Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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Después de que Edward Mooi saliese de la gruta, Elena había acompañado a Salvatore y a Marta hasta el lugar donde les esperaba despierto Michael Roark o, mejor dicho, el padre Daniel. Elena le presentó a la pareja mayor y le dijo que cuidarían de él hasta que ella regresara. A pesar de que el enfermo había recobrado en parte el uso de las cuerdas vocales y era capaz de hablar durante cortos períodos, guardó silencio mientras su mirada inquieta escrutaba los ojos de ella, como si supiera que Elena había descubierto su verdadera identidad.

– No le pasará nada -lo tranquilizó la enfermera antes de dejarlo en compañía de Marta, quien se ocuparía de cambiarle las vendas, pues tenía algunos conocimientos médicos.

A continuación Salvatore guió a Elena hasta una entrada de la gruta que ella no había visto antes. Tuvieron que recorrer un intrincado camino por pasadizos labrados en las rocas hasta que llegaron a un montacargas, que los llevó al exterior a través de una abertura natural de la roca.

Una vez arriba, caminaron por un sendero en el bosque hasta llegar a una carretera secundaria donde había una camioneta aparcada. Salvatore le explicó cómo llegar a Bellagio y qué debía hacer una vez allí.

Elena se encontraba enfrente del hotel Du Lac cuando de pronto divisó a la policía. Delante del embarcadero había una ambulancia y tres coches patrulla rodeados de curiosos, mientras que a la izquierda estaba la cabina telefónica en medio del parque desde donde debía llamar al hermano del padre Daniel.

– Se ha ahogado alguien. -Oyó que decía una mujer mientras varias personas corrían a la orilla para averiguar qué había ocurrido.

Elena miró primero a la policía y luego a la cabina. Según Edward Mooi, ella era responsable del padre Daniel. Quizá fuera cierto, pero su cabeza le indicaba que lo correcto era alertar a las autoridades. No importaba que la madre superiora estuviera al corriente de lo sucedido, ni tampoco era asunto suyo si el padre Daniel era o no culpable, para eso estaba la ley. Sólo sabía que a él y a su hermano los buscaban por asesinato. Tenía la policía al alcance de la mano, sólo tenía que acercarse.

Y eso fue lo que hizo. Dio unos pasos al frente alejándose de la cabina telefónica y cruzó la calle en dirección a los agentes. Cuando llegó a la acera opuesta escuchó un murmullo entre la multitud agolpada en la orilla y aparecieron más curiosos, impacientes por saber qué sucedía.

– Allí -gritó alguien.

Elena divisó entonces a unos submarinistas de la policía que extraían del lago el cadáver de una persona. Unos agentes levantaron el cuerpo y lo depositaron en el embarcadero. Otro lo cubrió al momento con una manta.

Ese breve instante, ese segundo en el que Elena entrevió el cuerpo sin vida que yacía en el suelo, la dejó del todo paralizada. Era el cadáver de un hombre.

Luca Fanari.

SETENTA Y CINCO

De pie junto a la ventana, Harry observó a la policía y la muchedumbre concentrada al otro lado de la calle antes de volver la vista al televisor, donde Adrianna, vestida con su chaqueta y gorra de béisbol, informaba sobre la última noticia de China bajo una lluvia torrencial ante la central de la Organización Mundial de la Salud en Ginebra. Según un informe no oficial de la ciudad de Hefei, en el este de China, un incidente de gran magnitud había afectado al suministro de agua potable de la zona. De acuerdo con los rumores, miles de personas habían resultado envenenadas y el número de fallecidos ascendía ya a más de seis mil. Tanto Xinhua, la nueva agencia de noticias china, como la Agencia Central de Noticias de China aseguraban que los rumores eran infundados.

Harry apagó la voz de Adrianna con el mando a distancia. ¿Qué diablos hacía en Ginebra informando sobre un incidente «infundado»?

Inquieto, miró primero por la ventana y después consultó la hora en el reloj de la mesita de noche.

