Jordi Sierra i Fabra - Sin tiempo para soñar

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¿Qué se esconde detrás de una noticia cualquiera de un periódico? Es lo que tratan de averiguar Julia y Gil, dos estudiantes de periodismo en un trabajo a simple vista rutinario. La noticia es la del asesinato de Marta, una adolescente cargada de antecedentes penales. Pero la investigación les llevará a descubrir mucho más: su vida, sus sueños… ¿Por qué murió Marta? ¿Cuál es la verdad? ¿Quién la asesinó? Esta novela es el retrato generacional de una adolescencia marcada que lucha por salir de la desesperanza.

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– Es mi padrino -anunció. Abrió la línea y gritó-: ¡Hola, superpoli!

– A ver, ¿qué es eso tan urgente que no puede esperar? -le endilgó la voz de Pablo Barrios.

– ¿Puedes preguntar si están en algún centro de acogida, en menores, en un orfanato, correccional o lo que sea, unas chicas en concreto?

– Puedo, si me dices para qué.

– Tienen que ver con Marta Jiménez Campos.

– Lo sabía -el suspiro al otro lado del aparato sonó largo y cargado-. ¿Qué estás haciendo, Julia?

– ¿Yo? Nada. Preguntar aquí y allá, por lo del trabajo.

– ¿Dónde estás preguntando, en el barrio de la chica?

– Pues…

– ¿Crees que si quien la mató os ve u oye hablar de vosotros, y tiene miedo o se siente acorralado, va a quedarse tal cual?

– Venga, padrino.

– No, Julia: venga tú. ¿Te has vuelto loca?

– ¿Finjo quedarme sin batería, o sin cobertura, y cuelgo? ¿O te digo los nombres? -se mordió el labio inferior y cerró los ojos, asustada por su descaro.

– ¡Igual que tu madre, por Dios! -se enfadó su padrino-. ¿Qué nombres son?

– Analía García, aunque la llaman Neli; Carolina Santaclara y Petra González, aunque la llaman Patri.

– ¿Y qué les pasa a esas chicas?

– Han desaparecido.

– ¿Las tres?

– Es lo que intento averiguar. La última era amiga de Marta y nadie la ha visto desde hace poco más o menos un mes. Otra amiga de Marta, Úrsula, cuyo padre tiene un bar llamado Bartolo, no quiere hablar con nosotros, y la ha visitado un matón llamado Lenox que trabaja en un club de alterne que se llama Aurora.

– ¡Julia!

Era demasiado, hasta ella se daba cuenta.

– ¡Me quedo sin batería, en serio! ¡Adiós, padrino!

– ¡Julia!

Apagó el móvil y se quedó mirando a Gil, absolutamente flipada.

– ¡Genial! -exclamó sin apenas voz.

Capítulo 4

Cuando detuvieron la moto frente al portal del edificio en el que Marta había vivido sus últimos meses, casi les resultó como volver a su propia casa, o al menos a un lugar ya habitual y conocido. Subieron al piso y llamaron a la puerta, solo para darse cuenta a los tres segundos de que, una vez más, la señora Carmela no se encontraba en su domicilio.

Tuvieron la sensación de que, desde la puerta de enfrente, la vecina les espiaba por la mirilla.

Bajaron hasta el nivel de la calle y salieron por la puerta sin tener mucha idea de qué hacer hasta que llegara la noche, cuando, con suerte, podrían seguir a Úrsula. Al contrario de otras zonas del barrio, por allí no se veía a nadie a esas horas del día.

Un chico que conducía una moto pequeña pero estruendosa, sin llevar puesto el casco, fumando y con aires de chulo, atravesó su horizonte como única muestra de vida a lo largo y ancho de la calle.

– Por lo menos una cosa parece que está clara: ninguno de nuestra clase ha escogido la noticia de la muerte de Marta para el trabajo -dijo Julia.

– Desde luego, no hemos visto a nadie.

– Lo que me extraña de verdad es que tampoco hayamos visto a la policía.

– ¿Esperabas encontrarte el barrio tomado por la ley?

– Es un asesinato.

– De una chica que para ellos tal vez no merezca ni una simple investigación -le recordó Gil-. Carne de cañón.

– No digas eso.

– Pues es lo que hay, a no ser que investiguen más en secreto de lo que pensamos, y no como nosotros.

– Calla -Julia se estremeció-. Me recuerdas a mi padrino. Me la voy a cargar como llame a mis padres.

– ¿Lo haría?

– Sí, si me cree en peligro.

– ¿Piensas de veras que corremos peligro?

