Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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– Enfoque el canal.

Al iluminarlo, vieron que la gruta se extendía más allá de donde alcanzaba la mirada.

– Apáguela.

Elena obedeció y se inclinó hacia delante escudriñando la oscuridad, rezando por vislumbrar un punto de luz que indicara el final del canal y la salida del lago, pero sólo había la misma oscuridad y frío húmedo, y el único sonido perceptible era el que emitían los remos.

En un gesto inconsciente, Elena se santiguó. Sabía que Dios estaba poniéndola a prueba de nuevo, pero esta vez nada tenía que ver con los hombres ni la lujuria, sino con su valor y capacidad de resistir las condiciones más duras sin abandonar al paciente que tenía a su cargo.

– Aunque pase por el valle tenebroso, ningún mal temeré… -comenzó a recitar.

– Hermana Elena… -la voz de Salvatore surgió de la nada.

Elena se sobresaltó mientras Harry permaneció inmóvil con los remos fuera del agua dejando que la corriente arrastrase el esquife.

– Salvatore -susurró Elena.

– Hermana Elena… -volvió a resonar la voz de Salvatore-. Todo va bien -dijo en italiano-; tengo el barco, quienquiera que estuviese aquí, ya se ha marchado.

De repente se oyó el sonido de los motores al arrancar. Los ojos de Elena brillaron en la oscuridad cuando se volvió a Harry para traducirle las palabras de Salvatore.

– Hermana Elena, ¿dónde está?

Harry recogió los remos y se agarró a la pared de piedra para frenar el esquife. El ruido de los motores sonaba cada vez más cercano. El barco se aproximaba por el canal.

OCHENTA Y CUATRO

Thomas Kind mantenía el filo de la cuchilla sobre el cuello de Salvatore mientras el barco avanzaba con lentitud y el eco de los motores fueraborda resonaba en las paredes de la caverna. A sus espaldas, el cuerpo de Marta yacía en cubierta, entre la cabina y los motores. Presentaba una pequeña herida entre los ojos de la cual todavía manaba la sangre.

Salvatore ladeó ligeramente la cabeza para observar a Thomas Kind: tenía el lado derecho de la cara cubierto de sangre y la piel desgarrada por los arañazos de Marta. El terrorista les había dado alcance poco antes de llegar al ascensor, la pelea había sido muy breve y rápida, pero la mujer había conseguido hacerle daño y, sólo por esto, Salvatore Belsito se sentía muy orgulloso de ella.

Sin embargo Salvatore no era como su mujer, carecía de su valentía y su decisión. Bastante difícil le había resultado ya mentir a la policía cuando entró en Villa Lorenzi o encargarse del enfermo mientras la hermana Elena salía en busca de su hermano. Salvatore Belsito era el jardinero jefe de Villa Lorenzi, un hombre afable que amaba a su mujer y cuya única preocupación era que las plantas crecieran. Eros Barbu les había ofrecido un hogar y trabajo indefinido y, por ello, le debía mucho, pero no la vida.

– Otra vez -ordenó Thomas Kind.

Salvatore titubeó por un segundo y después gritó el nombre de Elena.

La voz de Salvatore rebotó en las paredes de granito como en una cámara de resonancia. El grito se oyó más cerca y alto que antes, pero se vio acallado por el repentino rugido de los motores.

– A la derecha -le indicó Elena, que se encontraba detrás de él, mientras con la linterna seguía las marcas de la roca que llegaban hasta una curva que casi se doblaba sobre sí misma.

Harry empujó el remo derecho con fuerza, pero tomó la curva demasiado cerrada y el remo izquierdo quedó atrapado contra la pared y por poco le saltó de la mano. Masculló una maldición mientras recuperaba el equilibrio e introdujo de nuevo el remo izquierdo en el agua.

Remó con todas sus fuerzas. Tenía las manos despellejadas, y los ojos le escocían del sudor que le recorría la frente. Deseaba detenerse siquiera un segundo para arrancarse el alzacuello y respirar.

– ¡Hermana Elena!

El eco de la llamada de Salvatore los persiguió por el canal como una ola.

De repente una luz cegadora iluminó el canal por el que habían venido. Harry distinguió la sombra de la pared por la que acababan de pasar y pensó que el barco no tardaría más de diez segundos en adentrarse en el cauce donde se encontraban.

