Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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Harry se había transformado en el padre Jonathan Arthur Roe, jesuita, profesor de Derecho en la Universidad de Georgetown desde 1994, con domicilio en una residencia de jesuitas en el campus de la universidad. Era hijo único y se había criado en Ithaca, Nueva York. Sus padres habían fallecido. El resto de la hoja completaba su historial: escuelas donde había estudiado, lugar y fecha de ingreso en el seminario, una descripción de la Universidad de Georgetown y sus alrededores, la zona de Georgetown en Washington, incluso la vista que ofrecía su dormitorio, desde donde divisaba el río Potomac, pero sólo en otoño e invierno, cuando los árboles estaban desnudos.

En el sobre no había nada más.

– Parece que, como jesuita, he hecho voto de pobreza.

– Quizá por eso no ha incluido una tarjeta de crédito.

– Quizá.

Harry se puso en pie. Eaton había cumplido con su parte del trato, el resto estaba en sus manos.

– Es como una fiesta de disfraces, de repente eres una persona totalmente diferente…

– No tienes otra opción.

Harry estudió a la mujer sentada delante de él con quien, como en el caso de otras muchas mujeres, se había acostado pero a quien apenas conocía. Con excepción de aquel momento en la oscuridad en el que creyó percibir el miedo de Adrianna ante su propia mortalidad -no tanto por el hecho de morir sino por el de dejar de vivir-, Harry se percató de que la conocía mejor de verla en televisión que de hablar con ella.

– ¿Cuántos años tienes, Adrianna? ¿Treinta y cuatro?

– Treinta y siete.

– Bueno, treinta y siete. Dime, si pudieras ser otra persona, ¿quién te gustaría ser? -preguntó muy serio.

– Nunca lo había pensado.

– Vamos, inténtalo. ¿Quién?

Adrianna cruzó los brazos:

– No querría ser nadie más, me gusta ser quien soy y lo que hago, y he trabajado mucho para conseguirlo.

– ¿Estás segura?

– Sí.

– ¿No te gustaría ser madre, esposa?

– ¿Estás loco? -Soltó una carcajada divertida pero defensiva al mismo tiempo, como si Harry hubiera tocado una fibra que ella no deseaba que tocara.

Harry la presionó, tal vez demasiado, pero por algún motivo quería saber más acerca de ella.

– Muchas mujeres compaginan su carrera profesional con una vida familiar…

– Yo no -respondió Adrianna con firmeza, poniéndose más seria-. Ya te lo dije la primera vez, me gusta follar con extraños, y ¿sabes por qué? No sólo por la emoción sino por la independencia, y para mí, esto es lo más importante, porque me permite realizar mi trabajo lo mejor que sé y llegar al meollo de la noticia… ¿Crees que si fuera madre me dedicaría a cubrir una guerra civil en medio del fuego de la artillería? ¿O que me arriesgaría a pasar el resto de mi vida en prisión por proporcionar documentos falsos a uno de los hombres más buscados del país? No, yo no sería capaz de hacerle esto a mis hijos… Soy un alma solitaria, y me gusta… Gano dinero y me acuesto con quien quiero, viajo a lugares con los que tú ni sueñas y trato a personas que resultan inaccesibles incluso para los grandes dirigentes… Es como una droga, y la adrenalina me da las agallas para cubrir la historia como solía hacerse, aunque ahora sólo yo lo hago así… ¿Es una actitud egoísta? Tal vez…, pero soy así, y si sucede algo y pierdo la partida, la única perjudicada seré yo…

– ¿Qué ocurrirá cuando tengas setenta años?

– Pregúntamelo entonces.

Harry entendía por qué tenía la impresión de conocerla mejor en la televisión que en la vida real. Su vida y su intimidad estaban en la pantalla; ésa era ella, todo lo que quería ser, y se le daba muy bien. Una semana antes habría dicho lo mismo que Adrianna, que lo más importante para él era la libertad, porque le permitía a uno correr riesgos, confiar en su habilidad y jugarse el todo por el todo. Si uno perdía, perdía. Pero ya no estaba tan seguro, quizá porque ya no disfrutaba de libertad. Quizá la libertad tenía un precio, y él jamás lo había sabido. Quizás había algo más, algo que le quedaba por aprender y comprender, algo que descubriría al final del viaje.

