Alicia Bartlett - Días de amor y engaños

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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– Empecemos de nuevo, por favor, no tiene ningún sentido discutir de esta manera. Lo que quería saber, lo que me preocupaba, Susan, es si estás callada porque hay algo que no marcha bien.

– ¡No me hables como un maldito predicador o como un papá complaciente! Me has preguntado si me pasaba algo y te he dicho que no. ¿Qué más quieres saber? ¿Es que siempre tienes que estar al tanto de lo que estoy pensando o sintiendo? ¿Por qué me proteges tanto?

Henry perdió los nervios y empezó a gritar, puesto en pie, encarnado de indignación.

– Justamente eso es lo que no quiero, Susan, lo que me carga, lo que no aguanto más: protegerte, hacerte de papá y mamá, soportar tus cambios de humor, tus explicaciones ridículas sobre tus problemas ridículos! ¡Alguna vez tendrás que conformarte con no ser el centro de todo, a vivir de una manera sencilla y razonable como vive el resto de la gente!

Sus discusiones nunca habían alcanzado un punto tan violento, pero si alguna vez lo rondaron, llegado ese momento, Susy solía echarse a llorar con desconsuelo. Entonces él dejaba pasar unos minutos y corría a pedirle disculpas o a hacerle mimos. Pero en esa ocasión su mujer no lloró, sino que se levantó con total frialdad, disponiéndose a abandonar la terraza.

– ¡Susan, ¿adónde vas?!

Se volvió y le sonrió con calma:

– El otro día estuve follando con un mexicano, Henry, pero follando de verdad, sin amor ni jodidas ternuras. ¿Y sabes qué te digo?, que me gustó como no me había gustado jamás en la vida contigo. De modo que a lo mejor voy en busca de más.

Desapareció con movimientos serenos, la sonrisa no desvanecida en su rostro imperturbable. Henry nunca había visto a su mujer tan dueña de la situación. A lo mejor estaba volviéndose loco, pero le dio la sensación de que no mentía en lo que había dicho. Se sentó pesadamente. De pronto estaba mareado, como si hubiera bebido demasiado, como si le hubieran golpeado en la cara y aún no hubiera tenido tiempo de reaccionar.

Nunca antes había paseado por aquellos barrios. Ni siquiera sabía que existieran. San Miguel siempre le había parecido un pueblo pintoresco donde todo el mundo vivía feliz. Lo cierto era que ella sabía de la pobreza en México por lo que había oído, ya que nunca la había percibido en la realidad. Veía en el mercado a los indios vestidos con sencillez, y ninguno de ellos parecía pasar hambre o sufrir enfermedades. Y sin embargo la pobreza estaba allí, Manuela se daba cuenta ahora, mientras caminaba como una zombi sin ningún destino definido. Casas cada vez más oscuras y ruinosas, calles por cuya calzada sin asfaltar corría una agua negra y pestilente, niños descalzos… Pero incluso enfrentada a semejante espectáculo, le costaba compadecer a aquella gente. Puede que vivieran con lo mínimo, sin posesiones, sin cultura, pero al menos todos ellos tenían claro para qué estaban en el mundo: para sobrevivir. Sus preocupaciones eran mantenerse vivos, comer todos los días, procrear y cuidar de su prole. Aquéllos eran afanes primarios y elementales, pero que no comportaban dudas, ni elecciones ni desengaños. Sin embargo, ¿para qué estaba ella en el mundo? Hasta el momento había creído que para ocuparse de su marido, de sus hijos, para crear silenciosamente una armonía a su alrededor que se acoplase a la gran armonía preestablecida, superior, que venía de Dios. Pero ahora empezaba a percatarse de que todo aquello no eran sino entelequias, cuentos chinos que se inculcan, desde que son pequeñas, en la mente de las niñas bien. No había una armonía universal donde las cosas suceden según reglas y valores, sólo la ley de la selva: apañárselas, luchar, espabilarse para continuar. Ella nunca había luchado por nada, ni por su subsistencia ni por seguir aferrada a la vida. Ninguna de las cosas que había hecho implicaba coraje y autenticidad. No había conocido el hambre ni el dolor ni la soledad, pero tampoco la alegría salvaje, la pasión, el ansia de vivir. Todo en sus días había estado cuidadosamente medido, nada sonaba a real. Su vida era como una sopa liofilizada: si leías los componentes escritos en el envoltorio aparecían mil verduras, pollo, legumbres, jamón… pero cuando abrías el sobre sólo podías apreciar trocitos de materias indeterminadas que, disueltas en el agua, sabían todas exactamente igual. Ésa era su historia: matrimonio, hijos, propiedades, alegría cotidiana… y a la hora de la verdad, todo eso no eran más que palabras sin contenido. Adolfo ya no la quería, nadie la necesitaba. Su nietecita (sólo de pensar en ella le entraron ganas de llorar) apenas la reconocería cuando volviera a España, y, además, ¿qué podía hacer por aquella pequeña? Nada, tenía a unos padres que la educarían como quisieran, al margen de su experiencia o sus ganas de ayudar. Se le escaparon las primeras lágrimas. La gente la miraba. Debían preguntarse qué hacía una señora elegantemente vestida paseando por aquellos barrios y, encima, llorando. Debía contenerse, aunque apenas si era capaz. Un niño muy pequeño que andaba solo se quedó mirándola en medio de la calle. Manuela, conmovida, se acercó a él y le acarició la barbilla. ¡Le pareció tan hermoso!, con la piel tostada y los ojos negros y brillantes como aceitunas. Miró a su alrededor, ¿qué hacía aquella criatura deliciosa en un lugar tan miserable? Se la hubiera llevado a casa sin dudarlo ni un minuto. Se percató de los terribles desconchones en las paredes de las viviendas, que no eran sino barracas al borde del camino, del agua estancada en fétidos charcos. Vio también, por primera vez en su vida, algunas casetas paupérrimas sobre cuya puerta lucía una mortecina bombilla roja. «Deben de ser prostíbulos -se dijo-, pobres putas que se ofrecen a pobres clientes.»

