Jordi Sierra i Fabra - Sin tiempo para soñar

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¿Qué se esconde detrás de una noticia cualquiera de un periódico? Es lo que tratan de averiguar Julia y Gil, dos estudiantes de periodismo en un trabajo a simple vista rutinario. La noticia es la del asesinato de Marta, una adolescente cargada de antecedentes penales. Pero la investigación les llevará a descubrir mucho más: su vida, sus sueños… ¿Por qué murió Marta? ¿Cuál es la verdad? ¿Quién la asesinó? Esta novela es el retrato generacional de una adolescencia marcada que lucha por salir de la desesperanza.

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Julia fue la última en levantarse. Buscaba preguntas que hacer, interrogantes donde solo había dudas. Se rindió al comprender que era inútil.

El resto fue rápido. Apretones de manos, el regreso hasta la puerta y el aterrizaje en la calle, en plena realidad, enfrentados a sí mismos.

– Estas últimas dos horas han sido… -Julia se dejó arrastrar por la tensión.

– Antes no me has dicho qué opinabas de David.

– ¿Qué quieres que te diga? Marta fue a encontrar al chico perfecto un mes antes de su muerte. Parece una broma pesada.

– ¿Y de esos? -Gil señaló el edificio del que habían salido.

– Marta buscaba una oportunidad.

– Se la acababan de dar.

– El cabrón hijo de puta que la mató… -Julia apretó los puños.

– Quería tiempo para soñar -suspiró él.

Volvían a estar al lado de la moto, aún más desconcertados.

– Estaba limpia -Julia miró a su compañero con los ojos vidriosos-. Justo ahora estaba limpia, no tenía nada, ninguna carga del pasado. Iba a estudiar, tenía a David… ¿Te das cuenta de que su muerte carece de sentido?

– Porque nos falta algo.

– ¿Qué puede faltarnos?

– Tal vez no la dejaran salirse.

– ¿Salirse de qué, de dónde? Estaba preocupada por Patri, eso fue lo último que le dijo a David.

– Y que sabía dónde estaba.

– ¿Sabes qué pienso? -Julia se estremeció-. Creo que Marta era otra señorita ONG.

– No te entiendo.

– Tú me dijiste que me hiciera de una, que no estudiara periodismo, y mi madre, que fundara otra.

Gil hizo algo que ella agradeció, sobre todo por lo inesperado. De la misma forma que Julia había abrazado a David cuando el chico se echó a llorar al enterarse de la muerte de Marta, levantó los brazos, la atrapó, la atrajo hacia sí y la estrechó con tierna consistencia. La muchacha se convirtió en un tallo flexible, maleable, pura gelatina amparada por el cuerpo de su amigo.

Los dos, bajo el súbito silencio que los envolvió de pronto, pudieron escuchar los latidos del corazón que aplastaban.

No se movieron.

Continuaron abrazados un tiempo que jamás fue eterno, porque a los dos se les antojó de lo más efímero al separarse, pero que los alimentó y nutrió más que ninguna otra cosa en sus actuales circunstancias.

Había un amor puro y sencillo en la mirada de Gil.

Y Julia lo devoró con la suya.

– Anda, vamos a buscar a Úrsula. Es la clave de todo este marrón -logró reaccionar él primero.

Capítulo 7

Llevaban ya dos horas apostados en las cercanías del bar Bartolo, preguntándose una vez más si no estarían perdiendo miserablemente el tiempo por tratar de hablar con Úrsula, o mejor dicho, por intentar que Úrsula hablara con ellos. Dos horas de repasar lo que tenían, de comentar una y otra vez los indicios, de analizar los aristados vértices del caso y deslizarse por las inquietantes vertientes de esas aristas. Habían devuelto la correspondencia al buzón de la señora Carmela, pero seguían con las tres fotografías y el cuaderno que, de vez en cuando, Julia abría y leía. Como en aquella ocasión.

Su voz atravesó muy despacio el breve aire que les separaba:

Tengo cientos de palabras.

Tengo mil sueños.

Tengo ganas de empezar.

Tengo prisa por ganar.

Tengo furias que me llenan.

Tengo kilos de amor.

Tengo una lágrima.

Tengo tanto por dar.

Tengo 99 años.

Guardó el cuaderno y quedó a merced de la mirada de Gil.

Desnuda.

– Benigno Massagué tenía razón -dijo.

– Nada es lo que parece.

