– ¿Por qué ha entrado en esa tienda? -le preguntó.
– ¿No me está permitido?
– Claro que sí, pero no me lo esperaba.
– Yo tampoco; por eso entré -respondió ella mientras extraía algo de la bolsa.
Era un paquete de compresas.
A las once la sopa y el puré hervían a fuego lento en la cocina mientras Elena se encontraba en una habitación de la segunda planta con su paciente, que permanecía sentado en un sillón con una almohada debajo de los brazos. Era la primera vez que se sentaba. Marco había ayudado a sacarlo de la cama y depositarlo en el sillón antes de salir a fumar un cigarrillo. Luca dormía en un cuarto del tercer piso: se ocupaba de la guardia de noche, al igual que en Pescara, y se quedaba fuera en la furgoneta hasta las siete de la mañana, haciendo una pausa cada dos horas para ayudar a Elena a dar la vuelta al paciente y regresar a su puesto.
Una vez más, Elena se preguntó qué vigilaban, o a quién esperaban.
Desde la ventana de la habitación vio que Marco caminaba sobre un muro de piedra que bordeaba la zona sur de la casa fumando un cigarrillo. Debajo del muro se hallaba el camino de entrada. Al otro lado de la carretera había una granja en laque un tractor levantaba polvo mientras araba una parcela de tierra detrás de la casa.
De repente apareció Pietro y se dirigió a Marco con la camisa arremangada y la pistola visible en la cintura. Los dos hombres trabaron conversación y Marco miró hacia la casa, como si supiera que los observaban.
Elena se volvió hacia Michael Roark:
– ¿Está cómodo sentado?
El enfermo sólo hizo un leve gesto con la cabeza, pero esto ya constituía una respuesta más dinámica que el parpadeo que solía emplear para comunicarse con ella.
– He preparado algo para comer, ¿le gustaría probarlo?
Esta vez no obtuvo respuesta alguna. Su paciente la miró y acto seguido posó la vista en la ventana. Al observarlo a contraluz Elena descubrió en él un nuevo perfil que no había visto antes. Titubeó escrutándole el rostro por un instante más, y se dirigió a su rincón de la habitación.
Aunque era cierto que había comprado compresas en la tienda, no se trataba más que de un pretexto. Le había llamado la atención un ejemplar del diario La Reppública en cuya primera página aparecía el titular «SIGUEN LIBRES LOS FUGITIVOS DEL ASESINATO DEL CARDENAL PARMA» y debajo, en tono más comedido, «La policía interroga a las víctimas de la explosión del autocar de Asís».
Elena no conocía los detalles de la historia. Aunque el asesinato del cardenal había sido tema de conversación en el convento al igual que la explosión del autocar, poco después la habían destinado a Pescara y, desde entonces, no había leído los periódicos ni visto la televisión. Aun así, en cuanto leyó los titulares, relacionó la historia con Marco y los otros hombres que vigilaban a su paciente las veinticuatro horas del día y que parecían saber mucho mejor que ella qué ocurría.
En el interior de la tienda vio en las páginas centrales del periódico las fotografías de los hombres buscados por la policía. Su mente, se puso en marcha: la explosión del autocar se había producido el viernes, y el accidente de Michael Roark, el lunes, mientras que ella había recibido la orden de dirigirse a Pescara el martes. ¿Acaso no era posible que uno de los supervivientes de la explosión presentase quemaduras graves, se hallase en coma y, además, tuviera las piernas rotas? ¿Era posible que lo hubieran trasladado en secreto a otro hospital, o incluso a un domicilio privado, mientras se realizaban los preparativos para llevarlo a Pescara?
Elena decidió comprar el periódico, después pensó en las compresas para ocultarlo y justificarse ante Marco y colocó ambas cosas en la misma bolsa.
De vuelta en la casa, dejó las compresas en un lugar visible y ocultó el periódico en la maleta debajo de la ropa.
«Dios mío -pensó-, ¿es posible que Michael Roark y el padre Daniel Addison sean la misma persona?»
