Jordi Sierra i Fabra - Sin tiempo para soñar

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¿Qué se esconde detrás de una noticia cualquiera de un periódico? Es lo que tratan de averiguar Julia y Gil, dos estudiantes de periodismo en un trabajo a simple vista rutinario. La noticia es la del asesinato de Marta, una adolescente cargada de antecedentes penales. Pero la investigación les llevará a descubrir mucho más: su vida, sus sueños… ¿Por qué murió Marta? ¿Cuál es la verdad? ¿Quién la asesinó? Esta novela es el retrato generacional de una adolescencia marcada que lucha por salir de la desesperanza.

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– Marta había solicitado una beca -exclamó sin muchas fuerzas Gil.

– Y se la acababan de dar -concluyó Julia, agotada.

De pronto, ya no tenían hambre. Los platos humeaban delante de ellos, pero sus estómagos habían empequeñecido hasta convertirse en dos bolas compactas. Les zumbaban las sienes. Una nueva dimensión de la tragedia se abría bajo sus pies sin que todavía entendieran su simbolismo, aunque se deslizaba como una serpiente hacia su razón.

– Iba a conseguir…

Gil tomó la carta de sus manos y la leyó. No decía mucho más. La fundación estaba en el centro, en la calle Enrique Granados. Se la devolvió a Julia para que la guardara. El teléfono sonó tan intempestivamente que les sobresaltó.

– Es mi padrino -suspiró ella-. ¿Qué hago?

– Contesta la llamada.

Se resignó, abrió la línea y cruzó los dedos. Esperaba que él siguiera con la bronca de antes, pero fue todo lo contrario.

– Julia, esas chicas no están en ningún centro de la Generalitat.

– ¿Y eso qué significa?

– Pues que si han desaparecido…, han desaparecido -fue explícito-. Nadie las ha metido en ninguna parte. ¿Eran menores?

– Creo que sí.

– ¿Quién te ha dado sus nombres?

– Unas compañeras del instituto de Marta.

– Es que tampoco hay denuncias por esas desapariciones.

– Ya, porque no tenían a nadie.

– ¿A nadie?

– Estaban solas, sin familia.

– ¿Me estás diciendo que tres menores del entorno de Marta Jiménez Campos se han volatilizado?

– Sí.

Siguió un silencio. Gil intentaba comer la sopa que tenía delante, pero sin apartar sus ojos de Julia.

– ¿Padrino?

– Voy a hablar con Germán Rocamora de una vez. Estaremos en contacto, Julia -se despidió él-. Y ten cuidado.

Se quedó con el móvil en la mano.

– Creo que a él tampoco le ha gustado nada -manifestó.

– Será mejor que comas algo -le sugirió Gil-. Está bueno.

– Espera.

Julia cogió el recibo de Telefónica y marcó el número del móvil que se repetía tantas veces, casi a diario, sobre todo en la parte final de la factura. No tuvo que esperar demasiado, ni tampoco saltó un buzón de voz. Una voz juvenil, masculina, adolescente, surgió a través del auricular, adentrándose en su mente.

– ¿Sí?

– Hola, ¿quién eres?

– ¿Yo? David. ¿Y tú?

– Me llamo Julia.

– ¿Nos conocemos?

– No.

– ¿Quién te ha dado el número de mi móvil?

– Marta.

A través de la línea abierta pudo percibir el choque, igual que si el nombre acabase de golpear a su interlocutor. La reacción fue inmediata:

– ¿Marta? ¿Dónde está?

– Llamaba por lo mismo; no lo sé.

– ¡Mierda!

– ¿Cuánto hace que no sabes de ella?

– Más de una semana -lo dijo con un profundo desaliento-. No entiendo nada, ¿sabes? Yo creo que le ha pasado algo; no puede ser que no me llame, ni vaya por su casa…

– ¿Podríamos vernos, David?

– ¿Por qué?

No supo qué decirle y no quería perderle, ni tener que llamar otra vez a su padrino para que le identificara el número al que acababa de llamar. Eso ya sería demasiado. Tenía una corazonada.

– Estamos haciendo una investigación y te necesitamos.

– ¿Qué clase de… investigación? -balbuceó el tal David.

– Te lo diré en persona. Marta y tú erais…

– Amigos -dijo demasiado rápido-. Oye, ¿qué está pasando aquí? ¿De qué investigación hablas, y cómo es que Marta te ha dado mi número si yo no consigo dar con ella?

– ¿Cuándo podemos vernos, David?

– ¡Ahora mismo!

– ¿Dónde?

– Lanzarote con Joan Torras. Te espero abajo.