– Y detrás de cada noticia hay un mundo. Ella no es más que la puerta que nos conduce a él.

– Pero ¿cómo íbamos a esperar encontrar todo esto? -Gil soltó un leve bufido.

– ¿Cuánta gente debe de morir dejando una huella errónea a su alrededor?

– Mucha -Gil le sonrió con dulzura-. ¿Te sientes una heroína por haber descubierto quién era la verdadera Marta?

– No -hizo un mohín amargo con el rostro-, pero me alegro de saber lo que sé. No vamos a desperdiciarlo.

– Massagué estará orgulloso.

– Tenemos mucho que discutir con él -asintió Julia.

Gil deslizó una mano al encuentro de la suya. Primero jugueteó con sus dedos, sus uñas, las yemas, los nudillos. La muchacha no la retiró. Las de su compañero eran suaves. Cuando él iba a retirarla de nuevo, ella se la retuvo; con las dos.

– ¿Crees que se sentía como si tuviera noventa y nueve años, como dice ese poema? -le preguntó.

– Conozco gente de veinte que es como si tuviera setenta, y gente de setenta que está como si tuviera veinte. Supongo que en cierto modo sí, aunque no es más que un poema hecho en un momento determinado y bajo unas circunstancias concretas. Yo me quedo más con esas otras expresiones, lo de las ganas de empezar, lo de la prisa por ganar, lo de la furia y lo de los kilos de amor. Ahora sé que Marta tenía un corazón así de grande.

– Dios mío -desgranó Julia-, nuestro primer trabajo casi en serio y nos ha dado…

– Nunca seremos buenos periodistas.

– Yo creo que sí.

Continuaba con la mano de Gil entre las suyas.

Ya había oscurecido. El día anterior, Úrsula sacó mucho antes la basura.

– Tengo que llamar a mis padres. Finalmente se marchaban esta tarde.

Le soltó la mano y cogió su bolso. Con el móvil en la mano, marcó el número del de su madre. La conversación fue trivial. Ellos ya estaban de camino y Julia le comentó que cenaría fuera, con Gil.

Se estaban despidiendo cuando Úrsula salió del bar, cargando dos enormes bolsas de basura y vestida totalmente de negro, como siempre, pero tan arreglada como la noche anterior. Gil tocó a su compañera con discreción para que acelerara el final de su charla. Julia lo hizo.

Desconectó el móvil antes de guardarlo.

– Allá vamos -musitó.

La amante del estilo siniestro dejó las dos bolsas de basura al pie del contenedor, sin meterlas dentro esta vez, y luego caminó por la calle siguiendo la misma dirección que la noche pasada. Gil y Julia la siguieron a una distancia prudencial de unos treinta metros, con los cascos colgados de sus brazos porque no se fiaban de dejarlos en la moto, aunque estuvieran atados con la cadena. La persecución les alejó del barrio, fuera de aquel pequeño universo donde la vida tenía otra dimensión.

Úrsula caminaba a buen ritmo, sin prisas, pero también sin que pudiera considerarse que estuviera dando un paseo. Iba a alguna parte. Cruzó calles, atravesó calzadas, pasó por lugares desérticos, por lugares animados y, a los* diecisiete minutos de iniciada la marcha, la vieron meterse en un bar muy distinto al de su familia. Un bar moderno, de diseño. Llegaron hasta los ventanales sin atreverse a entrar y la vieron en la barra, hablando con dos chicas y un chico. Durante los veinte minutos siguientes no hubo cambios; mientras charlaba se tomó dos cervezas, y no precisamente sin alcohol.

Salió del bar con una de las chicas y la marcha se reanudó, aunque ahora ya no fue muy larga. Apenas tres minutos después entraron en lo que parecía ser una discoteca juvenil, de tarde-noche. Dos docenas de chicos y chicas, entre los catorce y los dieciocho años, pululaban por sus inmediaciones.

– ¿Y ahora?

– Entramos -dijo Julia.

Esperaron un par de minutos y caminaron hacia la puerta con mucha precaución. Pagaron la entrada, recogieron su vale para la consumición y dejaron los cascos en el guardarropa. Una vez dentro, resistieron el primer envite de la música a todo volumen y buscaron a Úrsula de forma discreta, sin hacerse notar, desde el tercer nivel del que constaba el espacio. Fue Gil el que la localizó en la barra, sola, pidiendo su primera bebida.

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