– De acuerdo, vamos allá -dijo Julia, transcurridos cinco minutos de lenta espera.
Preguntaron por él en recepción. Una morena espléndida les indicó que subieran a la tercera planta. Una segunda recepcionista, esta rubia, a modo de contraste visual, e igualmente espléndida, les dijo que aguardaran en una zona reservada para las visitas. La nueva espera fue breve. Una tercera mujer, más discreta, aunque también perfectamente maquillada y vestida, se les acercó con una sonrisa colgada de sus labios.
– ¿Han preguntado por el señor Ponce?
– Sí, queríamos verle, por favor.
– ¿Tenían cita concertada?
– No.
– En este caso, me temo que no sé si…
– Dígale que es para hablar de Marta Jiménez Campos.
– ¿Perdonen?
– Usted limítese a decirle ese nombre.
No le gustó el misterio. Dejó de sonreír, y entonces apareció la secretaria perfecta y feroz que escondía su postura inicial. Retrocedió y, durante tres minutos, no supieron si iban a salir en globo o qué. Cuando volvió la secretaria, notaron que estaba aún más seria. No debían de gustarle nada los secretos que no controlaba.
– Por favor, si quieren seguirme…
Les precedió por un pasillo hasta llegar a un despacho cuya puerta abrió ella misma. Julia y Gil oyeron cómo la cerraba a sus espaldas y les dejaba solos con el dueño de aquel lugar. José María Ponce estaba sentado detrás de su mesa, en el centro de un cubículo tan pragmático que, si les hubieran preguntado a qué creían que se dedicaba, no habrían sabido responder. En un ángulo de la repisa abierta a su espalda vieron la clásica fotografía familiar: hombre, mujer y tres hijos, todos sonrientes. Parecía antigua.
No les gustó su cara, y aún menos la forma en que los miraba. Tampoco les gustó que les tuteara.
– Perdonad, pero habéis dicho un nombre que no me suena. No entiendo…
– Marta Jiménez Campos -dijo Gil.
José María Ponce abrió sus manos y arqueó las cejas.
– Sigo sin…
– ¿No recuerda el nombre de su hija, señor? -venció su miedo Julia.
– Yo no tengo ninguna hija llamada Marta, y si los apellidos son Jiménez Campos…
– Señor Ponce -Gil mostraba una enorme seguridad-. Usted tuvo una historia con una mujer llamada Lali, hace dieciséis años. La dejó en estado y luego pasó de ella.
– ¿De dónde habéis sacado esa tontería? ¿Quiénes sois vosotros?
– Escuche, señor Ponce -habló Julia-. Lo único que queremos…
– ¡Será posible! -el hombre se puso en pie-. ¿Esto es una broma, o qué? ¡Haced el favor de…!
– No juegue con nosotros -le advirtió Gil.
José María Ponce había rodeado la mesa y ahora se encontraba cara a cara con ellos. La seguridad que mostraba quedaba traicionada por el temblor de sus pupilas, que saltaban de uno a otra mientras una venita se agitaba en su sien derecha. Tendría unos sesenta años, se conservaba decentemente, lucía la clase habitual que suele proporcionar el dinero cuando es suficiente como para disfrutar de la vida sin agobios.
– ¡No, hijo! -le previno-. ¡No juegues tú conmigo, o saldrás de aquí con el rabo entre las piernas! -su furia fue en aumento-. ¡Vais a marcharos de aquí pero ya!
– Lo sabemos todo, señor Ponce -se limitó a decir Gil.
Los siguientes cinco segundos fueron tensos. Julia temió que el hombre golpeara a su compañero. Su rabia creció, llegó al límite y, como si pesara demasiado, se vino abajo, desparramándose hasta dominarle y vencerle. Se agotó igual que una batería, de forma fulminante, y sus ojos se inundaron de sombras y crepúsculos.
– Yo no embaracé a nadie -se resistió por última vez.
Gil le sostuvo la mirada. Ya no dijo nada. Esperó. Julia estaba fascinada por aquella serenidad.
José María Ponce tocó fondo.
– ¿Es un chantaje? ¿Es eso?
