Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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– Nadie lo sabe aún. Pero…

– ¿Pero qué, por Dios Santo?

– Tengo entendido que fue obra de un profesional.

– Dios, ¿por qué? -susurró Harry-. Él no sabía nada.

Serenándose, manteniendo a raya el torbellino de las emociones, le preguntó a Adrianna por la situación de la búsqueda de su hermano. Su respuesta fue que la policía no tenía pistas, que nada había cambiado. Por eso no lo había llamado antes.

El mundo de Harry se desmoronaba con gran violencia. Habría querido llamar a Barbara Willis, la viuda de Byron. Habría querido hablarle, tocarla, intentar consolarla y compartir su profundo dolor. Habría querido llamar a Bill Rosenfeld y Penn Barry, los socios de Byron, para preguntarles qué diablos había ocurrido. Pero no podía. No podía comunicarse con ellos por teléfono, ni por fax, ni siquiera por correo electrónico, sin temor a que lo localizaran. Pero tampoco podía cruzarse de brazos; si Danny estaba vivo, no tardarían en dar con él como habían dado con Byron Willis. De pronto, pensó en el cardenal Marsciano y en la actitud que éste había adoptado en la funeraria, cuando le aconsejó que enterrara los restos carbonizados como si se tratasen de los de su hermano, y le advirtió que no escarbara más. Sin duda, el cardenal sabía mucho más de lo que decía. Si alguien conocía el paradero de Danny, ése era él.

– Adrianna -dijo con decisión-, quiero el número de teléfono del domicilio del cardenal Marsciano. No el número principal, sino el privado, el que, con suerte, sólo él contesta.

– No sé si podré conseguirlo.

– Inténtalo.

CINCUENTA Y TRES

Todavía domingo, 12 de julio

Via Carissimi era una calle de apartamentos y casas de lujo flanqueada por los extensos jardines de Villa Borghese, por un lado, y por la elegante y arbolada Via Pinciana, por el otro.

Desde las nueve y media, Harry había estado vigilando el edificio de cuatro plantas cubierto de hiedras del número 46. Había llamado dos veces al número privado del cardenal Marsciano. En las dos ocasiones había topado con su contestador automático. Y ambas veces había colgado antes de que sonara la señal. O Marsciano no se encontraba en casa o. seleccionaba las llamadas. A Harry no le convenía ninguna de las dos posibilidades. No podía dejar un mensaje ni dar la oportunidad a Marsciano de que lo hiciera esperar mientras alguien rastreaba la llamada. Lo mejor era armarse de paciencia, al menos durante un tiempo. Intentarlo más tarde con la esperanza de que contestara el cardenal.

A mediodía llamó de nuevo con idéntico resultado. Frustrado, decidió dar un paseo por Villa Borghese. A la una se sentó en un banco al borde del parque, desde donde veía con claridad la residencia del cardenal.

Por fin, a las dos y cuarto, un Mercedes gris se detuvo delante del edificio. El conductor se apeó y abrió la puerta trasera. Unos instantes después apareció Marsciano, seguido por el padre Bardoni. Juntos, los clérigos subieron las escaleras y entraron en el edificio de Marsciano. Unos instantes después, el conductor subió al coche y se marchó.

Consultando su reloj, Harry extrajo el móvil del bolsillo, aguardó a que pasara una pareja joven, pulsó el botón de rellamada y esperó.

– Pronto -respondió el cardenal.

– Soy el padre Roe, cardenal Marsciano. Vengo de la Universidad de Georgetown, en…

– ¿Cómo consiguió este número?

– Me gustaría hablar con usted acerca de un problema médico…

– ¿Cómo?

– Un tercer pecho. Se le conoce como pezón supernumerario.

Se produjo una pausa. Luego oyó otra voz.

– Habla el padre Bardoni. Trabajo para el cardenal. ¿Qué puedo hacer por usted?

– Monseñor Grayson, de la Universidad de Georgetown, tuvo la amabilidad de darme el teléfono del cardenal. Me dijo que si necesitaba algo, Su Eminencia estaría encantado de ayudarme.