La mañana era agradable, el cielo no tenía ni una nube, y la tarde se presentaba casi igual. Un día en el que parecía que no pudiera suceder nada malo en ninguna parte, ni en el cielo ni en el infierno. Y, sin embargo, sabían que era una ilusión.

Lo veían desde el poder y la fuerza de sus diecinueve años.

Y desde su vida.

Julia volvió la cabeza y miró los destartalados buzones de la casa. Fue al del piso de la señora Carmela y metió la mano en el interior.

– ¿Qué haces? -le preguntó Gil.

– No sé -confesó ella.

Extrajo un montón de propaganda, casi toda procedente de pizzerías, y tres cartas. Una era de Telefónica, otra del banco y la tercera de una entidad llamada Fundación ASH, siglas de Ayuda Social Humanitaria. Las dos primeras iban dirigidas a la abuela de Marta. La tercera, a la propia adolescente asesinada.

Julia no se lo pensó dos veces y lo metió todo en su bolso.

– No -advirtió él.

– Pues ya lo he hecho. Vámonos.

– Julia…

Ella ya estaba otra vez en la puerta, poniéndose el casco.

– ¡No puedes llevarte la correspondencia de una persona, y menos aún abrirla! ¡Es un delito!

– Le pediré perdón a Marta, descuida.

– ¡Eres…!

Gil sabía que era inútil, así que optó por callarse. Por lo menos, nadie los había visto. Se puso el casco, arrancó la moto y, con Julia sujeta con los dos brazos alrededor de su pecho, se marcharon de allí. Era casi la hora de comer, por lo que buscaron un lugar en lo más céntrico de Santa Coloma. Encontraron un mesón casero con un menú de seis euros y Julia le dio el visto bueno golpeando el casco de Gil con los nudillos.

Cada vez que paraban la moto y bajaban, a él le parecía que perdía algo más que aquel contacto, el abrazo de su compañera, su calor corporal.

Se sentaron en una mesa próxima a la entrada, porque había más luz, y antes de que pudieran decir nada, se encontraron con una chica pecosa, tan quinceañera como Marta, que les puso dos servilletas de papel envolviendo los cubiertos y una cestita con seis rebanadas de pan. Les soltó de carrerilla los tres primeros y los tres segundos del menú, como si lo recitara por millonésima vez. Escogieron, y luego les preguntó qué iban a beber. Pidieron agua.

La chica se retiró disparada por invisibles motores de propulsión, y Julia sacó los tres sobres.

– Espera, ¿no?

No le hizo caso. Abrió primero los dos de la señora Carmela. El del banco era un extracto de cuentas, con el ingreso de la pensión correspondiente. Un saldo tan exiguo que Julia se preguntó cómo alguien podía vivir decentemente con aquello. El de la Telefónica era el habitual resumen bimensual de llamadas. Teniendo en cuenta que las metropolitanas no constaban individualmente, el mayor interés radicaba en los posibles números provinciales, interprovinciales, internacionales o a móviles, a los que la señora Carmela o Marta habían telefoneado en aquellas fechas. Ninguno era interprovincial o internacional, pero sí había un par de provinciales y cinco correspondientes a móviles. De estos últimos, tres no se repetían, uno lo hacía en dos ocasiones, y el último aparecía una docena de veces, justo en los días de la posible desaparición y asesinato de Marta.

Obviamente, ella no tenía móvil. Era llamada y llamaba desde su casa.

– Puede ser algo importante -hizo constar Julia-. Después telefonearemos a este número, a ver qué tal.

Gil la dejaba hacer, superado por sus nervios.

Reapareció la chica con los dos primeros platos, el agua y dos vasos, que colocó con movimientos precisos. Les deseó buen provecho y se marchó a por otra mesa. Un puro nervio desatado.

Ahora, Gil ya no dijo nada; sabía que era inútil.

Julia abrió el tercer sobre, el que iba dirigido a Marta y procedía de aquella fundación desconocida. Como estaban sentados uno frente al otro, la que primero leyó el contenido de la carta fue ella. Sus ojos se dilataron por la sorpresa.

– ¿Qué, qué? -ya no pudo más él.

– Escucha esto -anunció Julia, consternada-: «Habiendo sido aprobada por nuestra Junta su amable solicitud de una beca para estudios y desarrollo de programas de formación en nuestros centros académicos, le rogamos que se ponga en contacto con nosotros a la mayor brevedad posible con el objeto de tramitar…» -no pudo seguir leyendo, porque el asombro le hizo levantar los ojos del papel para centrarlos en su compañero.

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