Jordi Sierra i Fabra - Sin tiempo para soñar

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¿Qué se esconde detrás de una noticia cualquiera de un periódico? Es lo que tratan de averiguar Julia y Gil, dos estudiantes de periodismo en un trabajo a simple vista rutinario. La noticia es la del asesinato de Marta, una adolescente cargada de antecedentes penales. Pero la investigación les llevará a descubrir mucho más: su vida, sus sueños… ¿Por qué murió Marta? ¿Cuál es la verdad? ¿Quién la asesinó? Esta novela es el retrato generacional de una adolescencia marcada que lucha por salir de la desesperanza.

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Hubieran podido alcanzarla.

Pero ya no era necesario.

Se quedaron quietos viendo cómo la noche la devoraba.

QUINTA PARTE

Las decisiones

Capítulo 1

El cajero automático expulsó los 120 euros por la ranura. Seis billetes de 20. Julia los recogió y se los entregó a Gil. Luego recuperó la tarjeta de crédito.

– Siento que tengas que… -lamentó él.

– No seas tonto.

– Vale -se resignó y los guardó en su cartera.

– Espera -dijo ella-. Puede que sea poco dinero.

– No saques más, mujer.

– Haz que abulten, que parezca que hay la tira -cogió algunos de los impresos para ingresos depositados junto al cajero y los dobló con cuidado antes de dárselos a él.

Gil los introdujo junto a los billetes de 20 euros.

– Así está bien. Tampoco hará falta que los saques todos.

– No está mal.

Julia lo miró con renovada aprensión.

– La pregunta es: ¿seguro que quieres hacerlo? -insistió.

– Sí.

– Puede ser peligroso.

– Para mi integridad anímica, tal vez -sonrió Gil-. Voy a tener que actuar de una forma que no sé yo si…

– Eh, eso te saldrá bien, hombre -le dio un golpe en el brazo-. Deja suelta la bestia que llevas dentro.

– ¿Bestia? ¿Qué bestia?

– Todos llevamos una bestia aquí -se tocó el pecho.

– Pues sí que… -sonrió él.

– Dormida, pero bestia al fin y al cabo. De todas formas, no creo que en esos lugares nadie mire mucho a nadie. Cada cual debe de ir a lo suyo, y ellas, a sacarles el dinero a los clientes. Ya sé que nunca has estado en un sitio así, pero imagino que hay que actuar a las bravas. Tú pagas. Tú mandas.

– No sé -Gil se mostró inseguro-. Yo más bien creo que hay que ir de pardillo, de primerizo. ¿Quién va a pensar que tengo experiencia? Y con esta cara…

– Tendrás que improvisar -Julia no supo qué más decirle.

– Bueno, ¿vamos? -se impacientó él.

Ella fue la primera en ponerse el casco. Montaron en la moto y enfilaron el camino del club Aurora. Cuando llegaron allí, las manecillas del reloj se acercaban a las dos menos cuarto de la madrugada, así que el local brillaba como un ascua en la noche. Bajo la luna, casi llena, las luces de neón rosa ponían un acento extravagante en la oscuridad. La recta de la carretera no tenía tráfico, pero en el aparcamiento del local ahora había casi dos docenas de coches discretamente distribuidos. Gil no metió la moto allí, sino que la detuvo al otro lado, entre los árboles, para que quedara fuera de cualquier mirada.

– ¿Estarás bien? -le preguntó a Julia.

– Yo sí, tranquilo.

La noche era agradable, no hacía frío. Se miraron por última vez.

– Deja el móvil encendido, por si acaso.

– Y tú ten el tuyo a mano.

– Vale.

Fue ella la que le abrazó, la que le dio un beso en la mejilla, la que se apartó luego para dejarle libre. Gil asintió con la cabeza, curvó las comisuras de los labios hacia arriba y después…

Se dio la vuelta y cruzó la carretera.

Cuando entró en el Aurora, el silencio del exterior quedó borrado de un plumazo por la música que sonaba en el interior, no muy alta, pero contundente. Bajo una coloración rojiza, enardecida, vio una barra que ocupaba la mitad izquierda del local, y un puñado de mesas y sillas repartidas por la parte de la derecha. En medio quedaba una pequeña pista de baile en la que no había nadie bailando. Las chicas de detrás de la barra iban con los pechos al aire, pero las que hablaban con los clientes no; ellas llevaban mínimas prendas de ropa interior. A primera vista, todas eran de diferentes colores y razas.

