Alicia Bartlett - Días de amor y engaños

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Días de amor y engaños: краткое содержание, описание и аннотация

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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¡Menudo follón se había montado, un auténtico caso policial! Su asunto amoroso quedaba relegado a un segundo término. ¿Qué era una esposa abandonada en comparación con un secuestro? Un poco más de tiempo y se hubiera perdido semejante espectáculo. Desde que Santiago se había largado, ella ya no pertenecía a aquella comunidad. Sin embargo, había decidido agotar su mes de gracia. Después se marcharía. ¡Adiós, panda de capullos, ahí os quedáis! Se habían puesto fóbicos a raíz del secuestro, más guardias contratados, más seguridad, «tengan cuidado al salir». Las mamas guardaban bajo el ala a sus niños, los dulces productos de sus vientres.

Que hubiera sido Manuela la secuestrada no le extrañaba ni un pelo, nunca se estaba quieta, siempre andaba incordiando por ahí. Ahora sí tendría su caridad, diciéndole además cuál debía ser la cantidad aportada. La vida es justa, al final todo encuentra su lugar en el entramado del Hacedor. Además, aquél había sido un modo providencial de que dejaran de mirarla a ella cuando paseaba por la colonia, de saludarla aparentando que todo seguía igual. Pero siempre había sabido lo que estaban pensando: «Tú te lo buscaste.» Y era verdad, ella se lo había buscado. Claro que, en vez de tratarla con falsa cortesía, hubiera preferido que le escupieran. Pero ahora todo había quedado arrumbado por el protagonismo de Manuela. ¡Pobre Manuela, ella, que sólo buscaba darse a los demás! Pura basura ideológica, pero el mundo es así. Al parecer, la había secuestrado la mafia local, unos delincuentes de tres al cuarto. Había trascendido que el rescate que pedían por ella no era nada excesivo. ¡Pobres delincuentes!, clamoroso error, secuestrar a Manuela. A buen seguro los volvería locos con su charla amable, intentaría devolverlos a la senda del bien, los emplazaría a portarse correctamente, a ser útiles a la sociedad. Intentaría corregir sus maneras de secuestradores sin clase ni educación. Haría extensivos sus consejos a las esposas y los hijos de los rufianes: ¿iban al colegio, se alimentaban adecuadamente, habían pensado en los traumas que podría acarrearles el hecho de tener un padre secuestrador?

Dios es eterno y omnipresente, de modo que en el mundo impera una justicia universal. Manuela por fin sería útil a alguien en profundidad. La justicia divina se manifiesta por los vericuetos más intrincados, pero al final cada uno recibe su merecido, sin que esa palabra tenga un significado peyorativo en esa ocasión.

Tenía una pequeña reserva de whisky y de coca que iba agotando en aquellos días anteriores a su marcha. Así disfrutaría más de México. Se sirvió un traguito pequeño, uno más. La culpa está bien repartida, pensó, no es un líquido que se canaliza por cuantos entresijos encuentra, sino una materia sólida que puede cortarse en porciones perfectas. Cada uno recibe la cantidad que merece. A Manuela le estaba destinada en el fondo una mínima cantidad de culpa. A ella no, a ella le correspondía un número altísimo de porciones de culpa: había hecho trizas su vida siendo plenamente consciente de ello. Claro que no estaba dotada con el talento necesario para vivir. Pero daba igual, en ese caso no debería haberse acercado a nadie, mucho menos casarse. Para eso se inventaron los conventos, el ascetismo, los lobos esteparios, los locos. Hay que hundirse solo. Hay que asumir, y asumir no es sino encontrar un lugar en tu mente donde puedas esconder el horror que te causas a ti mismo. Lo malo es que su mente está ya completamente recorrida. No hay rincones nuevos donde agazaparse. No hay sitio adonde huir.

Retiró la botella porque le dolía el estómago como nunca antes le había dolido. Era como si tuviera una úlcera del tamaño de un volcán. Necesitaba dormir muy profundamente para que ningún mal pensamiento la asaltara, ni ninguna tentación la turbara, ni ningún demonio danzara a su alrededor. Pero el sueño no debía detenerla, no, siempre adelante, no había que retroceder jamás. Adelante hasta que no quedara ningún paso más que dar porque el camino estaba ya cortado.

