del día. Allí, Michael Roark había probado su primera comida de verdad: un arroz con leche que Marco había comprado en una tienda de ultramarinos local. La había comido despacio, entre sorbos de agua, y su cuerpo la había aceptado. Pero no había sido suficiente, de modo que ella no había retirado el gota a gota.

El periódico que había comprado, con la fotografía del padre Daniel Addison, se había quedado atrás con las prisas por partir. No sabía si Roark la había visto ocultarlo a su espalda al volverse hacia ella de repente. Lo único que sabía era que la comparación no había sido concluyente. Quizás era el sacerdote norteamericano, quizá no. Todo su esfuerzo había sido en vano.

Las hélices produjeron un estruendo repentino, y luego Elena sintió una sacudida suave, cuando el hidrodeslizador tocó el muelle. Observó a Marco, que lanzaba las amarras al hombre que los aguardaba en tierra y despertó de sus cavilaciones para ver a Luca y Pietro sacar la camilla de la embarcación. Michael Roark alzó la cabeza y la miró, más que nada para asegurarse de que iría con ellos, supuso Elena. Por mucho que hubiera mejorado, hablaba con sonidos roncos y guturales, y seguía sumamente débil. Ella cayó en la cuenta de que, además de su enfermera, se había convertido en su soporte emocional. Era una dependencia cariñosa y, a pesar de toda su experiencia profesional, la conmovía de un modo que nunca antes había sentido.

Se preguntó qué debía de significar, y si estaba cambiando de alguna manera. No pudo por menos de plantearse si cambiaría algo el hecho de que se tratara del sacerdote fugitivo.

Unos minutos más tarde se hallaba fuera de la embarcación y Marco los conducía por la pasarela hacia tierra firme. Elena fue la última en desembarcar. Desde el muelle, escuchó que se aceleraban los motores del hidrodeslizador y se volvió para verlo partir hacia la envolvente oscuridad, con el débil brillo de las luces de popa y la bandera italiana sobre el puente, ondeando al viento. Poco después la nave aceleró y su casco se elevó sobre el agua como un enorme pájaro desgarbado. Al cabo de unos instantes había desaparecido y las aguas negras se tragaban la estela como si la embarcación nunca hubiese existido.

– Hermana Elena -la llamó Marco.

Ella se volvió para seguirlos por los escalones de piedra hacia las luces de la enorme mansión que se alzaba ante ellos.

CINCUENTA Y OCHO

Roma, a la misma hora

Harry se hallaba en la diminuta cocina de Eaton, mirando el teléfono móvil que descansaba sobre el mármol. Junto a él había una barra de pan sin terminar y, al lado, unas lonchas de queso que había adquirido en una de las pocas tiendas que abrían en domingo. Para entonces, Marsciano ya estaría al tanto del contenido de la entrevista entre él y el padre Bardoni y habría tomado una decisión respecto a qué hacer cuando Harry lo llamara.

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