Angustiado, miró en torno a sí y descubrió un canal que se extendía recto por unos quince metros antes de llegar a una curva cerrada a la izquierda. Resultaba casi imposible llegar allí antes de que el barco virara, pero no existía escondrijo alguno en la escarpada pared.

– ¡Señor Addison! ¡Mire! -Elena señalaba al frente.

Harry siguió la dirección de su mano y, a la izquierda, a unos diez metros de distancia, vislumbró una sombra oscura que bien podía ser la boca de una cueva o un entrante en la roca de un metro o metro y medio de altura, como mucho, apenas lo bastante grande como para albergar el esquife.

A sus espaldas, el rugido de los motores se oía cada vez más fuerte y la intensidad de la luz aumentaba por momentos. La embarcación estaba acelerando.

Harry remó con toda su energía para llegar a la cueva.

– ¡Vamos a entrar! -gritó a Elena-. Pase por encima de mí, no deje que Danny se golpee la cabeza.

Harry se detuvo por una milésima de segundo y notó el roce del hábito de Elena mientras pasaba a gatas sobre él. Acto seguido hincó los remos con fuerza, pero al hacerlo, el derecho salió del agua, el esquife dio un giro brusco a la izquierda y rozó la pared, pero Harry recuperó las fuerzas y rectificó el rumbo hacia la abertura de la cueva.

En ese instante Elena levantó la vista y divisó la proa del fueraborda al pasar junto al saliente de la roca, recorriendo con el potente haz de luz la vía de agua. Harry lanzó una mirada por encima del hombro. Se hallaban en la entrada de la cueva.

– ¡Agáchese! -ordenó.

Agazapado, Harry sacó los remos del agua y dejó que el esquife se deslizara hacia el interior con un espacio de pocos centímetros a cada lado. Elena inclinó la cabeza a la vez que protegía la de Danny con la mano. La popa se escurrió a través de la abertura: estaban dentro.

Harry se tendió de espaldas, se agarró al techo rocoso y, tirando del esquife con una mano encima de la otra, se introdujo en la profundidad de la cueva. Un segundo más tarde, el potente reflector barrió las paredes del canal.

Los motores desaceleraron de golpe; Harry contuvo la respiración. Medio segundo más tarde, la embarcación pasó por delante de la abertura de la cueva y Harry distinguió el perfil duro de un hombre rubio, con una mano en el volante y la otra sobre el cuello de Salvatore Belsito. Segundos después, desaparecieron de su vista, llevándose consigo la luz del reflector y dejando una estela tras de sí.

Harry se sujetó a las paredes de la caverna para que el esquife no las golpeara. Con el corazón en un puño, se incorporó y escuchó con atención. Transcurrieron varios segundos hasta que por fin se apagaron los motores y el silencio dominó la oscuridad.

OCHENTA Y CINCO

Thomas Kind trazó con suavidad un semicírculo hasta quedar frente al canal que acababa de recorrer. Estudió con atención la gruta, las paredes mojadas con salientes escarpados y el agua verde oscuro que reflejaba la luz en miles de direcciones.

– Siéntese. -Kind apartó despacio la cuchilla del cuello de Salvatore y señaló con la cabeza el banco situado en la parte posterior del barco. Bajo la mirada amenazadora del terrorista, Salvatore acató la orden y se sentó, cruzó los brazos y miró hacia arriba, con los ojos clavados en el techo irregular de la cueva, en cualquier lugar menos en el cuerpo de su mujer, que yacía a sus pies después de que Kind lo obligara a arrastrarla hasta allí desde la entrada del ascensor.

Thomas Kind miró de soslayo a Salvatore, introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo una bolsa negra de nailon que contenía una pequeña radio. Después de ajustar los auriculares, se prendió un micrófono al cuello de la chaqueta y enchufó el cable a una cajita que llevaba ceñida a la cintura. Se oyó un leve clic y se encendió un piloto rojo. Kind reguló el volumen con el pulgar y de inmediato los sonidos le llegaron amplificados: el eco del túnel y el batir del agua contra las paredes. Concentrado, orientó el micrófono de uno a otro lado del canal, despacio, de la pared izquierda a la pared derecha. Nada. Repitió el proceso sin resultado, de la pared derecha a la pared izquierda. Nada. Inclinado hacia delante, apagó el reflector y la gruta se sumió en la oscuridad. Esperó. Transcurrieron veinte segundos, treinta. Un minuto.

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