Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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Abrió un cajón y extrajo una grabadora que cabía en la palma de la mano, sacó la cinta del sobre y la colocó en el aparato. Titubeó un instante antes de reproducirla. El aparato emitió un leve zumbido al ponerse en marcha, y de pronto Marsciano oyó su voz susurrante pero muy clara.

«En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Que Dios te ayude a reconocer tus pecados y a confiar en su gracia.»A continuación respondió una segunda voz: «Amén -y prosiguió-: Bendígame, padre, porque he pecado; han transcurrido muchos días desde mi última confesión. Mis pecados son…».

Con un movimiento brusco, Marsciano apagó la grabadora y permaneció sentado, incapaz de seguir escuchando.

Se había grabado una confesión sin el conocimiento del penitente ni del cura. El penitente, quien se confesaba, era él mismo, y el cura, el padre Daniel.

Lleno de odio y repulsión, empujado por Palestrina hasta los más oscuros confines de su alma, Marsciano había acudido a la única persona en quien confiaba. El padre Daniel no sólo era un colaborador de valía inestimable y uno de los mejores amigos que había tenido jamás, sino también un sacerdote consagrado al Señor. Cualquier cosa que le contara quedaría protegida por el secreto de confesión y jamás saldría del confesionario.

Pero no había sido así.

Palestrina había grabado la confesión y Marsciano estaba convencido de que también había ordenado a Farel que ocultase micrófonos en todos los lugares, públicos y privados, que frecuentaban Marsciano y el resto del grupo.

Cada día más paranoico, el secretario de Estado del Vaticano se protegía de todos los frentes desempeñando el papel de jefe militar que, según había confesado a Marsciano años antes, estaba convencido que era. Aunque estaba ebrio, con gran seriedad y orgullo proclamó que, desde que tenía edad para saber de esas cosas, estaba convencido de que era la reencarnación de Alejandro Magno, antiguo conquistador del Imperio persa, y desde ese momento había vivido como él, y gracias a ello había llegado a ser quien era y, poco a poco, Marsciano fue testigo de cómo asumía el manto de un general en guerra. Prueba de ello era la manera tan rápida y brutal con la que había actuado desde el momento en que escuchó la grabación. Marsciano se había confesado el jueves por la noche, y el viernes temprano el padre Daniel tomó el autocar a Asís, sin duda sintiéndose tan horrorizado como Marsciano y buscando refugio en la soledad. Marsciano nunca había dudado sobre la identidad del asesino que hizo explotar el autocar para detener a Danny matando de paso a personas inocentes. El acto dejaba traslucir la misma falta de humanidad que la estratagema de China, la misma paranoia que lo llevaba a desconfiar no sólo de quienes lo rodeaban sino del secreto de confesión y, por tanto, de los propios cánones de la Iglesia.

Era algo que Marsciano debió haber previsto pues ya había desvelado el verdadero y terrorífico carácter de Palestrina. La imagen permanecía imborrable en su memoria, como grabada a fuego.

La mañana después del funeral multitudinario por el cardenal vicario de Roma, el secretario de Estado había convocado al resto de los miembros del grupo -a Marsciano; al prefecto de la Congregación de Obispos, Joseph Matadi, y al director general del Banco del Vaticano, Fabio Capizzi- a una reunión en una residencia privada en Grottaferata, en las afueras de Roma, lugar de retiro al que a menudo acudía Palestrina para sus reuniones «introspectivas» y donde había presentado por primera vez el Protocolo Chino.

Al llegar, los habían guiado a un patio pequeño, rodeado de cuidada vegetación, alejado del edificio principal donde Palestrina esperaba sentado a una mesa de hierro forjado sorbiendo café e introduciendo datos en el ordenador portátil. Farel permanecía de pie detrás de Palestrina como un guardaespaldas de puño de hierro. En la estancia había una tercera persona, un hombre atractivo que no había cumplido todavía los cuarenta, delgado y de estatura mediana, cabello negro y penetrantes ojos azules; Marsciano también recordaba que llevaba una americana de color azul marino, una camisa blanca y pantalones grises.

