Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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Un instante después, el embajador de Estados Unidos en Italia, Leighton Merriweather Fox, ascendió por la escalera del edificio de mármol y ladrillo beige de cuatro pisos de la embajada de la República Popular China. Junto a él se encontraban Nicholas Reid, viceembajador, Harmon Alley, consejero de Asuntos Políticos y el primer secretario de Alley, James Eaton.

En el interior se respiraba un ambiente sombrío. Eaton vio que Fox hacía una reverencia al embajador chino en Italia, Jiang Youmei, y le estrechaba la mano. Nicholas Reid hizo lo propio con el ministro de Asuntos Exteriores Zhou Yi, mientras Harmon Alley esperaba a que lo presentaran al viceministro de Asuntos Exteriores Dai Rui.

El tema de discusión en todos los rincones de la gran sala verde y dorada era el mismo, la catástrofe de Hefei, donde la cifra de muertos a causa del agua contaminada ascendía a sesenta y dos mil e iba en aumento.

Las autoridades sanitarias no sabían predecir cuándo acabaría la pesadilla ni cuál sería el recuento final de víctimas. ¿Setenta mil, ochenta mil? Nadie lo sabía. Se había ordenado el cierre de las plantas depuradoras, y el agua potable se transportaba en camiones, trenes y aviones, pero el daño ya estaba hecho. El ejército chino había entrado en escena pero era incapaz de hacerse cargo de tantas víctimas y, a pesar de los esfuerzos por parte de Pekín de controlar a la prensa, el mundo entero sabía qué estaba ocurriendo.

Leighton Merriweather Fox y Nicholas Reid deseaban ofrecer tanto sus condolencias como su ayuda, mientras que Harmon Alley y James Eaton estaban allí para evaluar las consecuencias políticas de la situación. La escena se repetía en el mundo entero: altos cargos diplomáticos visitaban las embajadas chinas en sus respectivos países para ofrecer ayuda y calcular las implicaciones políticas del desastre. Se especulaba sobre los efectos de la tragedia: ¿podría Pekín proteger a su pueblo, o las provincias decidirían prescindir de la ayuda de la capital ante la amenaza de un agua capaz de envenenar a miles de personas de un plumazo? Los Gobiernos extranjeros eran conscientes de que Pekín se hallaba al borde del precipicio, pues aunque el Gobierno controlara la situación de Hefei, si se repitiese un caso similar en el futuro, la tragedia cobraría tales dimensiones que la República Popular se enfrentaría a la desintegración total. Todos los países sabían que éste era el gran temor de China, y de repente el agua se había convertido en su gran debilidad.

Más allá de la tragedia humana, la preocupación política era el verdadero motivo por el cual los diplomáticos se habían reunido en el número 56 de la Via Bruxelles y en las embajadas de China en todo el mundo. Con una reverencia, Eaton tomó la taza de té que le ofrecía en una bandeja una joven china vestida con chaqueta gris y cruzó la sala, deteniéndose de vez en cuando para estrechar la mano de alguien conocido. Como primer secretario de Asuntos Políticos, su presencia allí no se debía tanto a su deseo de ofrecer el pésame a los chinos como al de averiguar quién más se encontraba en la embajada con el mismo propósito que él. Mientras Eaton charlaba amigablemente con el consejero de Asuntos Exteriores de la embajada francesa, se oyó un murmullo en la entrada principal y ambos se volvieron.

A Eaton no le sorprendió lo que vio: el secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Umberto Palestrina, vestido con un sencillo hábito negro y alzacuello blanco, llegó acompañado de los otros tres miembros de la aristocracia de la Santa Sede -el cardenal Joseph Matadi, monseñor Fabio Capizzi y el cardenal Nicola Marsciano-, quienes llevaban la vestimenta propia de sus cargos.

