Kind se acercó al espejo y se aplicó rímel y sombra de ojos. Satisfecho, dio un paso atrás y se contempló de cuerpo entero. Llevaba zapatos de tacón alto, pantalones beige y una blusa blanca debajo de una americana azul. Los pendientes de oro y el collar de perlas le daban el toque final. Cerró la maleta, se miró de nuevo en el espejo y se puso una pamela antes de echar sobre la cama las llaves de la habitación y marcharse.
Thomas José Álvarez-Ríos Kind, de Quito, Ecuador, alias Frederick Voor, de Ámsterdam, se había transformado en Julia Louise Phelps, agente inmobiliaria de San Francisco, California.
Harry contuvo la respiración mientras los carabinieri dejaban pasar el Fiat blanco en dirección a Bellagio y se dirigían al siguiente coche de la cola, al que hicieron avanzar hasta las luces de control. Al otro lado, otros dos carabinieri se encargaban de los vehículos que abandonaban la ciudad mientras que otros cuatro permanecían junto a un coche blindado aparcado en el arcén.
Cuando Harry divisó las luces, adivinó lo que significaban antes de que se detuviera el tráfico. Era consciente de la suerte que habían tenido la primera vez, cuando Elena y él iban solos en dirección contraria; en esta ocasión eran tres, y contuvo la respiración, esperando lo peor.
– Señor Addison… -Elena miraba al frente.
Harry se percató de que el coche de delante había avanzado y de que ya se encontraban a la altura del puesto de control. Un carabiniere armado les indicó con la mano que se aproximaran. A Harry le dio un vuelco el corazón y sintió sudor en las palmas de las manos; el policía volvió a hacerles una seña para que se acercaran.
Respirando hondo, Harry soltó el pie del embrague y avanzó hasta que el agente le ordenó que se detuviera. Dos carabinieri se acercaron con potentes linternas.
– ¡Joder! -Harry expulsó todo el aire de golpe.
– ¿Qué sucede? -preguntó Elena.
– Es el mismo tipo.
El carabiniere también reconoció a Harry. ¿Cómo iba a olvidar la vieja camioneta y al cura que por poco lo había atropellado esa mañana?
– Buona sera -saludó el carabiniere.
– Buona sera -respondió Harry.
El carabiniere iluminó el interior del vehículo con la linterna. Danny seguía durmiendo, apoyado en Elena, todavía con la chaqueta negra de Harry.
El segundo carabiniere se encontraba al lado de Elena y le ordenó que bajara la ventanilla, pero ella no hizo caso y se dirigió al otro policía.
– Íbamos a un funeral, ¿se acuerda? -preguntó en italiano.
– Sí.
– Ahora vamos de regreso. El padre Dolgetta -dijo señalando a Danny, en voz baja para no despertarlo- vino de Milán para oficiar la misa. No debería haberlo hecho, ya ve lo delgado que está. A pesar de estar enfermo, no quería desatender sus obligaciones. Pero ha sufrido una recaída y queremos meterle en cama lo más pronto posible, antes de que se ponga peor.
Por unos instantes, el carabiniere los miró en silencio, iluminando con la linterna primero a Harry y luego a Danny.
– ¿Qué quiere que hagamos? ¿Bajar del coche? ¿Quiere que lo despierte y le obligue a salir? -inquirió Elena enfadada-. ¿Por qué les cuesta tanto dejarnos pasar si ya nos conocen?
Los coches de atrás empezaron a dar bocinazos. Los conductores estaban hartos de esperar y la cola era cada vez más larga. Al fin, el carabiniere apagó la linterna y los dejó pasar.
Roscani arrancó un trozo de chocolate de la tableta y cerró el expediente de la Interpol.
Sección uno: cincuenta y nueve páginas, en las que se enumeraba a veintisiete hombres y nueve mujeres terroristas con actividades en Europa. Sección dos: veintiocho páginas con una lista de catorce asesinos presuntamente afincados en Europa, todos hombres.
