Como si pudiera lanzarse una bomba atómica rodeada de flores.
– Marta ha muerto, David.
Se quedó muy quieto. Lo único que se movió en él fueron las pupilas, inundadas a una velocidad abismal. Una súbita marea que las desbordó. Cuando cayeron las dos primeras lágrimas, saltando hacia abajo en un torrente que laceró sus mejillas, se hundió sobre sí mismo. Julia lo estaba esperando, así que le abrazó. Fue un gesto instintivo.
Y David, igual que un androide sin resistencia, se fundió con ella.
La escena se congeló unos segundos, quizá un minuto.
– Dios mío -gimió el chico.
El mundo se movía a su alrededor, el tráfico era una locura, la gente entraba y salía del metro convertido en un hormiguero, prisas, carreras, olores, sensaciones. Y en su isla, la otra realidad.
Estaba abrazando y consolando a una persona a la que acababa de conocer.
– Ayúdanos, David -le pidió Julia.
– ¿A… qué?
– Dinos lo que sepas.
David se separó de ella. Se pasó la mano por los ojos. Su cara expresaba ahora el desconcierto y el dolor que le estaban destrozando por dentro.
– ¿Yo?
– ¿La querías?
– Sí, desde que nos conocimos…
– ¿Cuándo fue eso?
– No… hace mucho -llegó a sonreír con su primera evocación-. Mañana hubiera hecho… un mes.
– ¿Cómo fue?
– El día de la tromba de agua -se sumió en ese recuerdo y bajó los ojos-. Yo estaba cobijado en un portal cuando llegó ella, empapada y calada hasta los huesos. Nos pusimos a hablar y luego…, estornudó y le ofrecí mi chaqueta, para que se tapara. Estábamos aquí cerca, así que, al parar de llover, le sugerí que subiera a mi casa a secarse. Después…, bueno, quedamos en vernos aquel sábado y…
– ¿En este mes habéis hablado mucho?
– Si os referís a si me contó su historia, sí, lo hizo. Sé que apuñaló a aquel hombre, que tomó drogas después de que la violaran y que estuvo detenida por robo. Lo sé todo -volvió a levantar sus ojos con orgullo.
– Así que confió en ti.
– Sí.
– ¿Te contó por qué cometió esos robos?
– Salía con uno que la obligó. Un hijo de… -crispó los puños-. Marta es la persona más dulce, cariñosa y romántica que he conocido. Se vuelca siempre en lo que hace. Creo que tiene tanta necesidad de ser amada como de amar. Es un volcán en constante erupción, y tan llena de vida…
Hablaba de ella en presente. Todavía. La palabra «vida» le hizo darse de bruces con la muerte. La idea ya era una realidad, pero ahora tenía que aceptarla, y eso no era fácil. Penetraba en su mente igual que un taladro, causando mucho dolor.
– ¿Llegasteis a acostaros?
– ¡No!
Julia comprendió que era una pregunta estúpida. Y que él, incluso por aquella vehemencia, podía haber mentido. La idea de que estuviese embarazada o algo así se esfumó tan rápido como acababa de surgirle en la mente. Dejó que Gil continuara el interrogatorio mientras pudieran.
– ¿La notaste extraña los últimos días?
– Estaba muy feliz, ilusionada, contenta… Decía que su vida iba a cambiar.
– ¿Por qué?
– No lo sé. No quiso decírmelo. Era un misterio. Supuse que jugaba conmigo, pero no; la verdad es que nunca quería soñar despierta, sino basarse en realidades. Desde luego, estaba esperando algo. Y algo maravilloso.
– ¿Tú qué pensabas?
– Yo no pensaba nada. Era una chica sencilla, risueña, tan guapa… Siempre estaba riendo -ahora sí hablaba en pasado, y fue consciente de ello-. Ni siquiera me habéis dicho cómo… ha…
Volvió a llorar.
Y ni Julia ni Gil pudieron decirle la verdad.
– La policía lo está investigando -quiso ser evasivo él.
– ¿La policía?
– Aún es un misterio. La encontraron… muerta, ¿comprendes?
No, no lo comprendía. Era imposible. Se preguntaron cuánto lograrían sostenerle mínimamente consciente.
– No… es… justo… -gimió más y más destrozado.
– David, por favor. Solo unas preguntas más.
