Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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La información que Farel por fin le había facilitado revelaba que el hospital de Santa Cecilia era uno de los ocho centros sanitarios de Italia en los que habían ingresado aquella semana pacientes anónimos. De hecho, era el único hospital donde el paciente era varón y contaba poco más de treinta años. Habían dado de alta a ese mismo paciente la noche anterior, poco después de las diez.

Kind, que había llegado la tarde de la víspera, se había dirigido al hospital, y en poco tiempo confirmó sus sospechas de que el centro disponía de un sistema de cámaras de seguridad que abarcaba no sólo los pasillos y espacios comunes, sino también las entradas y salidas del edificio. Esperaba que fuese tan complejo como parecía.

Preguntó por las oficinas de administración, y una vez allí mostró una tarjeta que lo acreditaba como representante comercial de una empresa de sistemas de vigilancia con sede en Milán. Solicitó una entrevista con el jefe de seguridad, pero le comunicaron que éste estaba ausente y que no volvería hasta las ocho de la tarde. Kind asintió y dijo que regresaría entonces.

A las ocho y cuarto, los dos mantenían una charla amistosa en el despacho del jefe de seguridad. Volviendo a los negocios, Kind preguntó si, en vista de lo que parecía una nueva oleada terrorista iniciada con la explosión del autocar de Asís, el hospital tenía previsto aumentar las medidas de vigilancia.

El joven y confiado responsable de seguridad respondió que estaban preparados para todo y lo llevó al centro de operaciones de seguridad del hospital, donde se sentó delante de dieciséis pantallas de televisión que mostraban en directo diferentes zonas del edificio. Kind pronto encontró lo que buscaba: la cámara que enfocaba la salida de las ambulancias.

– ¿Las cámaras funcionan las veinticuatro horas del día? -preguntó.

– Sí.

– ¿También guardan cintas de todo?

– Ahí las tiene -respondió el jefe de seguridad señalando el estrecho pasillo donde brillaban las lucecitas rojas de los aparatos de vídeo en medio de la oscuridad-. Guardamos las cintas durante seis meses antes de borrarlas para usarlas de nuevo. Yo mismo concebí el sistema.

Thomas Kind notó el orgullo con el que el hombre hablaba de un invento que él primero alabaría y del que se aprovecharía después. Kind expresó su admiración por el sistema de seguridad y solicitó una demostración del funcionamiento del vídeo, preguntándole si era posible, por ejemplo, ver las entradas y salidas de las ambulancias del día anterior, hacia las diez de la noche.

El responsable de seguridad accedió con gusto e introdujo un número en el panel de control. Ante ellos apareció una imagen con la fecha y la hora impresas en la esquina superior derecha de la pantalla, y acto seguido vieron la puerta de entrada de las ambulancias. El jefe de seguridad adelantó la cinta hasta la llegada de una ambulancia que se detuvo ante la puerta. De ella salieron dos enfermeros con la camilla de un paciente y desaparecieron en el interior del hospital. Los rostros de los enfermeros y el paciente se distinguían con nitidez. Momentos después, los asistentes regresaron y la ambulancia se marchó.

– Veo que también puede congelar la imagen -comentó Kind-, de modo que si la policía necesitara tomar la matrícula de un vehículo…

– Mire -respondió el jefe de seguridad y pulsó el botón de rebobinado. La ambulancia reapareció en pantalla. A continuación, adelantó la cinta y paró la imagen, en la que se veía con claridad el número de la matrícula.

– Perfecto -sonrió Kind-. ¿Podría enseñarme un poco más?

La cinta siguió avanzando y Kind, pendiente de la hora en la esquina superior de la pantalla, entabló conversación con su interlocutor mientras entraban y salían ambulancias hasta que, a las 21.59 h, apareció en el monitor una furgoneta Iveco sin identificación.

– ¿Qué es eso? ¿Una furgoneta de mercancías? -inquirió Kind mientras observaba a un hombre de constitución fuerte que se apeó del vehículo y entró en el hospital.