Dominando sus nervios, su inquietud, Gil se acercó a la barra. Una de las mujeres con los pechos al aire se dirigió hacia él ofreciéndole una sonrisa de confianza. Tendría unos treinta años, quizá más, y seguramente en algún momento de su vida había sido atractiva. Intentó no mirar más abajo de la barbilla, y cuando ella le preguntó qué iba a tomar, le contestó:

– Una coca-cola.

La mujer enarcó una ceja y proclamó con socarronería:

– Cuidado, tigre.

No le dio tiempo a más, porque otra ya estaba a su lado. También rondaba la treintena, con mirada de mujer fatal, pechos grandes, labios muy rojos y manos con venas muy marcadas. Fumaba y olía a perfume barato mezclado con nicotina.

– Vaya -le dijo-, no todos los chicos guapos se han ido de vacaciones esta semana.

– Soy agnóstico -respondió Gil.

– Ay, amigo, no sé lo que es eso, pero espero que no tenga nada que ver con esto otro, salvo que sea bueno.

Le puso la otra mano en la entrepierna.

Gil no pudo evitar un intento de retroceso.

Y la mujer no ocultó su dulce ironía.

– Pero bueno… -musitó, coqueta.

– Espera -la detuvo-. Es que a mí me gustaría algo… especial.

– Yo puedo hacerte lo que quieras -volvió a acercarse.

– No se trata de eso, sino de… -buscó algo que desatascara su mente y no lo echara todo a perder-. Es que tengo mis manías, ¿sabes?

– ¡Huy, míralo! Y parecías tímido. ¿Qué clase de manías tienes tú, muñeco?

– Me gustan más jóvenes -logró decir sin ponerse del todo rojo.

– ¿Y la experiencia?

Gil se encogió de hombros.

– ¿Qué edad tienes, campeón? -quiso saber ella.

– Diecinueve.

– Así que quieres una de dieciocho.

– No, más… -hizo un gesto con la mano plana, hacia abajo.

La mujer se le quedó mirando un par de segundos. Ya no sonreía, ya no le provocaba. Solo calculaba. Se mordió la comisura del labio y, tras dar una larga chupada a su cigarrillo, le dijo:

– Espera.

Gil la vio alejarse. Por primera vez se preguntó qué demonios estaba haciendo, y por qué no habían llamado a la policía, al padrino de Julia. Sin pruebas, no era más que un disparo al azar, claro, pero él… La mujer desapareció tras una cortina de pedrería y él paseó su mirada por el local. Los hombres que hablaban con las mujeres sonreían, las tocaban o se dejaban tocar; eran mayores, el que menos andaría en la treintena. Eso lo descolocó aún más.

Se bebió prácticamente toda la coca-cola que le había dejado en la barra la otra mujer.

Su contacto reapareció con un hombre de cincuenta y muchos años, calvo pero con melena por la nuca, bajo, desagradable, cara porcina y ojos siniestros, lo mismo que su boca, caída a ambos lados. Lucía un buen traje, pero con la camisa abierta y mucho oro colgándole por encima del vello pectoral. La chica de alterne le señaló y guió a su compañero hasta él. El hombre se le quedó mirando con el ojo derecho empequeñecido, como si le estuviese valorando.

– ¿Algo especial? -se limitó a decir.

Era el momento de la verdad.

– Catorce o quince años -dijo Gil.

– Eso es ilegal -repuso el hombre.

– Me han dicho…

– ¿Quién te ha dicho…?

– Un amigo.

– ¿Lo conozco?

– No sé. Pepe.

Siempre había algún Pepe. O eso creía.

Otra mirada. Otra valoración. Gil intentó no temblar, ni sudar, mantener sus ojos fijos en los del hombre, parecer lo que no era, o por lo menos parecer lo suficientemente vicioso como para que sus nervios tuvieran una explicación.

– ¿Traes dinero? -quiso saber el hombre.

Sacó su cartera, le mostró el bulto que formaban los billetes de 20 euros con los impresos del banco doblados dentro. Volvió a guardársela. El hombre tardó todavía cinco segundos largos en asentir con la cabeza.

– Llévale al nueve -le dijo a la mujer.

Dio media vuelta y se marchó por donde había venido.

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