– ¿Adonde tengo que ir ahora? -preguntó sin más-. ¿Con quién me comunicaré, contigo o con Eaton?

– Conmigo. -Adrianna abrió el bolso y extrajo un pequeño teléfono móvil-. Estoy siempre al corriente de los avances de la policía y hago más de cien llamadas al día, así que una más no levantará las sospechas de nadie.

– ¿Qué hay de Eaton?

– Cuando llegue el momento me pondré en contacto con él… -Adrianna titubeó por un segundo y ladeó un poco la cabeza, como hacía en televisión cuando estaba a punto de explicar algo-. Harry, nunca has oído hablar de James Eaton ni él de ti, excepto por lo que ha leído en los periódicos o visto en televisión; tampoco me conoces a mí, aparte de aquella vez que nos vieron juntos en el hotel cuando intentaba obtener una declaración tuya.

– ¿Y qué sucede con todo esto? -inquirió Harry extendiendo sobre la mesa el pasaporte falso, el carné de la universidad y el permiso de conducir-. ¿Qué pasa si meto la pata y caigo en manos del Gruppo Cardinale? ¿Qué se supone que debo decirle a Roscani, que acostumbro a llevar un segundo juego de documentos? Querrá saber de dónde los he sacado.

– Harry, ya eres mayorcito. Intenta no meter la pata. -Adrianna sonrió y le dio un beso en los labios.

Acto seguido se dirigió a la puerta y se volvió para advertirle que no se moviese de allí y que lo llamaría cuando tuviera más noticias.

Harry permaneció de pie, inmóvil, cuando Adrianna cerró la puerta tras de sí. Después posó la vista en los documentos esparcidos sobre la mesa y, por primera vez en su vida, deseó haber tomado clases de teatro.

CUARENTA Y OCHO

Cortona, Italia, todavía sábado, 11 de julio, 9.30 h

La hermana Elena Voso salió de la tienda de la Piazza Signorelli cargada con una bolsa de verdura para preparar una sopa sabrosa y nutritiva no sólo para sus tres acompañantes sino también para Michael Roark. Había llegado el momento de darle alimentos sólidos. Hasta entonces él no había hecho más que tragar de forma automática cuando ella le humedecía los labios, pero cuando intentaba hacerle tomar un sorbo de agua, la miraba como si supusiese un esfuerzo demasiado grande para él; aun así, si le ofrecía un puré de verduras, quizás el aroma le abriría el apetito, y se esforzaría por comerlo. Incluso una cucharada era mejor que nada, pues cuanto antes comenzara a tomar alimentos sólidos, antes podría quitarle ella el gota a gota y ayudarlo a recuperar las fuerzas.

Marco la observó salir de la tienda y enfilar la calle que conducía al aparcamiento. En circunstancias normales, la habría acompañado hasta el coche y le habría llevado la bolsa de la compra, pero no allí ni entonces a plena luz del día. Aunque se marcharían en el mismo vehículo no convenía que los vieran comprar o caminar juntos, ya que alguien quizá lo recordaría más tarde. Aunque ambos eran italianos, en Cortona eran forasteros: un hombre y una monja que compraban comida y después se iban juntos… Bastaría para que alguien asegurase: «sí, yo estaba ahí, y los vi».

De repente Marco notó que Elena se detenía y entraba en una tienda pequeña. Se preguntó qué estaría haciendo. A la izquierda había una calle muy empinada. Abajo se vislumbraba el distante llano y los caminos que conducían a la antigua ciudad amurallada de umbros y etruscos. Aunque en el pasado Cortona había sido una fortaleza, Marco esperaba no tener que emular a los resistentes.

Por fin vio a Elena salir de la tienda, volverse hacia él y dirigirse al pequeño Fiat plateado en el que Pietro los había seguido desde Pescara. Marco se acercó, tomó el bulto que llevaba Elena y abrió la puerta.

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