¿Sería similar el local del que su marido le había hablado? Si así era no podía creer que los ingenieros asistieran para tomar una copa, ni que el joven Darío se hubiera aficionado a visitarlo asiduamente. ¡Cuánto envilecimiento! Y no pensaba en cuestiones morales relacionadas con el sexo, sino en la insensibilidad que demostraban los hombres del campamento participando en la ignominia de aquellas desgraciadas chicas. Pero no eran los únicos insensibles, también las esposas de la colonia, ella misma, eran cómplices del ultraje que sufría aquella gente en su propia tierra. Desheredados de la fortuna que conviven, sirven y son humillados por extranjeros que exhiben sin el menor recato su dinero, su manera suntuosa de vivir, su desprecio por las desgracias que ellos sufren.

Dios no la había abandonado. No, ella era una mujer activa, positiva, difícil de vencer, y ahora sabía cuál iba a ser su destino. Por fin había comprendido quién la necesitaba, y a esas personas, porque personas eran, pensaba dedicar a partir de ese momento toda su energía. Pero no lo haría como antes, practicando una caridad aséptica. Nada de subterfugios frívolos ni fiestas benéficas, ahora sería de verdad, cara a cara, descendiendo ella misma al arroyo. Si en las organizaciones de cooperación no tenía cabida, sabría encontrar el modo de llegar individualmente a los necesitados aunque fuera recorriendo a pie todas las puertas de México. Preparar comida para los niños, llevar medicinas a algún anciano enfermo, transportar en su coche a los impedidos… No, el trabajo no se le acabaría con facilidad, de eso estaba segura. ¿Cómo se había dejado arrastrar por el desaliento pensando que ya resultaba inútil? Dios le marcaba el camino, y ella no tenía más que seguirlo.

Empezó a escribirle un e-mail, pero en seguida se dio cuenta de que el ordenador no era el procedimiento idóneo en esta ocasión tan señalada. Debía escribir a mano y enviarle la carta por correo postal. Resultaba más apropiado y, además, la demora en la llegada a destino le otorgaba una especie de tregua. Se trataba de una estratagema bastante infantil, pero el asunto era tan peliagudo que se permitió a sí mismo hacer pequeñas trampas. Tomó papel y bolígrafo y empezó:

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