Julia volvió a seguirlos, ahora a pie.
Más o menos a unos diez metros de la camioneta, Lenox se puso la pala bajo el brazo y extrajo una linterna de su bolsillo. Con ella iluminó la montaña. Por allí no había senda alguna.
Julia empezó a arañarse por todas partes, a cruzar por en medio de hilos invisibles que la hicieron estremecer, sin poder acercarse más a Lenox, pero más y más perdida, con solo el resplandor de la linterna que oscilaba por delante.
Hasta que su perseguido volvió a detenerse.
Entonces le oyó hablar.
– Tranquilo, chico, que esto ya se acaba.
Julia temía hacer ruido, partir una rama a su paso, tropezar y caer. Tuvo cuidado, o suerte, o todo a la vez. Cuando llegó a la escena, se le encogió el corazón. La linterna estaba sujeta entre las dos ramas de un árbol, apuntando al lugar en que se encontraban ellos dos. Gil se movía, con los ojos desorbitados, pataleando sin fortuna, y Lenox le observaba desde arriba. Julia casi gritó al verle vivo.
– ¿Quieres que te mate como a la estúpida aquella, o a ti te entierro vivo, por gilipollas? -dijo Lenox.
La pala.
La pala estaba detrás del matón.
Cuando la cogiera y empezase a cavar, Gil estaría perdido. Y ella.
Nunca lograría hacerle nada, salvo que…
La pala. Su única oportunidad.
Lenox seguía disfrutando con su papel.
– Podrías cavar tú, ¿qué te parece? ¿Sí? Oh, crees que así tendrías una oportunidad, ¿verdad? Lo malo es que yo tengo algo más que tú no tienes, chaval. Tengo una pistola, de esas que hacen «¡pum!». ¿Qué dices?
Julia salió de entre los árboles.
En su mente se desataba una tormenta. Parecía imposible que Lenox no la oyera decirse a sí misma: «No te vuelvas», «Por favor, que no tropiece», «Por favor, que no haya ninguna rama», «Quieto», «Gil, no mires, no hagas nada, ni un gesto»…
Todas aquellas voces. Cinco metros, cuatro, tres…
Lenox le dio unos cachetes a Gil.
– Tenía que haberla enterrado, como a ti, pero ya ves. Tranquilo, te voy a traer a Úrsula para que te haga compañía. Y créeme que lo siento. Es todo un carácter, demasiado para un idiota como tú, chico. Claro que estaréis tan muertos que poco vais a poder hacer.
Dos metros, uno.
Lenox alargó la mano hacia la pala, sin mirar. Gil se agitó un poco más.
Esa fue la clave.
Lenox dejó de buscar la pala. Julia ya estaba casi encima. Se agachó para cogerla.
Cuando sus dedos la asieron, Lenox volvió la cabeza.
Pudo haberse quedado paralizada, llorar, desmayarse, echar a correr. Pero Gil estaba allí, en el suelo, mirándoles a ambos, alucinado y sorprendido, con los ojos fuera de las órbitas.
Y Julia sabía que todo dependía de ella.
Giró la pala, puso todas sus fuerzas en el gesto y la abatió sobre la cara del desconcertado Lenox.
Se escuchó un sonoro «¡clang!» en la noche cuando el hierro impactó contra los huesos. También un gemido ahogado y, en menor medida, un crujido proveniente de esos mismos huesos. Lenox cayó de lado, como un fardo.
Y ya no se movió.
Julia, temblando, todavía con la pala entre las manos, dispuesta a asestar otro golpe, o los que hicieran falta, miró primero al caído, y después a su compañero.
– Gil… -vaciló.
Lenox ya no volvería a ser guapo.
– ¡Mmm…! -se agitó Gil.
Se abalanzó sobre él, y primero le liberó la boca.
– ¡Julia! -fue lo primero que gritó.
– ¡Por Dios, me has dejado sorda! ¡Estoy aquí! -se dio cuenta de su aspecto tumefacto y abrió los ojos-. ¿Qué te han hecho?
– ¡Estoy bien! ¡Desátame, rápido…! Pero ¿cómo…?
– Os he seguido.
– ¿Estás loca?
– ¿Qué querías que hiciera, dejar que te matase?
Con las manos libres, el propio Gil se quitó la cinta adhesiva de los pies. Era hora de salir corriendo.