Paula absorbió dos gruesas líneas de coca, pero le quedaban más. Fue a lavarse la cara con agua fría. Necesitaba mejorar su aspecto y recuperar la compostura. No debía preocuparse, era muy hermosa aún, muy hermosa. El envejecimiento se alejaba de ella cada vez más. No se convertiría en una anciana inútil como las que se ven en los parques dando de comer a las palomas. Tampoco sería una de esas traductoras solitarias y amargadas que acaban convencidas de que su trabajo es más perfecto que el original. No sería nada. Toda la cobardía acumulada durante años desembocaba por fin en valentía, al final.

Se vistió elegantemente, se maquilló. Luego, contempló su imagen en el espejo. Tenía un aspecto serio y aplomado. Los guardias de la entrada le permitirían la salida al verla tan compuesta y segura de sí misma. La colonia había devenido una especie de prisión desde que secuestraron a Manuela. Y la inquietud iba aumentando con los días porque los secuestradores no habían dado más señales de vida. Se alegraba de marcharse del país. El abandono de Santiago había sido providencial.

Los guardias le preguntaron adónde iba.

– Al banco -respondió.

¿Qué podían hacer, detenerla? Era cerca de mediodía, y nadie había dicho claramente que salir estuviera prohibido. La dejaron pasar. Fue al banco. Sacó de su cuenta todo el dinero que tenía. Santiago, tal y como le prometió, había dejado a su disposición la mitad de los fondos.

Caminó decididamente por las calles de San Miguel hasta llegar a la cantina. Dentro reinaba la oscuridad; un consuelo, después del sol avasallador que calcina cuanto acaricia. El dueño la reconoció en seguida, lo notó por un destello malicioso en sus ojos negros. Como siempre, los espectros de dos o tres clientes bebían en los rincones. Se encaró con el patrón, seria y tranquila:

– ¿Puede avisar a Juan, el guía turístico?

– ¿Avisarlo de qué, señora?

– De que quiero verlo aquí.

– Él no vive en este bar, señora.

Pidió tequila, puso unos pesos sobre la barra. El hombre no dijo nada, no tocó el dinero. Ella fue hacia una mesa y se sentó. Apoyó la espalda en la pared, bebió. Se sentía bien. Veinte minutos más tarde entró el guía, su querido guía, encanallado, bestial, frío como una serpiente. No la miró siquiera. Pidió tequila en la barra, la probó y sólo entonces caminó hacia su mesa.

– ¿Cómo le va?

– Siéntate.

Se sentó. Lucía en los labios la misma sonrisa cínica de siempre. Ella empezó a hablar muy despacio, pero con determinación.

– Tú sabes dónde está la señora que se llevaron, ¿verdad?

Ni una palabra de respuesta, ni un rictus en su cara de barro demasiado cocido. Paula abrió su bolso, sacó el fajo de billetes y los puso sobre la mesa.

– No serás tú quien la tiene…

– No.

– Pero sabes quiénes son.

– Somos pocos aquí.

– Todo este dinero es tuyo si me dices dónde está.

– ¿Quiere rescatarla usted solita nomás?

– Eso no es asunto tuyo.

– Puede que se lo diga, pero usted no llame a la policía, sino al marido, y nunca diga quién se lo contó.

– De acuerdo. ¿Son peligrosos?

– Son dos desgraciados que no saben ni lo que tienen que hacer. Están muertos de miedo y eso me friega. Si se hacen las cosas, hay que hacerlas bien.

– Dime dónde está. Yo me quedo contigo hasta que la encuentren, en tu casa mejor.

– En mi casa, no. La llevo a otra casa que tengo, un poco más lejos. Hacemos nuestras cosas en la cama; eso es parte del precio.

– Bien.

– La tienen los hermanos Alciano, en una caseta, la única que hay en el cerro del Valle.

Paula cogió su teléfono, marcó el número de Adolfo. En seguida le contestó.

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