Cualquiera de ellos podía haber puesto la bomba en el autocar de Asís, y a cualquiera de ellos podían pertenecer los restos carbonizados que se identificaron de modo erróneo como los del padre Daniel, la persona que llevaba la pistola Llama. Pero en opinión de Roscani, todos carecían del instinto ingenioso, erótico y sádico del rubio asesino del punzón y la cuchilla.
Frustrado y maldiciendo el día que se le ocurrió dejar de fumar, abrió la puerta de su pequeño santuario y entró en el gran salón de baile de Villa Lorenzi. Mientras observaba el tumulto alrededor de él, decidió que se había equivocado: aunque el Gruppo Cardinale era un ejército muy grande, llamaba demasiado la atención y cometía errores, Roscani se alegró de que, en vista de la situación, estuvieran allí. No le habría gustado jugar solo a ese juego ni realizar la investigación por su cuenta, como habría hecho su padre, como si ellos fueran los únicos capaces de encontrar la solución; se necesitaba a mucha gente, miles de ojos abiertos y alerta que rastrearan cada centímetro de la zona, pues ése era el único modo de estrechar el cerco e impedir que la presa huyera de nuevo.
Bellagio, iglesia de Santa Chiara, 22.15 h
Harry esperó a Elena en la camioneta con Danny; hacía más de media hora que se había ido, y él se sentía muy intranquilo.
Al otro lado de la calle un grupo de adolescentes pasó riendo y bromeando entre sí; uno de ellos tocaba la guitarra. Unos segundos antes, un hombre mayor había pasado por el mismo lugar con dos perros pequeños. El sonido de los adolescentes se apagó, y volvió a reinar el silencio.
Harry miró a Danny, que seguía durmiendo en el asiento contiguo con las piernas dobladas en posición fetal. Ofrecía un aspecto inocente, como el de un niño. Harry deseaba tocarlo y asegurarle que todo saldría bien.
Dirigió la vista a la iglesia situada sobre la colina. Tenía la esperanza de ver a Elena descender por el camino, pero no había más que una calle vacía con coches aparcados a ambos lados. De pronto le sobrevino una sensación procedente de lo más profundo de su ser; Harry acababa de descubrir qué hacía allí, era una deuda, un veredicto, un designio del karma.
Estaba cumpliendo la promesa que hizo a Danny años atrás, antes de entrar en la universidad. En esa época, su hermano atravesaba una etapa de rebeldía y tenía problemas constantes en casa, en el colegio y con la policía. Harry estaba a punto de empezar el curso en Harvard y, maleta en mano, buscaba a Danny para despedirse. En ese instante entró su hermano por la puerta con la cara sucia, el pelo alborotado y los nudillos despellejados por una pelea. Miró primero la maleta y luego a Harry, y pasó de largo sin decir nada. Harry lo sujetó del brazo con fuerza y le obligó a volverse.
– Tú acaba el instituto, ¿de acuerdo? Después vendré a buscarte y te sacaré de aquí, te lo prometo.
Más que una promesa, se trataba de una extensión del pacto que habían sellado años atrás.
Cuando murieron su hermana y su padre, y su madre se casó demasiado pronto con el hombre equivocado, habían jurado ayudarse mutuamente a abandonar esa vida, esa familia y esa ciudad para siempre. Era un juramento entre hermanos.
Pero por muchas razones no había cumplido su palabra. A pesar de que nunca habían hablado de ello -y pese a que las circunstancias habían cambiado y Danny se había alistado en los marines al finalizar el instituto-, Harry sabía que su distanciamiento se debía a que jamás había regresado a buscarlo. Sin embargo, por fin había regresado por él y estaba cumpliendo su promesa.
22.25 h
Miró de nuevo la colina.
La calle seguía oscura y vacía, al igual que las aceras que la bordeaban. Ni rastro de Elena.
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