Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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Desconcertado, Palestrina levantó la vista y le dirigió una mirada de sorpresa:

– ¿Se encuentra mal, Eminencia?

Al ver la reacción de Palestrina, Marsciano se percató de cuánto había enloquecido el secretario; interpretaba tan bien su papel que llegaba a creerse sus propias palabras. Era un genio del autoengaño.

– ¿Se encuentra usted mal? -repitió Palestrina.

– Sí… -respondió Marsciano con un hilo de voz mientras sostenía la mirada de Palestrina, dejando claro el desprecio que sentía por él sin que el resto de los presentes lo advirtiera. A continuación, el cardenal dio media vuelta e hizo una reverencia a los chinos.

– Toda Roma reza por China -dijo, y cruzó la puerta consciente de la mirada vigilante de Palestrina.

NOVENTA Y DOS

Marsciano salió solo de la estancia, pero hasta allí llegaba su libertad. El protocolo lo obligaba a esperar a los demás. En el interior de la limusina reinaba el silencio. Marsciano no apartó la mirada de la ventanilla mientras la verja verde se cerraba a sus espaldas y se dirigían a Via Bruxelles. Sabía que con su actitud había decidido su suerte, pues las inversiones ya estaban en marcha.

Pensó de nuevo en los tres lagos que había prometido Palestrina. ¿Cuáles serían los próximos? ¿Cuándo ocurriría? Sólo el secretario de Estado lo sabía. La locura y crueldad de Palestrina eran incomprensibles, su capacidad de engañarse a sí mismo, increíble. ¿Cuándo y cómo había errado el camino un hombre tan inteligente y respetable? ¿O es que el monstruo siempre había estado allí aletargado?

Una vez en Via Salaria, el chófer aminoró la marcha al incorporarse al intenso tráfico de la tarde. Marsciano sentía la presencia de Palestrina junto a él y los ojos de Capizzi y Matadi, que lo observaban atentos, pero decidió no prestarles atención y pensar en Yan Yeh, el director de operaciones bancarias. No lo recordaba como el astuto hombre de negocios y consejero destacado del Partido Comunista Chino que era, sino como un amigo y una persona compasiva capaz, por un lado, de lanzar una agresiva diatriba política en un momento y de hablar de su preocupación por la sanidad, la educación y el bienestar de los pobres, por el otro. Lo había visto reír y bromear sobre la posibilidad de que los fabricantes de vino italiano fueran a China para enseñar su arte.

– ¿Telefoneas a menudo a Norteamérica? -la voz de Palestrina resonó junto a él.

Marsciano apartó la vista de la ventana y vio que el secretario de Estado lo miraba fijamente. Su corpachón ocupaba gran parte del asiento.

– No te entiendo.

– Sobre todo a Canadá. -Palestrina no apartó los ojos de Marsciano-. A la provincia de Alberta.

– Sigo sin entenderte…

– 1011 403 555 2211 -recitó Palestrina de memoria-. ¿No reconoces el número?

– ¿Debería reconocerlo?

Marsciano sintió que el coche se inclinaba al torcer por Via Princina. Ante él apareció la imagen familiar de Villa Borghese. De repente, el Mercedes aceleró en dirección al Tíber; pronto estarían en Lungotevere Mellini, cerca del Vaticano. A poca distancia de allí, en Via Carissimi, se encontraba el apartamento de Marsciano, pero él sabía que nunca volvería a verlo.

– Es el número del hotel Banff Springs. El sábado doce por la mañana recibieron dos llamadas, y una tercera, esa misma tarde, desde el teléfono móvil del padre Bardoni, su secretario, el hombre que ha sustituido al cura.

Marsciano se encogió de hombros.

– Se hacen muchas llamadas desde mi despacho, incluso los sábados. El padre Bardoni trabaja hasta tarde, al igual que yo y que otras personas…, no llevo un control de todas las llamadas.

– Me aseguraste ante Jacob Farel que el cura había muerto.

– Y es verdad. -Marsciano levantó la vista y miró a Palestrina a los ojos.