Lloraba erguido, sin volver a derrumbarse y sin que Julia le tendiera sus brazos. Ahora, algo les separaba. Los mensajeros siempre eran decapitados cuando traían malas noticias. Y ellos acababan de hundirle la vida.
– ¿Qué queréis que… os diga?
– ¿Te habló de una fundación llamada ASH, Ayuda Social Humanitaria?
– No.
– ¿Y de sus amigas?
Intentó regresar de su más allá del dolor.
– Patri… y Úrsula…
– ¿Qué decía de ellas?
– De Úrsula… -frunció el ceño, aturdido-. De Úrsula, que cuando me la presentase… alucinaría. No quería contarme más. De Patri decía que… que tenía mala suerte y que… lo sentía… por ella. La última semana estaba preocupada porque… -se llevó una mano a la sien-. Me comentó que… Sí, que había desaparecido, que llevaba días sin saber… nada de ella. Y luego…
– Luego, ¿qué?
– La última noche que hablamos… por teléfono… me dijo que ya sabía dónde estaba.
– ¿Nada más?
– No.
– ¿Te pareció distinta?
– No lo sé… Bueno, sí…, algo extraña.
– ¿Seguía preocupada?
– Sí, pero no quiso…
Ya no pudo más. Le habían mantenido en pie casi a la fuerza. Ahora se les deshizo, se hundió en sí mismo de forma más que irremisible. Quedó sepultado por aquel horror tenebroso, aplastado por toneladas y toneladas de escombros llamados incomprensión, vértigo, miedo, soledad…
Julia recordó una frase de otro de sus profesores, Aniceto Monterde, el más viejo de todos los que les daban clases. Un auténtico cerebro, lleno de reflexión y saber. Les dijo: «Vosotros, los jóvenes, no sabéis lo que significa la muerte. No tenéis ni idea».
Lo estaban comprobando. David se había enamorado de Marta justo un mes antes de la tragedia. Pero nunca la olvidaría. Quedaría como un icono, un mito de su adolescencia, eternamente joven y hermosa. Una Marilyn Monroe o un James Dean incorruptos en la memoria universal.
– Lo sentimos, David -Julia le puso la mano en la rodilla.
– Dejadme, por favor.
– ¿No quieres que…?
– ¡No!
La impotencia les crispó, pero no pudieron hacer otra cosa. Se levantaron y se apartaron del banco, dejándole solo. Más solo de lo que nadie pudiera imaginar jamás, ni él mismo. Quien hubiese asesinado a Marta, también había asesinado una parte suya.
A los diez pasos, volvieron la cabeza.
David lloraba doblado sobre sí mismo mientras el mundo, inalterable, danzaba a su alrededor.
No estaban del mejor de los humores, ni se sentían con el mejor de los ánimos, pero comprendieron que detenerse era como ceder al mismo impulso que acababa de destrozar a David, y recrearse en un dolor que, no por ajeno, les resultaba ya menos impactante. En cuarenta y ocho horas, Marta y su mundo habían pasado a formar parte de ellos. Eso ya no podía cambiarse.
Necesitaban seguir.
Y allí estaban, en la puerta de una misteriosa organización llamada Fundación ASH, por delante de la cual Julia había pasado decenas de veces, yendo y viniendo por Barcelona, sin haber reparado jamás en su existencia.
Preguntaron por la persona responsable de las solicitudes de becas o de la junta que las concedía. La mujer que les abrió la puerta les observó sin alterársele el rostro y les preguntó si era para solicitar una beca, una ayuda o si era por cualquier otra causa. Entonces se identificaron como periodistas. De tanto repetirlo empezaban a creérselo. Y le aclararon que investigaban un caso policial.
Eso hizo que, cuando menos, la recepcionista arqueara una circunspecta ceja. Solo una. Debía de estar curada de espantos. Su aspecto difería del de las recepcionistas-escaparate de la empresa en la que prestaba sus servicios José María Ponce. Se trataba de una mujer de unos cincuenta años, rostro grave y talante muy profesional y entregado. Estaba acorde con la fundación para la que trabajaba, puesto que toda ella, la entrada, la recepción, los muebles, los cuadros, las paredes forradas de noble madera y los restantes objetos decorativos, destilaban un añejo regusto, un sabor pretérito, casi arcaico, aunque no exento de calor y paz.
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