– No es un chantaje -dijo Gil tan despacio como pudo-. Veníamos a decirle que Marta murió el otro día.
Un parpadeo.
– ¿Qué?
– La asesinaron.
Tuvo que apoyarse en la mesa, no porque sus piernas se doblaran, sino porque el peso y el cansancio siguieron venciéndole. Frunció el ceño de perplejidad, aunque no dio muestras de estar asustado.
– La policía no ha venido a verle, claro -convino Gil.
– No.
– Puede que lo haga.
– ¿Por qué?
– Era su padre, aunque, cuando vino a verle, usted la echó.
– Yo no…
– Sí, usted sí -asintió Gil-. Usted pasó de ella. Debió de presentársele al morir su madre, para conocerle, nada más, o tal vez para pedirle ayuda para estudiar, para salirse de su mundo, y usted hizo lo que cabía esperar: darle la patada, como todos.
La venita de su sien se disparó. Parecía un gusano atrapado, buscando una salida, desesperado.
– ¿Quiénes sois vosotros?
– Periodistas.
Se puso blanco, como la cera. Y, de nuevo, reapareció la rabia.
– ¿Vais a publicar toda esta mierda?
– Esta mierda es la muerte de su hija, señor -dijo Julia.
– La encontraron desnuda, tirada en un monte -la secundó Gil-. Acababa de cumplir quince años.
– ¿Sabía que, cuando usted se la quitó de encima, Lali acabó ejerciendo la prostitución y arrastró a su hija a un infierno? -le dio ella la puntilla.
El vértigo de José María Ponce podía escucharse, ensordecía, y también podía medirse con un sismógrafo. Su quietud no era más que una pantalla. Allí dentro, en su pequeña geografía, ríos de sangre corrían desbocados y vientos huracanados barrían y agitaban hasta los recovecos más ínfimos. Sus ojos ya estaban muertos antes de que se les enfrentara por última vez.
– ¿Queréis marcharos, por favor?
– No nos quedaríamos por nada del mundo, ¿sabe? -Gil fue el primero en moverse.
Julia siguió mirándole.
– Vámonos -le dijo él.
– Espero que alguno de sus hijos valga la mitad de lo que valía ella -le disparó la muchacha al corazón.
Cuando salieron de allí, el vértigo era suyo.
Rodearon Barcelona por la ronda de Dalt hasta Santa Coloma. Les quedaba una última tentativa: Patri. El tráfico se hizo abigarrado al acercarse a su destino a causa de un accidente, pero ellos iban en moto y lograron superar el tapón hasta llegar a la salida. El salto desde Sant Just Desvern, con sus chaletitos, sus edificios de oficinas y su lujo, contrastaba con el barrio de Santa Coloma, que ya empezaba a resultarles habitual y familiar pese a que solo era su segundo día de investigación. Gil detuvo la moto frente al ÍES El Fortín, el mismo lugar en el que el día anterior habían hablado con aquellas dos chicas, la de la ropa amplia y la delgada, Leti y Elena.
Una mujer que salía del edificio en aquel momento fue la candidata idónea para la pregunta que le formuló Julia, con su sonrisa de confianza incluida.
– Perdone, señora. Estamos buscando a unas chicas que se llaman Leti y Elena. Creo que viven aquí.
La mujer los miró a fondo. Debió de concluir que eran normales y pacíficos. Movió la cabeza señalando hacia arriba.
– Elena vive en el quinto tercera.
– Gracias -se despidió ella.
Subieron en el ascensor, un poco castigado por dentro con pintadas, como algunos servicios. Había cuatro puertas en el rellanito y pulsaron el timbre de la tercera. Les abrió la misma chica, Elena. Llevaba incluso la misma ropa, aunque ahora no fumaba.
– ¿Vosotros? -alucinó al reconocerlos.
– ¿Podemos hablar contigo unos minutos?
– ¿Vais a poner mi nombre en lo que escribáis?
– Claro, mujer -la tranquilizó Gil.
– Me llamo Elena Gómez. ¿Lo tenéis?
– Elena Gómez -Julia sacó su bloc de notas y lo apuntó.
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