Harry esperó en el banco hasta que vio al padre Bardoni bajar los escalones del edificio y subir por la calle hacia él. Poniéndose de pie, caminó despacio hacia una gran fuente alrededor de la cual había mucha gente que intentaba aliviarse del agobiante calor y la humedad de aquella tarde de domingo. Harry era uno más entre la multitud: un joven cura con barba que hacía lo mismo que los demás.

Miró atrás y vio que el sacerdote joven y alto, con cabellos negros rizados, empezaba a cruzar el parque. Andaba con naturalidad, como si hubiese salido a dar un paseo. Harry notó que miraba en dirección a él, intentando encontrarlo en medio de la muchedumbre de la fuente. Era la actitud de un hombre que no quería llamar la atención, de alguien que se sentía vigilado e incómodo. Aun así, había acudido, y esto bastaba para que Harry comprendiese que no se había equivocado. Danny seguía con vida. Y Marsciano sabía dónde estaba.

CINCUENTA Y CUATRO

Harry permaneció atento, oculto en parte tras unos niños que jugaban con el agua de la fuente, dejando que el padre Bardoni lo encontrara en medio de la gente.

Al fin lo hizo.

– Ha cambiado mucho…

El padre Bardoni se detuvo junto a él, mirando, no a Harry, sino a los niños que jugaban en la fuente.

En efecto: Harry estaba más delgado, y la barba, el atuendo de cura y la boina negra inclinada ayudaban.

– Quiero entrevistarme con Su Eminencia.

Los dos hombres hablaban en voz baja, observando a los niños, sonriendo cuando convenía, disfrutando con sus travesuras.

– Me temo que no será posible.

– ¿Por qué?

– Sencillamente no es posible. Está muy ocupado…

Harry se volvió hacia él.

– ¡Déjese de bobadas!

El padre Bardoni dirigió la vista hacia un punto situado detrás de Harry.

– En la colina, a su espalda, hay varios carabinieri montados a caballo. Un poco más cerca, a su derecha, hay dos más en motocicleta. -Miró de nuevo a Harry-. Usted es uno de los dos hombres más buscados en Italia… Me basta con acercarme a la policía y agitar los brazos… ¿Me comprende?

– Mi hermano está vivo, padre. Y Su Eminencia sabe dónde está. O me lleva hasta él, o llamamos a la policía para que lo convenza.

El padre Bardoni estudió con atención a Harry, luego sus ojos se posaron en un hombre de camisa azul que los observaba desde el otro extremo de la fuente.

– Tal vez deberíamos dar un paseo…

Echaron a andar, y Harry advirtió que el hombre se apartaba de la multitud y los seguía a una prudente distancia mientras cruzaban una zona ajardinada y tomaban un sendero adoquinado en medio del parque.

– ¿Quién es? -quiso saber Harry-. El hombre de la camisa azul.

El padre Bardoni se quitó las gafas, las limpió con la manga y se las puso de nuevo.

Sin ellas, parecía más fuerte y duro, y a Harry se le ocurrió la idea de que no las necesitaba, de que las empleaba para dulcificar su apariencia, de que tal vez fuera más un guardaespaldas que un secretario. O, en cualquier caso, de que estaba mucho más involucrado en lo que sucedía de lo que aparentaba.

– Señor Addison. -El padre Bardoni echó un vistazo por encima del hombro. El hombre de la camisa azul aún los seguía. Se detuvo de golpe, permitiendo, de modo deliberado, que se aproximase a ellos-. Trabaja para Farel -musitó.

Al final, el hombre les dio alcance e inclinó la cabeza al pasar.

– Buon giorno.

– Buon giorno -respondió el padre Bardoni.

El sacerdote lo vio alejarse y luego se dirigió a Harry.

– No tiene la menor idea de qué está ocurriendo, ni de dónde se está metiendo.

– ¿Por qué no me lo cuenta?

El padre Bardoni volvió a mirar al hombre de la camisa azul. Subía por el sendero, cada vez más lejos de ellos. Una vez más, el sacerdote se quitó las gafas y se volvió hacia Harry.

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