Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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– ¿Señor Hawley? -dijo.

No hubo respuesta. Li Wen alzó la voz.

– ¿Señor Hawley? -Pero tampoco obtuvo respuesta. Abrió la puerta y entró en la habitación.

En el interior, el televisor en color mostraba un programa informativo, y sobre la cama había un traje gris claro que debía de pertenecer a un hombre muy alto. Junto a él había una camisa blanca de manga corta, una corbata a rayas y un calzoncillo bóxer. A su izquierda, la puerta del baño estaba abierta, y se oía el ruido de la ducha.

– ¿Señor Hawley?

– Señor Li -la voz de James Hawley se elevó por encima del agua-. He de pedirle perdón otra vez. Me han convocado a una reunión urgente en el Ministerio de Agricultura y Pesca. ¿Sobre qué? No lo sé. Pero da igual. Todo lo que necesita está en un sobre en el cajón superior de la cómoda. Sé que tiene que tomar un tren. Ya beberemos un té o una copa la próxima vez.

Li Wen vaciló, luego se dirigió a la cómoda y abrió el cajón superior. Dentro había un sobre del hotel con sus iniciales escritas a mano. Lo abrió, echó un breve vistazo a su interior, lo introdujo en el bolsillo de su chaqueta y cerró el cajón.

– Gracias, señor Hawley -dijo hacia el vapor que salía del baño y se marchó, cerrando la puerta tras de sí. El sobre contenía justo lo prometido, y no había necesidad de agregar nada más. Le quedaban poco más de siete minutos para abandonar el hotel, sortear el tráfico de la avenida Jianguolu, y subir a su tren.

De haber olvidado algo y regresado para buscarlo, Li Wen habría visto salir del baño de James Hawley a un chino bajo y regordete enfundado en un traje. Éste se acercó a la ventana, echó un vistazo al exterior y vio a Li Wen cruzar la calle frente al hotel y caminar a toda prisa hacia la estación de tren.

Volviéndose, sacó con rapidez una maleta de debajo de la cama, colocó las prendas cuidadosamente extendidas de James Hawley en su interior y salió, dejando la llave de la habitación sobre la cama.

Cinco minutos más tarde se encontraba ante el volante de su Opel plateado, tomando su móvil y torciendo por la calle Donghuan. Chen Yin sonrió. De cara al público, era un exitoso comerciante de flores, pero en un ámbito muy distinto era un maestro de las lenguas y los dialectos. Le proporcionaba un placer especial emplear el inglés americano…, hablar como lo haría James Hawley, ingeniero californiano cortés aunque sobrecargado de trabajo, si existiera.

CINCUENTA Y UNO

Cortona, Italia, domingo 12 de julio, 5.10 h, 11.10 en Pekín

– Gracias, amigo -dijo en inglés Thomas Kind.

Después colgó y dejó el teléfono móvil sobre el asiento contiguo. Chen Yin había llamado dentro del margen de tiempo previsto, y las noticias eran las esperadas. Li Wen tenía los documentos y se dirigía a casa. No se había establecido contacto visual. Chen Yin era bueno, serio. Además había encontrado a Li Wen, cosa nada fácil: descubrir al peón perfecto, con todas las habilidades y razones para hacer lo que se le pidiera, y a quien, sin embargo, si las circunstancias lo exigían, era posible descartar o, sencillamente, liquidar en cualquier momento.

A Chen Yin se le había pagado una parte en concepto de adelanto y, en cuanto terminara su trabajo, se le abonaría el resto de lo que se le debía. Luego, ambos desaparecerían: Li Wen, porque dejaría de ser útil y no querían dejar rastros que condujesen a ellos; Chen Yin, porque le convendría abandonar el país durante un tiempo y porque, de todos modos, su dinero estaba depositado fuera de China, en la sucursal de la Union Square del banco Wells Fargo, en el centro de San Francisco.

En algún lugar cantó un gallo, y el sonido devolvió de inmediato a Thomas Kind a la tarea que tenía entre manos. Ante él, a la luz del alba, veía la casa. Se hallaba detrás de la carretera y de una muralla de piedra. Una capa de niebla flotaba sobre los campos arados de enfrente.