– Entonces, ¿a quién llevaron a Bellagio, a Villa Lorenzi, hace dos días, el domingo 12?

Marsciano sonrió.

– Veo que has estado atento a la televisión.

– Las llamadas al Banff se realizaron el sábado, y el cura fue trasladado a Villa Lorenzi el domingo -precisó Palestrina inclinándose hacia Nicola Marsciano-. Villa Lorenzi es propiedad del escritor Eros Barbu, que está de vacaciones en el Banff Springs.

– Si lo que me pregunta Su Eminencia es si conozco a Eros Barbu, es cierto, somos amigos de la Toscana.

Palestrina observó por un instante más a Marsciano y, después, se reclinó en su asiento:

– Entonces te entristecerá saber que Eros Barbu se ha suicidado.

NOVENTA Y TRES

Lago de Como, 16.30 h

Dando tumbos y derrapando, Harry condujo la camioneta hasta el lugar donde esperaba encontrar a Elena y a Danny. Habían pasado dos horas desde que saliera del lago en busca de la camioneta, y la luz del atardecer confería un aspecto distinto al terreno.

El trayecto no sólo era lento y difícil, sino también peligroso: los frenos y neumáticos estaban gastados y dificultaban la conducción; la camioneta patinaba y daba botes por un camino impracticable. Casi todas las curvas eran cerradas y, al tomarlas, temía volcar y despeñarse por el precipicio que había a un lado, o caer en el lago, varios metros más abajo, por el otro.

En un punto del camino divisó al norte la flotilla: unos treinta o cuarenta barcos anclados o navegando despacio de un lado a otro y tres patrulleras que no les permitían acercarse a la costa. Harry comprendió que la policía había descubierto la gruta. Entonces, cuando empezó a descender por una de las curvas, vislumbró un helicóptero que empezó a sobrevolar el acantilado en el que había estado hacía menos de veinte minutos.

De pronto, Harry perdió el control de la camioneta, que empezó a derrapar por la grava; pisó el freno a fondo e hizo girar el volante hacia la carretera, pero el automóvil siguió patinando y acercándose al borde del precipicio; detrás de éste no había más que aire y, abajo, agua. En ese preciso instante, una de las ruedas delanteras se atascó en un bache, y Harry perdió el control.

Como si el vehículo se hubiera montado sobre un raíl, dio media vuelta y avanzó hacia el camino.

Durante los cinco minutos siguientes Harry intentó dominar la camioneta mientras se acercaba al lago por un camino que finalizaba de súbito en unos matorrales delante de la orilla.

Aparcó en una colina, detrás de una hilera de árboles y, tras comprobar que la camioneta no era visible desde el lago, abandonó el vehículo. Caminó a lo largo de la orilla y apartó los arbustos que se encontraban a la entrada de la cueva. A lo lejos oía el zumbido del helicóptero y rezó por que permaneciera lejos.

NOVENTA Y CUATRO

La gruta a la misma hora

Roscani miraba la lancha desde el embarcadero. En el interior yacían los cuerpos sin vida de un hombre y una mujer. Ésta había tenido la suerte de que el asesino no utilizara la cuchilla con ella como hizo con su acompañante o con Edward Mooi, cuyo cuerpo habían encontrado casi decapitado flotando en el lago.

Edward Mooi.

– ¡Mierda! -dijo en voz alta-. ¡Mierda!

Debió haber adivinado que Mooi ocultaba al cura, debió haber regresado a la casa a presionarlo en el momento en que encontró los motores calientes de la lancha, pero no lo hizo porque lo habían llamado para informarle del hallazgo de los cadáveres del lago.

Roscani dio media vuelta y caminó por el pasillo central de la gruta, pasando por delante de los bancos de piedra hasta llegar a la habitación del fondo, en la que el cura había permanecido oculto, y donde en ese momento Scala y Castelleti contemplaban el cadáver de un carabiniere, una víctima más del hombre del punzón para hielo, de quien sólo sabían que era rubio y presentaba unos arañazos en la mejilla.

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