– ¡Virgen santa! -De pronto Roscani dio media vuelta y se dirigió al coche-. ¡Vámonos! ¡Ya!
Scala y Castelleti lo siguieron de inmediato.
Roscani casi corría cuando entró en el coche y sacó la radio del salpicadero.
– Al habla Roscani. ¡Quiero que pongan a Edward Mooi bajo protección policial ahora mismo! ¡Vamos en camino!
Scala trazó una curva con el coche y atravesó el césped recién cortado. Roscani estaba en el asiento del acompañante, mientras que Castelletti iba detrás. Nadie dijo palabra.
10.50 h
Harry aguzó la vista y el oído. La luz del sol se desvanecía en la oscuridad del interior de la gruta al descender el ascensor entre las paredes de roca. Arriba se encontraba el camino de tierra y árboles que habían cruzado hasta llegar a la entrada de la cueva.
Transcurrieron varios minutos y el único sonido que percibían era el zumbido distante del motor eléctrico mientras el ascensor bajaba. De vez en cuando pasaban junto a una lámpara de seguridad. Bajo la luz que iba y venía, Harry se fijó en el contorno del cuerpo de Elena debajo del hábito, el cuello fuerte, la suave curva de sus mejillas que destacaban el ángulo recto de la nariz y el brillo de los ojos.
De pronto percibió el olor húmedo del musgo, un hedor muy familiar que no olía desde hacía años.
Al instante se sintió transportado al día que cumplió trece años, cuando al salir de la escuela comenzó a caminar por un bosque que despedía ese mismo olor a musgo. La vida había dado muchas vueltas; en dos años él y Danny habían perdido a su hermana y a su padre en trágicos accidentes, su madre se había casado de nuevo poco después y los había llevado a un hogar caótico con un marido distante y cinco niños más. Los cumpleaños, como otros asuntos personales, habían desaparecido en una ola de confusión, incertidumbre y readaptación.
A pesar de que intentaba ocultarlo, Harry se sentía desorientado. Era el hijo mayor y el hermano mayor, pero en su familia adoptada ya había dos hijos mayores que controlaban la situación.
Harry temía dar un paso en cualquier dirección por miedo a empeorar las cosas, cada vez se retraía más; en el colegio nuevo tenía pocos amigos y solía pasar el tiempo solo, leyendo, viendo la televisión cuando nadie más lo hacía o, casi siempre, paseando.
Era un día especialmente difícil, pues se había convertido de manera oficial en un adolescente que había dejado atrás su niñez. Sabía que en casa no lo celebrarían; de hecho, dudaba que alguien se acordara de su cumpleaños. Como máximo, recibiría un regalo o dos de su madre antes de ir a dormir. Comprendía que su madre también se hallase desorientada y temiese demostrar más afecto a sus hijos delante de su marido, pero Harry se sentía como un ser insignificante que no merecía que lo festejaran por su cumpleaños. La mejor opción era pasear por el bosque y dejar que transcurriera el día sin pensar en nada.
Pero de pronto divisó la roca.
Apartada del camino y medio oculta entre los arbustos, le llamó la atención porque tenía algo escrito. Se acercó con curiosidad y apartó las ramas de los matorrales para leer las palabras escritas con tiza.
SOY QUIEN SOY
De modo instintivo miró en torno a sí en busca de la persona que lo había escrito, esperando encontrarla cerca observando sus movimientos, pero no había nadie. Harry estudió de nuevo las palabras en la roca. Cuanto más las miraba, más se convencía de que habían sido escritas sólo para él. Pensó en su significado el resto del día y antes de ir a dormir, las anotó en la libreta del colegio, momento en el que pasaron a pertenecerle por completo.
Esas palabras representaban su «Declaración de Independencia», y en ese instante tomó conciencia de su libertad.
SOY QUIEN SOY
Lo que él fuera y lo que llegara a ser estaba sólo en sus manos. Decidió que siempre sería así y se prometió que jamás dependería de nadie. Casi lo había conseguido.
