– Todo lo que sabe… -De súbito Harry lo comprendió todo-. Usted también quiere encontrarlo.
– Así es -respondió Eaton.
– Me refiero a usted, no a la embajada, ni a su jefe, sino a usted, por eso está aquí.
– Tengo cincuenta y un años y sigo desempeñando el cargo de secretario. No lo aburriré explicándole las veces que han pasado por alto mi nombre a la hora de conceder ascensos… No quiero jubilarme siendo un secretario, así que debo hacer algo que los obligue la próxima vez a promocionarme. Destapar una intriga en el Vaticano sería perfecto.
– Quiere que lo ayude… -dijo Harry incrédulo.
– No sólo a mí, sino a usted mismo. Sólo su hermano puede sacarle de este embrollo, y usted lo sabe.
Harry lo miró sin pronunciar palabra.
– Si no ha muerto y teme por su vida, ¿cómo se enterará de que el vídeo es falso? Lo único que sabe es que usted quiere que se entregue y, cuando esté muy desesperado y no le quede más remedio que confiar en alguien, ¿quién mejor que usted?
– Quizá…, pero de todos modos no importa, porque ni él sabe dónde estoy yo, ni yo dónde está él. Nadie lo sabe.
– ¿No cree que la policía estará investigando ya a conciencia a todos los ocupantes del autocar, tanto a los vivos como a los muertos, para descubrir qué ocurrió en realidad, dónde y quién dio el cambiazo?
– Y eso ¿en qué me beneficia?
– Adrianna…
– ¿Adrianna?
– Es la mejor en su profesión. Antes de que usted pusiera un pie en esta ciudad, ella ya conocía el motivo de su visita.
Harry comprendió por qué Adrianna se lo había ligado, y aunque la había acusado de ello al principio, la mujer supo engañarlo y tenderle una trampa para conseguir su reportaje. Sí, era la mejor en su profesión, igual que él, y por eso debió haberlo sabido, porque ambos vivían sólo para el trabajo.
– ¿Por qué cree que me llamó justo después de hablar con usted? Sabía lo que quería ella, lo que yo necesitaba y lo que estaba dispuesto a hacer por usted y, si jugaba bien sus cartas, todos saldríamos beneficiados.
– ¡Joder! -masculló Harry mesándose el cabello. Se puso en pie y comenzó a ir y venir por la sala-. Veo que lo tienen todo pensado hasta el último detalle excepto por una cosa: incluso si descubrimos el paradero de Danny, ni él puede acercarse a mí ni yo a él.
Eaton bebió un sorbo.
– Si usted fuera otra persona, sí…, con un nuevo nombre, pasaporte y permiso de conducir. Con prudencia, llegará a cualquier parte.
– Usted puede hacer eso…
– Sí.
Harry lo miró furioso y perplejo. Se sentía manipulado.
– Si yo fuera usted, señor Addison, estaría muy contento. Después de todo, hay dos personas que quieren y pueden ayudarlo.
Harry seguía mirándolo sin dar crédito a lo que estaba sucediendo.
– Eaton, es usted un maldito hijo de puta.
– No, señor Addison, soy un maldito funcionario.
23 h
Recostado en la cama del apartamento de Eaton, Harry no lograba conciliar el sueño. Había cerrado la puerta con llave y había colocado una silla debajo del pomo. Intentaba convencerse de que todo saldría bien y de que Eaton estaba en lo cierto. Hasta ese momento había estado solo ante el peligro pero, de pronto, tenía un lugar donde alojarse y dos personas dispuestas a ayudarle.
Esa tarde, Eaton había ido a buscar comida y había sugerido a Harry que se duchara y curara las heridas lo mejor posible, aunque no debía afeitarse la barba porque le confería un aspecto diferente.
Eaton le había aconsejado que pensara en la nueva identidad que deseaba adoptar, una profesión sobre la que fuese capaz de hablar en caso de que lo interrogasen, un profesor de derecho, por ejemplo, o un periodista de vacaciones en Italia que escribiera sobre la industria del ocio o, incluso, un guionista o novelista que estuviera realizando un trabajo de investigación sobre la antigua Roma.