8.20 h

Ninguna llamada, nada. ¿Qué había sucedido con Edward Mooi? ¿No había releído el fax? Además, Adrianna se hallaba en Ginebra cuando debía estar en Bellagio. Harry se sentía abandonado en una pequeña habitación de hotel mientras el mundo exterior seguía su curso.

Regresó a la ventana y observó a un coche de policía que se detenía al otro lado de la calle. Se abrieron las puertas y tres agentes vestidos de paisano salieron del vehículo en dirección al embarcadero. A Harry le dio un vuelco el corazón: el hombre que iba en cabeza del pequeño grupo era Roscani.

– Dios mío -se retiró de la ventana de manera instintiva. En ese preciso instante alguien llamó a la puerta. Harry, con los nervios de punta, oyó una segunda llamada.

A toda prisa, abrió la maleta encima de la cama, extrajo el papel con el número de Edward Mooi, lo rompió en mil pedazos y los tiró por el retrete.

Llamaron de nuevo a la puerta, pero con más suavidad, no con la fuerza autoritaria empleada por la policía. Debía de ser Eaton; Harry se relajó y abrió la puerta.

Una monja joven.

– ¿Es usted el padre Roe?

– Sí… -respondió titubeante.

– Soy la hermana Elena Voso… -se presentó en un inglés muy claro, aunque con acento italiano.

Harry la miró sin saber si fiarse.

– ¿Puedo pasar?

Harry echó un vistazo al pasillo, no había nadie.

– Sí, claro…

Harry se apartó y Elena entró cerrando la puerta tras de sí.

– Usted llamó a Edward Mooi -tanteó Elena.

Harry asintió.

– He venido para llevarlo hasta su hermano…

– No entiendo…

– No pasa nada… -lo tranquilizó Elena, consciente de sus dudas-. No soy policía…

– Lo siento, no sé de qué me habla.

– Si no está seguro… sígame; lo esperaré al pie de la escalera que lleva al pueblo. Su hermano está enfermo, por favor…, señor Addison.

SETENTA Y SEIS

Harry la guió por la escalera trasera del hotel y al llegar a la planta baja abrió una puerta que daba al vestíbulo posterior.

Uscita. Salida.

Harry titubeó, quería salir por una puerta trasera o lateral y no por la principal, que daba a la calle donde estaba Roscani, pero sólo había un cartel. Siguieron la flecha y momentos después cruzaron otra puerta que se abría al vestíbulo de entrada del hotel: la puerta principal era la única salida.

– ¡Mierda! -masculló Harry.

En torno a él, la gente entraba y salía y un hombre conversaba animadamente con el portero. Harry miró atrás. Aunque existiese otra salida no tenía idea de cómo encontrarla. En ese instante se abrieron las puertas del ascensor y dos parejas acompañadas de un botones que empujaba un carro con el equipaje avanzaron hacia él. Si iban a salir, ése era el momento.

Harry asió a Elena del brazo y caminaron junto al botones. Al llegar a la puerta, Harry le cedió el paso. El hombre asintió con un gesto de la cabeza y empujó el carro al tiempo que Harry y Elena salían detrás. Una vez en la calle, Harry giró a la izquierda.

– Buon giorno -los saludó un hombre llevándose la mano al sombrero. Una joven pareja les sonrió.

– Por las escaleras de la izquierda -le indicó Elena.

Entonces Harry divisó a Roscani que ascendía por el mismo camino del embarcadero que él había recorrido la noche anterior. El inspector caminaba deprisa y los dos agentes de paisano le pisaban los talones. Harry se acercó más a Elena, que avanzaba entre él y la policía.

Casi habían llegado a la esquina, y Harry vio la escalera que había mencionado Elena. De pronto, Roscani levantó la vista y lo miró a los ojos. En ese momento Elena comenzó a hablarle en italiano. Harry no tenía idea de lo que estaba diciendo, pero ella continuó barboteando y gesticulando, como si se tratara de algo muy importante. Al llegar al pie de la escalera lo obligó a torcer a la izquierda sin dejar de hablar. Parecía que estuviera riñéndolo, pero no por ello dejó de sonreír a un anciano con quien se cruzaron.

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