De súbito una luz fluorescente lo devolvió a la realidad. El ascensor golpeó el suelo y se detuvo.
Al levantar la vista, Harry se encontró con la mirada de Elena.
– ¿Qué sucede?
– Debe saber que su hermano está muy delgado. No quiero que se asuste cuando lo vea…
– De acuerdo… -Harry asintió y abrió la puerta del ascensor.
Siguió a Elena por los pasillos. El camino estaba indicado por una línea de mármol verde en el suelo. Por encima de su cabeza el techo subía y bajaba sin previo aviso y, más de una vez, Harry tuvo que agacharse para pasar.
Por último, tras varias curvas cerradas, llegaron a lo que parecía ser el túnel central, más largo y más ancho, con bancos tallados en la piedra a cada lado. Elena viró a la izquierda y caminó unos seis metros hasta detenerse ante una puerta cerrada. Dio unos golpes suaves y tras decir unas palabras en italiano, entró. Salvatore y Marta se pusieron en pie. Entonces Harry lo vio. Dormía en la cama al otro lado de la habitación. El gota a gota colgaba de una varilla sobre él. Tenía parte de la cabeza y del cuerpo cubierto de vendas y lucía una barba como la de Harry y, tal como le había advertido la hermana Elena, estaba delgado en extremo.
Danny.
Despacio, Harry se aproximó a la cama y contempló a su hermano de cerca. Era él, sin duda. No importaban los años que habían pasado sin verse ni cuánto había cambiado su aspecto. Se trataba de un sentimiento, de una familiaridad que se remontaba a su niñez. Tocó la mano de Danny, pero aunque estaba caliente éste no reaccionó.
– Signore -Marta se acercó a Harry mientras miraba a Elena-, hemos tenido que sedarlo.
Elena la miró con gesto de preocupación.
– Cuando usted se marchó se asustó mucho -aseveró Salvatore en italiano mirando primero a Harry y luego a Elena-. Lo encontramos en el suelo, había bajado de la cama y se había arrastrado por el suelo hasta el agua. Intenté sujetarlo pero no me dejó. Temí que se hiciera daño…, que cayera al agua y se ahogara…, y como teníamos medicinas aquí y mi mujer sabía qué hacer…
– No se preocupe. -Elena contó a Harry lo ocurrido.
Harry miró a su hermano y sonrió.
– Sigues siendo el mismo tío duro de siempre, ¿verdad? -Harry se volvió a Elena-. ¿Cuánto tiempo permanecerá inconsciente?
– ¿Cuánto le administraron? -preguntó Elena a Marta en italiano y ésta le respondió. Elena miró a Harry-. Una hora, quizás un poco más.
– Debemos sacarlo de aquí.
– ¿Adonde quiere llevarlo? -Elena explicó a la pareja que uno de los hombres que la habían acompañado hasta allí había aparecido muerto en el lago-. No creo que Luca se ahogara, pienso que lo mató la misma persona que asesinó a su mujer y que está buscando a su hermano, así que por ahora más vale que nos quedemos aquí. No conozco un lugar más seguro.
Edward Mooi navegó entre las rocas hacia la entrada de la gruta y encendió el reflector.
– ¡Apague eso!
El poeta pulsó un interruptor de inmediato y en ese instante sintió un pellizco en la oreja, profirió un gritó y se la tocó con la mano. Sangre.
– Es una cuchilla, Edward Mooi…, la misma que utilicé para la lengua que tienes en el bolsillo de la camisa.
Mooi, con la mano en el volante, percibió las rocas que pasaban junto a la lancha. Iba a morir de todos modos, ¿por qué había llevado a ese loco hasta allí? Podía haber llamado a gritos a la policía e intentado huir, pero no lo había hecho por miedo.
Había entregado su vida entera a las palabras y a la creación poética. Después de leer su obra, Eros Barbu lo había rescatado de una vida insignificante como funcionario en Suráfrica y le había ofrecido un lugar para vivir y los medios para seguir escribiendo a cambio de que administrase Villa Lorenzi. Así lo había hecho, y poco a poco, había dado a conocer su obra.
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