Las conversaciones cesaron casi de inmediato y los diplomáticos cedieron el paso a Palestrina mientras éste se acercaba al embajador de China, le hacía una reverencia y le tomaba la mano como si se tratara del más viejo y querido de sus amigos. No importaba que las relaciones entre Pekín y el Vaticano fueran casi inexistentes; estaban en Roma, y la ciudad representaba a novecientos cincuenta millones de católicos del mundo representados a su vez, en nombre del Santo Padre, por Palestrina y los demás. Se encontraban allí para mostrarle su compasión al pueblo chino.

Eaton se excusó ante el diplomático francés y cruzó la estancia despacio mientras observaba con interés a Palestrina y a los sacerdotes, que conversaban con los chinos. Los siete salieron juntos del salón.

Era la segunda vez que el Vaticano trataba con los diplomáticos más influyentes de China desde el asesinato del cardenal Parma, y James Eaton deseó más que nunca que el padre Addison estuviera allí para explicarle el significado de todo aquello.

NOVENTA Y UNO

Intentando no perder la cordura y rogando a Dios que le iluminase el camino para detener esa pesadilla, Marsciano entró en el pequeño salón verde y beige y se sentó junto a los otros: Palestrina, el cardenal Matadi, monseñor Capizzi, el embajador Jiang Youmei, Zhou Yi y Dai Rui.

Palestrina, sentado delante de él, en un sillón dorado, hablaba en mandarín con los chinos. Cada parte de su cuerpo, desde la planta de los pies y la mirada de sus ojos hasta sus ademanes grandilocuentes, expresaba una gran compasión y preocupación por la tragedia que estremecía a medio mundo. Palestrina se mostraba sincero y directo, como asegurándoles que él mismo viajaría a Hefei a cuidar de los enfermos si esto fuera posible.

Los chinos agradecieron su interés, pero tanto Marsciano como Palestrina sabían que se trataba de puro formulismo, pues a pesar de su consternación por lo sucedido en Hefei, ante todo eran políticos cuya principal preocupación era el Gobierno y su continuidad, ya que Pekín se encontraba bajo la atenta mirada del mundo entero.

Pero ¿cómo iban a saber o siquiera sospechar que el principal causante de la catástrofe no eran ni la naturaleza ni el anticuado sistema de depuración, sino el gigante de pelo blanco sentado a apenas unos centímetros de distancia y que conversaba con ellos en su propia lengua? ¿O que dos de los tres prelados de alto rango que se encontraban en esa misma sala se habían transformado en las últimas horas en fieles discípulos de Palestrina?

Si Marsciano había albergado alguna esperanza de que, una vez que la pesadilla había comenzado y que el Protocolo de Palestrina había visto la luz, de que monseñor Capizzi o el cardenal Matadi recuperaran el juicio y se opusieran al secretario de Estado, ésta se desvaneció de golpe cuando esa mañana ambos hombres entregaron en persona a Palestrina una carta (que Marsciano se había negado a firmar) en la que respaldaban las acciones del secretario de Estado. Se argumentaba que Roma llevaba años buscando el acercamiento a Pekín, pero el Gobierno chino lo había rechazado y continuaría haciéndolo mientras conservase el poder.

Para Palestrina la postura de Pekín sólo significaba una cosa: los chinos carecían de libertad religiosa y jamás disfrutarían de ella y, por tanto, él se encargaría de otorgársela. El precio carecía de importancia: quienes muriesen se convertirían en mártires.

Era evidente que Capizzi y Matadi compartían su punto de vista. Conseguir el papado era lo único que les importaba y habría sido insensato por su parte rebelarse contra el hombre que podía auparlos a ese puesto. En resumidas cuentas, las vidas humanas constituían un simple medio para alcanzar un fin, y por muy terrible que fuera la situación, ésta empeoraría en el futuro porque todavía quedaban dos lagos por envenenar.

– Les ruego que me disculpen. -Consciente de lo que iba a ocurrir y asqueado por la hipocresía e inmoralidad desplegadas en la sala, Marsciano, incapaz de participar en ellas un minuto más, se puso en pie.

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