– Es una ambulancia privada.

– ¿Dónde está el paciente?

– Lo están recogiendo ahora, observe.

Adelantó la cinta y la detuvo justo cuando el conductor volvía a la ambulancia acompañado por una mujer con aspecto de monja y por un hombre que parecía enfermero. Llevaban en una camilla a un paciente vendado de pies a cabeza sobre cuyo rostro colgaban dos dispositivos de gota a gota. El conductor abrió la puerta, introdujeron al paciente en el vehículo y tanto la monja como el enfermero subieron tras él. El chófer cerró la puerta, y la ambulancia arrancó.

– Seguro que también puede sacar la matrícula de este coche -dijo Kind engatusando de nuevo al jefe de seguridad.

– Claro. -El hombre detuvo la cinta, la rebobinó, la adelantó y congeló la imagen. El número de la matrícula aparecía bien definido: PE 343552, y la fecha y la hora de la esquina superior de la pantalla indicaban que eran las 22.18 h del día 9 de julio.

– PE es el prefijo de Pescara, así que se trata de una compañía local -observó Kind.

– Servizio Ambulanza Pescara -respondió orgulloso el jefe de seguridad-. Como ve, lo tenemos todo bajo control.

Con una sonrisa de admiración, Thomas Kind aprovechó la buena disposición del jefe de seguridad para obtener el nombre del paciente anónimo: Michael Roark.

El anuncio en la guía telefónica proporcionó a Kind el resto de la información: la central del Servizio Ambulanza Pescara se hallaba en el número 1217 de la Via Arapietra, al otro lado de la calle. En la guía figuraba el nombre del propietario, Ettore Caputo, junto a su fotografía y el horario de oficina, de lunes a sábado, de 7.30 a 19.30 h. Kind echó un vistazo al reloj.

7.25 h

De pronto vio que un hombre doblaba la esquina al otro lado de la calle y se dirigía al edificio. Thomas Kind lo observó con atención y sonrió: Ettore Caputo había llegado con cuatro minutos y medio de antelación.

CUARENTA Y SIETE

En la fotografía del pasaporte, Harry aparecía con la barba que todavía llevaba. El documento, con las tapas de cartón gastadas como si hubiera viajado con él durante años, había sido emitido en Nueva York. En las páginas interiores había estampados los sellos de entrada al Reino Unido, Francia y Estados Unidos, pero puesto que muchos países europeos ya no sellaban los pasaportes no había más información que revelara el curso de los viajes de su propietario.

El nombre que constaba junto a la fotografía era Jonathan Arthur Roe, nacido el 18 de septiembre de 1965 en Nueva York, Estados Unidos.

Al lado del pasaporte, había sobre la mesa un permiso de conducir del distrito de Columbia y un carné de la Universidad de Georgetown. Ambos documentos llevaban su fotografía, y el domicilio registrado en ellos era Edificio Mulledy, Universidad de Georgetown, Washington DC.

Las tres fotografías eran diferentes; Harry aparecía con una u otra camisa de Eaton o su jersey, y no se notaba que se hubieran tomado en el mismo lugar -el apartamento- y a la misma hora, el día anterior por la tarde.

– Esto es lo que queda. -Adrianna le alargó un sobre desde el otro lado de la mesa-. Aquí hay dinero, dos millones de liras, unos mil doscientos dólares. Podemos conseguir más si lo necesitas, pero Eaton me ha pedido que te recuerde que los curas no tienen dinero, así que no lo gastes como sueles hacerlo.

Harry la miró antes de abrir el sobre y extraer el contenido del mismo: los dos millones de liras en billetes de cincuenta mil y una hoja de papel con tres párrafos escritos a máquina.

– Ahí te explica quién eres, dónde trabajas, qué haces, todo. Es suficiente para salir del apuro si alguien te pregunta. Memoriza las instrucciones y destrúyelas después.

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