Podía haber entrado al llegar, unos minutos después de la medianoche. Podía haber cortado la electricidad, y las gafas de visión nocturna le habrían dado ventaja. Pero, aun así, habría tenido que matar en la oscuridad, y enfrentarse a tres hombres en una casa que no conocía.

De modo que había decidido aguardar, y había aparcado el Mercedes de alquiler en un callejón sin salida a un kilómetro y medio de distancia. Allí se había cambiado de ropa, había revisado sus armas a oscuras -dos pistolas automáticas Walther de nueve milímetros, con recámaras de treinta balas-, y luego se había recostado a descansar, pensando en el desafortunado incidente de Pescara, cuando Ettore Caputo, dueño del Servizio Ambulanza Pescara, y su mujer, se habían negado a hablar con él acerca de la ambulancia Iveco que la noche del sábado había salido del hospital de Santa Cecilia con destino desconocido. Ambos eran demasiado tercos. La pareja no quería hablar. Thomas Kind estaba decidido a obtener respuestas y no se marcharía sin ellas. Sus preguntas eran muy sencillas: ¿quiénes iban en la ambulancia? y ¿adonde habían ido?

Ettore sólo se mostró dispuesto a hablar cuando Kind apuntó con una Magnum Derringer 44 a la frente de la señora Caputo. No tenía idea de quién o quiénes eran los pacientes. El conductor era un hombre llamado Luca Fanari, ex carabiniere y conductor de ambulancia que trabajaba para él de vez en cuando. Luca había alquilado el vehículo unos días antes y por un tiempo indefinido. No sabía adonde había ido con ella.

Thomas Kind apretó la Derringer con un poco más de firmeza contra la cabeza de la señora Caputo y preguntó de nuevo.

– ¡Por Dios Santo, llama a la mujer de Fanari! -había gritado la señora.

Noventa segundos más tarde, Caputo colgaba el auricular. La esposa de Luca Fanari le había proporcionado el número de teléfono y una dirección donde localizar a su marido, advirtiéndole que no debía dárselos a nadie, bajo ninguna circunstancia.

Luca Fanari, aseguró Caputo, había llevado a su paciente al norte, a una casa en las afueras de Cortona.

Los primeros rayos de sol atravesaban el cielo cuando Thomas Kind saltó sobre el muro y se aproximó a la casa por detrás. Llevaba guantes ajustados, téjanos de color gris metálico, un jersey oscuro y zapatillas deportivas negras. Sostenía una de las automáticas en la mano, la otra colgaba de una correa ceñida al hombro. Ambas tenían acoplados sendos silenciadores.

Frente a él vio la ambulancia Iveco de color crema, estacionada cerca de la puerta lateral. Cinco minutos más tarde había revisado toda la casa. Estaba vacía.

CINCUENTA Y DOS

Roma, 7.00 h

Una hora antes, Harry se enteró de la noticia en un canal de habla inglesa: una fotografía de Byron Willis, tomas exteriores del edificio del gabinete, en Beverly Hills, y de la casa de Byron Willis, en Bel Air. Su amigo, jefe y mentor había sido asesinado el jueves por la noche, cuando regresaba a su casa. Debido a su relación con Harry y a los sucesos que estaban produciéndose en Italia, la policía había retenido la información a la espera de informes adicionales. El FBI se había hecho cargo del caso y se esperaba la llegada a Los Ángeles de investigadores del Gruppo Cardinale, unas horas más tarde.

Estupefacto, horrorizado, Harry había decidido correr el riesgo y llamar a la oficina de Adrianna, donde dejó recado de que llamara a Elmer Vasko lo antes posible. Y lo había hecho, desde Atenas, una hora más tarde. Acababa de regresar de la isla de Chipre, donde había estado cubriendo un enfrentamiento entre políticos griegos y turcos. Acababa de enterarse de la noticia sobre Willis y había intentado averiguar más antes de llamar.

– ¿Ha tenido que ver conmigo, con el jodido embrollo que hay aquí en Italia? -Harry estaba furioso y resentido, y se esforzaba por contener las lágrimas.

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