– ¡Tengo la moto aquí cerca!
– ¡Espera! -la detuvo el muchacho.
– ¡Ni hablar, vamos! -tiró de él.
No podían atar a Lenox. No tenían nada. De cualquier forma, el musculitos parecía tener un sueño bastante profundo. Julia cogió la linterna y abrió la marcha. Las luces de la camioneta guiaron el camino de regreso. No se detuvieron hasta llegar a ella. Gil fue a la parte de atrás y salió con una caja de herramientas. Encontró un destornillador.
– ¿Qué… haces? -balbuceó Julia, que estaba despertando poco a poco de su propio miedo.
– Por si las moscas.
Perforó las cuatro ruedas.
Luego volvieron a correr, hacia la moto. No se pusieron los cascos. Julia arrancó y recorrió el camino de tierra hasta la carretera. Se detuvo al llegar a ella y entonces sí, se abrazaron, él temblando y ella llorando. Hasta que Gil consiguió hablar.
– Es una red de prostitución infantil -dijo-. Secuestran a chicas que están solas, sin familia y cuya desaparición nadie va a denunciar. Se llevaron a Patri, y Marta sospechó algo con su desaparición, por Úrsula tal vez, que debía de conocer ya a Lenox, o… vete tú a saber. Su propia madre había trabajado en el Aurora, así que de alguna forma pudo enterarse de algo, o hablarle ella de cómo funcionaban allí las cosas. Lo cierto es que investigó y acertó. Quiso salvar a su amiga, solo eso. Llamó a Salvador Ponsá, porque solo podía confiar en él. No lo encontró, quiso hacerlo sola, o no tuvo más remedio porque quizá fueran a llevarse a Patri. La pillaron y la mataron.
– Oh, Gil…
– Julia -la sujetó por los brazos-. ¡También van a matar a Patri, y a otras chicas! ¡Todas las que son menores de edad! ¡Vi un mapa, tienen una red por toda la costa! ¡Hay que hacer algo! ¡Se sienten amenazados!
Julia le miró un segundo, dos. Gil tenía una ceja partida, sangre seca por toda la cara, el ojo ya medio cerrado, el labio roto y una mejilla roja que pronto sería violácea. Fue el despertar final. Levantó el sillín de la moto, cogió su bolso, su móvil, y marcó el número.
Al otro lado, una voz somnolienta protestó:
– ¿Sí?
– ¡Padrino! -se puso a gritar, y a llorar, y a…-. ¡Padrino, ven, pronto, por favor…! ¡Ven!
El nicho no tenía nombre.
No era más que una losa de piedra manchada, medio gris, medio negra, todavía con los restos de cemento en sus cuatro lados. El cemento puesto hacía apenas unos días.
Pero al otro lado estaba ella: Marta Jiménez Campos.
No hacía falta más.
Había gente en el cementerio, más de la que esperaban tratándose de un Jueves Santo, primer día de vacaciones de Pascua para miles de personas que no podían haber salido antes de la gran ciudad. Sin embargo, ellos estaban solos en aquella calle.
Gil puso los periódicos en el borde del nicho, en un espacio de unos diez centímetros de ancho en el que quedaron más o menos quietos, aunque alguna hoja era agitada por la suave brisa que jugaba entre las paredes donde vivían el sueño eterno sus moradores. Los titulares eran visibles todavía en sus conciencias.
«Desarticulada red de prostitución infantil», «El grupo secuestraba adolescentes solas, sin familia, a menudo con problemas, para obligarlas a todo», «El asesinato de una menor, clave en la trama», «Dos estudiantes de periodismo destapan uno de los mayores escándalos de prostitución en España», «Heroína infantil muerta por salvar a una amiga», «Catorce menores rescatadas en toda España», «Red de clubes de alterne clausurada por la policía»…
– ¿Cómo es posible algo así? -musitó Julia.
– La pregunta es: ¿cómo puede alguien pagar por una niña?
Ella se estremeció.
Se habían pasado todo el día anterior declarando, contando su historia, identificando a Froilán Palacios, a Lenox, o lo que quedaba de él y su cara, a Patri, a Úrsula… Su padrino no se movió de su lado, pero el que llevó todo el peso de la operación fue el inspector encargado del caso, Germán Rocamora. Se lo dijo él mismo:
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