– Creo que no conocen a Thomas Kind -comentó Palestrina mientras se sentaba, abarcándolo con un gesto como si estuviera presentando a un nuevo miembro de un club privado.

– Está ayudándonos a coordinar la «situación» en China.

Marsciano se estremeció. Con espanto e incredulidad observó que los demás también: Capizzi torció los labios de un modo involuntario y los ojos por lo general alegres de Joseph Matadi adoptaron una expresión preocupada en el momento en que Thomas Kind se puso en pie y saludó cortés a cada uno de ellos por su nombre:

– Buon giorno, monseñor Capizzi. Cardenal Matadi. Cardenal Marsciano.

Marsciano recordaba haber visto de lejos a Kind un año antes, en compañía de un chino de mediana edad, cuando él y el padre Daniel acudieron a una reunión con Pierre Weggen. Entonces no sabía quién era, pero al verlo tan de cerca después de descubrir de quién se trataba y oír que lo saludaba por su nombre, resultaba una experiencia aterradora.

La sonrisa de Palestrina al contemplar las mal disimuladas reacciones de desagrado de sus colegas fue como anunciar quién había asesinado al cardenal vicario y por orden de quién. La reunión no era más que una advertencia de que, si alguno de ellos compartía la opinión del fallecido cardenal y tenía la intención de acudir al Santo Padre o al Colegio de Cardenales para informar sobre el asunto de China, se las verían con Thomas Kind. Todo formaba parte del teatro del horror de Palestrina, quien con ello daba a entender que estaba a punto de comenzar la guerra para controlar China.

Hechas las presentaciones, Palestrina se acarició el cabello blanco y dio por concluida la reunión.

Marsciano se concentró de nuevo en la tenue luz del estudio y la pequeña grabadora que descansaba sobre la mesa. En su confesión había explicado al padre Daniel el asesinato del cardenal vicario Parma y su complicidad en el plan maestro de Palestrina para expandir la Iglesia católica en China, cosa que no sólo implicaba la desviación de fondos del Vaticano, sino la muerte de un número indeterminado de ciudadanos chinos inocentes.

Con su confesión, y de modo totalmente inconsciente, había condenado a muerte al padre Daniel. La primera vez Dios o el destino habían intervenido, pero cuando supiesen con certeza que seguía vivo, Thomas Kind iría a por él y escapar de las manos de Thomas Kind era poco menos que imposible. Marsciano sabía que Palestrina no fallaría una segunda vez.

CUARENTA Y SEIS

Pescara, Via Arapietra. Sábado 11 de julio, 7.30 h

Thomas Kind esperaba sentado detrás del volante de un Lancia blanco a que alguien abriera la puerta del número 1217, la compañía privada de ambulancias situada al otro lado de la calle.

Kind observó su reflejo en el espejo, se atusó el cabello y siguió vigilando la puerta del negocio que abría a las siete y media. No por haber llegado temprano debía esperar que el resto de las personas también lo hiciera, sobre todo un sábado por la mañana. Aguardaría; la paciencia era esencial.

7.15 h

Un hombre pasó haciendo footing por delante del número 1217, y diecisiete segundos más tarde, un niño pasó en bicicleta en la dirección opuesta. Después, nada. Paciencia.

7.20 h

De pronto, dos policías en motocicleta aparecieron en el espejo retrovisor. Kind no se inmutó. Los agentes se acercaron despacio al coche y pasaron de largo. La puerta al otro lado de la calle permanecía cerrada.

Thomas Kind se reclinó en el sillón de cuero y comenzó a pensar en la información que había obtenido hasta el momento: una furgoneta Iveco de color beige, con número de matrícula italiana PE 343552, había abandonado el hospital de Santa Cecilia a las diez y dieciocho de la noche del jueves. En el vehículo iba un paciente y una monja enfermera, y dos hombres, que al parecer, también eran enfermeros.

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