– ¿Eso está por…?

– Torras i Bages.

Hizo un cálculo mental. No estaba lejos, al otro lado del Besos. Aun así, Gil estaba intentando comer, y ella necesitaba hacerlo porque acababa de acordarse de que no habían desayunado por culpa del seguimiento de José María Ponce.

– Media hora, David.

– Oye, ella… Marta…

– Media hora, esquina de Lanzarote con Joan Torras.

Cortó la comunicación y apagó el móvil. Luego se enfrentó a la mirada de Gil.

– ¿Vas a contármelo? -dijo él.

– Creo que hemos dado con algo más que un amigo de Marta -fue lo único que acertó a decir Julia.

Capítulo 5

Lo vieron al pasar con la moto. Unos diecisiete años, de estatura normal y aspecto agradable, ligeramente rubio, vestido con mucha corrección. Se movía nervioso, haciéndose ver para que le reconocieran, y le echó un vistazo al reloj cuando subieron la moto a la acera para acercarse a él.

Se les quedó mirando sin entender nada, a lo mejor porque esperaba a una sola persona, y de más edad que ellos.

– ¿Julia? -preguntó.

– Sí. Él es Gil.

Se estrecharon la mano.

– ¿Podemos hablar en algún sitio?

– Ahí hay unos bancos -señaló hacia abajo, al otro lado de la parada de metro de Sant Andreu.

– Mejor -dijo ella.

Fue una larga distancia para tanto silencio. Como recorrer un kilómetro bajo el peso de la incertidumbre.

La mano de Julia rozó una vez la de Gil. En un segundo roce, uno de sus dedos se agarró a él. A la tercera, se la cogió del todo y se la presionó. Su compañero supo entenderla.

Tenían que decirle al muchacho que Marta estaba muerta.

Y si era lo que ella pensaba…

Llegaban a un banco absolutamente libre, porque estaba en la sombra, cuando David ya no pudo más.

– ¿Quiénes sois vosotros?

– Periodistas -fue la respuesta de Julia.

– ¿Periodistas? -los miró frunciendo el ceño-. ¿Qué tiene que ver Marta con…?

– ¿Podemos hacerte unas preguntas? Luego te contaremos el resto.

Se sentaron, David a un lado, Julia en medio y Gil en el extremo opuesto, pero ellos dos vueltos hacia el muchacho y él hacia ellos. Su ansiedad se hacía más y más evidente. Era guapo, un chico a la altura de la belleza de Marta. Probablemente habrían hecho una buena pareja. Probablemente.

Julia se quedó sin fuerzas.

– ¿Cuándo fue la última vez que viste a Marta? -preguntó Gil.

– Hace diez días.

– ¿Y por teléfono?

– Lo mismo. La he estado llamando sin parar y su abuela me decía que no estaba en casa, que no sabía nada de ella y que, cuando volviera, ya le daría el recado. Yo no podía creerlo, pero… Me dijo que no era la primera vez que pasaba unos días fuera sin avisarla. Es… increíble.

– No tenía móvil, ¿verdad? -quiso confirmarlo.

– No.

– ¿Por qué no fuiste a su casa?

– Porque Marta me prohibió que lo hiciera. Tengo sus señas, pero… Ella me dijo que si una vez, una sola vez, me veía en su casa, en su calle, en su barrio, cortaba conmigo. Y lo decía en serio. Le juré que no lo haría.

– ¿Cuándo fue la última vez que llamaste y hablaste con su abuela?

– El viernes pasado. Me dijo que no volviera a telefonear, que la estaba poniendo aún más nerviosa de lo que estaba. Me soltó unos gritos y…, ¿qué iba a hacer yo? Desde entonces me he vuelto loco.

– ¿Te extrañó?

– ¿Que si me extrañó? ¿Estáis de coña, o qué? ¡Estoy muy preocupado! ¿Adónde puede haber ido? ¡Por Dios, solo tiene quince años, y a nadie más que a su abuela y a mí! ¡Ella no se habría ido sin decírmelo!

– ¿Erais muy amigos?

David se puso rojo ante la primera pregunta de Julia. No hacía falta una respuesta. Bajó la cabeza y entonces se dio cuenta de que la fórmula para hacerla había sido empleando el pasado, no el presente. Hundió en la muchacha sus ojos repentinamente pequeños.

– ¿Erais?

Se lo dijo Gil. Ya no esperó más. Ninguno de los dos sabía si existía una forma de decir algo como aquello, porque nunca habían tenido que hacerlo. Su voz se llenó de crepúsculos cargados de dulzura.

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