Sierra i Fabra, Jordi, 1947-
El viaje sin fin / Jordi Sierra i Fabra ; ilustrador Carlos Manuel Díaz. -- 2a. edición. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2019.
192 páginas : ilustraciones ; 20 cm.
ISBN Impreso 978-958-30-5894-3
ISBN Digital 978-958-30-6271-1
1. Novela juvenil española 2. Magia - Novela juvenil 3. Fantasía - Novela juvenil 4. Amor - Novela juvenil 5. Amistad - Novela juvenil I. Díaz Consuegra, Carlos Manuel, ilustrador II. Tít. 863.6 cd 22 ed.
A1632698
CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango
Segunda edición, julio de 2019
Primera edición, enero de 2014
© Jordi Sierra i Fabra
© 2014 Panamericana Editorial Ltda.
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Tienda virtual: www.panamericana.com.co
Bogotá D. C., Colombia
Editor
Panamericana Editorial Ltda.
Ilustraciones
Carlos Manuel Díaz Consuegra
Diagramación
Martha Isabel Gómez
ISBN Impreso 978-958-30-5894-3
ISBN Digital 978-958-30-6271-1
Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.
Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A.
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El lector empedernido
La biblioteca mās extraorinaria de todas las bibliotecas
El misterioso lector
Un libro especial
Atrapado por cada pāgina
¿90 pāginas de mās?
Leer, leer, leer...
Una noche dantesca
Esclavo del poder del libro
De vuelta a la biblioteca
Otra victima
El niño agotado
Pelea con el enemigo
Las tres letras
Despuēs de la guerra
La victoria
La ūltima sorpresa
Teo era muuucho Teo.
Le gustaban los libros.
Eso, en sí mismo, no es nada raro. Vamos, no debería serlo. Pero es que a Teo los libros le gustaban tanto que literalmente los devoraba.
No, no se los comía. Los devoraba leyéndolos, de cabo a rabo, incluso lo que decían las solapas y la contraportada, ¡y la página de créditos!, sí, esa que está justo entre el título y el primer capítulo, donde se dice en qué año se publicó el libro, quién es el editor o el director de la colección... Todo. Se lo tragaba todo. Por ejemplo lo del año de edición era importante para saber, más o menos, cuándo lo había escrito el autor. Así Teo comprendía si era un libro antiguo o reciente. Esas cosas a los demás compañeros de clase les daba igual, pero a él no. Un libro escrito en 1980 por fuerza tenía un sabor distinto de otro escrito en 1990 o en el año 2007, de la misma forma que no era lo mismo un Picasso de cuando era un pintor joven a cuando ya había cumplido los noventa años. Y saber el nombre de la editorial o del director de la colección le ayudaba a la hora de escoger otros libros. Si un libro le gustaba mucho y veía otro de la misma colección o con el mismo director responsable, ya pensaba que estaría a la debida altura.
Teo se tomaba muuuy en serio lo de leer.
Le parecía lo más fantástico del mundo.
Conocía países extraordinarios a los que pensaba ir de mayor, o lugares inventados que resultaban fascinantes porque se los imaginaba como quería, sin problemas. Y descubría heroínas maravillosas que lo enamoraban, tanto como personajes de fábula, irresistibles, que eran una fuente de inspiración para sí mismo. De mayor, Teo no sabía muy bien si sería escritor, para inventar historias tan estupendas como aquellas, o aventurero, como los héroes de los libros, que vivían mil y una peripecias antes de derrotar a los villanos o conseguir su objetivo, salvar al mundo, el amor de la chica o descubrir a un peligroso criminal.
Lo malo de los libros más o menos señalados para su edad es que eran muy delgados.
Teo intentaba paladearlos, ir despacio, no correr... Pero era inútil. En un plis plas llegaba a la última página.
Y buscaba otro.
Ya se había leído todos los de su casa (que tampoco es que hubiera muchos, todo hay que decirlo, y servían más de adorno que de otra cosa), los de sus vecinos, los de sus primos, y también los de la biblioteca de la escuela, que era bastante pequeña la pobre. A veces se desesperaba, porque no tenía nada qué leer. Entonces releía alguno de los que más le había gustado antes, que tampoco estaba mal, porque revivía las mismas sensaciones que ya conocía y los disfrutaba mejor. Alguno de sus favoritos se lo sabía de memoria después de haberlo leído media docena de veces. Un récord.
Pero nada, nada como abrir un libro nuevo, lleno de palabras, ideas, historias, personajes y situaciones inéditas. Ah, sin duda eso era lo mejor de la vida.
Como los libros para su edad eran tan delgados, y a veces tan insulsos, Teo ya hacía tiempo que se saltaba las indicaciones de la portada o de lo que le aconsejaban los maestros. Leía lo que le apetecía. Si por desgracia pillaba un libro que no le gustaba o no entendía (algo raro), simplemente dejaba de leerlo y en paz. No pasaba nada. Para algo los humanos tenemos criterio y escogemos lo que nos gusta mientras rechazamos lo que no nos gusta. Teo leía libros enormes, tan gruesos como ladrillos. Si la novela era genial, mejor de 500 páginas que de 300. Cuando un libro bueno, buenísimo, se terminaba... era como acabar un helado fabuloso que sabe a poco y te deja un gusto duradero en la boca.
Los padres de Teo estaban muy preocupados.
Que su hijo leyera estaba bien, aunque ellos no hubieran leído nada en la vida y estuvieran tan campantes (los libros de la casa o bien habían sido heredados del abuelo o se habían comprado de acuerdo con el color de los lomos para que hicieran juego con las cortinas). Se sentían un poco burros, sí, porque no podían hablar de nada con casi nadie, y cuando por televisión salían nombres de países que ni conocían, no tenían ni idea de qué sucedía y tampoco sabían si habían de alarmarse o no por las noticias. Pero una cosa era que Teo leyera y otra que no saliera de casa, que se pasara las tardes en su habitación y, lo más alarmante, ¡que ni siquiera viera televisión!
El padre de Teo intentaba cambiar los hábitos de su hijo, pero no conseguía nunca hacer mella en su moral.
A veces le regalaba videojuegos con nombres tan atractivos como “Monstruos sangrientos”, “Destrución en el campo de fútbol” o “Las tortugas atómicas contra las serpientes eléctricas”.
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