Después de lavarse las manos y cambiarse de hábito, se disponía a extraer el periódico de la maleta para comprobar de cerca si existía algún parecido entre su paciente y el hombre de la foto, pero Marco la llamó desde el pie de la escalera, y ella tuvo que guardar de nuevo el diario antes de acudir.
Ahora, con Marco y Pietro hablando fuera y Luca durmiendo, era el momento adecuado.
Michael Roark seguía mirando por la ventana, de espaldas a ella. La hermana se acercó por detrás con el periódico doblado en la página de la foto del padre Daniel y lo situó a la misma altura que el rostro de su paciente. Debido a los vendajes resultaba difícil comparar; además Michael Roark llevaba barba, mientras que el padre Daniel tenía la cara afeitada, pero la frente, los pómulos, la nariz, la forma en que…
De súbito Michael Roark volvió la cabeza y clavó los ojos en Elena. La enfermera se sobresaltó y ocultó el periódico detrás de la espalda, pero por su mirada supo que la había descubierto. De pronto, abrió la boca poco a poco.
– A… g… ua, ag… ua -pronunció con voz cascada.
Roma, a la misma hora
¿Por qué se le había ocurrido a Roscani dejar de fumar justo ese día? A las siete de esa mañana había apagado a medias el cigarrillo en el cenicero y se había anunciado a sí mismo que no fumaría más. Desde entonces cualquier cosa servía para sustituir el tabaco: café, chicles, galletas, o, como en ese momento, un cucurucho de chocolate que se derretía bajo el intenso calor del sol de julio obligándolo a lamerse la mano mientras caminaba en dirección a la Questura. Sin embargo, ni el helado ni la falta de nicotina conseguirían desviar su atención del asunto que le preocupaba: la desaparición del arma automática Llama.
La idea lo había asaltado en medio de la noche y no le había permitido conciliar el sueño de nuevo. Lo primero que había hecho esa mañana era revisar la solicitud de traspaso de pruebas que habían firmado Pio y Jacov Farel en la granja cuando el segundo entregó la pistola al detective. Todo era correcto y legal e implicaba que Pio había tenido la pistola en su poder y que ésta había desaparecido después junto con Harry Addison; pero no era éste el pensamiento que lo había mantenido despierto toda la noche. Roscani siempre había pensado que el padre Daniel llevaba consigo la Llama y que había un vínculo directo entre él y el comunista español Miguel Valera, el hombre a quien habían tendido una trampa para atribuirle el asesinato del cardenal vicario de Roma.
No obstante, y esto era lo que había desvelado a Roscani, ¿era posible que la pistola no hubiera pertenecido al padre Daniel, sino a otra persona del autocar, a alguien que se encontrase allí para matarle? Si éste fuera el caso, estarían investigando un crimen doble: el intento de asesinato del cura y el atentado contra el autocar.
23.30 h
El calor que había empezado a apretar la semana anterior seguía aumentando, la noche era tórrida y húmeda, pues incluso a esas horas la temperatura no descendía de los veintiocho grados.
El cardenal Marsciano decidió ponerse unos pantalones caquis y una camisa de manga corta para salir al patio interior de su apartamento e intentar aliviar la sensación de bochorno.
El haz de luz procedente de la biblioteca iluminaba los tomates y pimientos que había plantado a finales de abril, pero que habían madurado antes de tiempo a causa del calor y estaban casi listos para recoger. En realidad, no resultaba tan raro que las temperaturas fuesen altas, pues estaban en julio. Marsciano esbozó una sonrisa al evocar la pequeña granja de la Toscana donde vivió con sus padres, cuatro hermanos y tres hermanas. El verano significaba dos cosas: por un lado, días muy largos en los que toda la familia se levantaba antes del alba para trabajar hasta el anochecer y, por otro, los escorpiones, miles de ellos. Había que barrer dos o tres veces al día para deshacerse de esos bichos, y uno jamás debía meterse en la cama ni ponerse ropa o zapatos sin revisarlos antes, pues la picadura del escorpión era dolorosa y sus efectos duraban largo tiempo. El alacrán era la única criatura de Dios que Marsciano detestaba antes de conocer a Palestrina.
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