– Continuaré siendo lo que era hasta ahora, un cura -respondió Harry al regresar Eaton al apartamento con una pizza y una botella de vino y pan y café para la mañana.
– Un cura norteamericano es justo lo que buscan.
– Hay curas por todas partes, y supongo que más de uno es norteamericano.
Eaton dudó por un instante y después asintió. Fue al dormitorio y regresó con un par de camisas y un jersey. A continuación, extrajo una cámara de treinta y cinco milímetros de un cajón, le puso la película y colocó a Harry contra una pared blanca. Tomó dieciocho fotos, seis con una camisa, seis con la otra y el resto con el jersey.
Después se marchó, no sin antes advertir a Harry que no saliese a la calle y comunicarle que o bien Adrianna o él regresarían al día siguiente por la tarde.
¿Por qué?
¿Por qué había decidido continuar siendo un cura? ¿Lo había pensado bien? Sí. Un cura podía convertirse en un civil con un simple cambio de ropa y, además, había muchos curas estadounidenses. Tal como había dicho Hércules, debía ocultarse permaneciendo a la vista y, hasta el momento, había funcionado varias veces, una de ellas, incluso en las propias narices de los carabinieri.
Por otro lado, Eaton tenía razón al afirmar que lo que buscaba la policía era a un cura norteamericano: Danny. Por tanto, cualquier cura que hablase inglés con acento americano resultaría sospechoso. La gente lo miraría a la cara y pensaría que, a pesar de la barba, el rostro les resultaba familiar. Tampoco debía olvidar la recompensa: cien millones de liras, alrededor de sesenta mil dólares. ¿Quién no correría el riesgo de hacer el ridículo llamando a la policía aunque se tratara del hombre equivocado?
Además, ¿qué sabía él de los curas? ¿Qué ocurriría si otro clérigo entablaba conversación con él? En fin, ya había tomado la decisión: Eaton estaba preparando su nueva identidad, las fotos estaban hechas. Un cura.
En la calle se oían los ruidos propios de Roma al caer la noche. Via di Montoro era una calle mucho más tranquila que la de su hotel, en lo alto de la Escalinata Española, pero a pesar de ello Harry oía el tráfico, las motocicletas y los transeúntes.
Poco a poco, los diferentes sonidos comenzaron a confundirse entre sí hasta convertirse en una monótona melodía de fondo. Comenzó a notar los efectos de la ducha, la cama limpia y la odisea de su huida y se sumió lentamente en el sueño. Quizás había decidido seguir siendo un cura porque era lo más fácil, no tenía que pensar y, por el momento, el disfraz había dado resultado. No era cierto que su decisión se debiera a que deseaba comprender mejor a su hermano, y ser o hacer lo que Hércules había sugerido sin pensar: convertirse, aunque por poco tiempo, en su hermano.
Mientras cerraba los ojos Harry sintió que perdía el contacto con la realidad y de pronto vio de nuevo la postal de Navidad: el árbol adornado detrás de los rostros sonrientes con gorros de Papá Noel de su madre, su padre, Madeline, Danny y él.
FELIZ NAVIDAD DE PARTE DE LOS ADDISON
La imagen se desvaneció de su mente y en su lugar escuchó la voz de Pio que repetía lo que le había dicho en el coche: «¿Sabe lo que pensaría yo si estuviera en su lugar? Me preguntaría si mi hermano sigue con vida, y si es así, dónde está».
Marsciano se hallaba solo en su biblioteca, la pantalla de su ordenador estaba oscura y los libros que ocupaban todo el espacio del suelo al techo le parecían, por su estado de ánimo, meros objetos decorativos. La única luz procedía de una lámpara halógena situada junto al escritorio de madera sobre el que se encontraba el sobre con la palabra URGENTE que le habían entregado en Ginebra. Era el mismo sobre que había llevado consigo en el tren y en cuyo interior se encontraba la cinta que había escuchado una sola vez. No sabía por qué deseaba oírla de nuevo, pero sentía el impulso de hacerlo.
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