Alicia Bartlett - Días de amor y engaños

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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Adolfo estaba esperándolo en el despacho. Cuando el chico entró, aún con expresión aterrorizada, se compadeció de él. Quizá se había excedido en su severidad. Debía intentar ser de nuevo un jefe magnánimo. Finalmente un fallo lo tenía cualquiera, y Darío siempre había sido un excelente trabajador. Decidió no ser muy estricto en las reconvenciones que pensaba hacerle.

– Siéntate, Darío.

– Perdone que llegue un poco tarde, don Adolfo, pero me he acercado a desayunar y…

– No tiene importancia, hombre, un par de minutos nada más.

– Sí, pero yo sé que está enfadado y…

– Un momento, antes de empezar a hablar debo decirte que siempre he estado muy contento contigo. Te lo digo con sinceridad y ves que no me duelen prendas. Pero de un tiempo a esta parte, muchacho, tu trabajo ha empezado a resentirse de una cierta desorganización. Incluso podría decir de un cierto desinterés. A veces no estás en tu puesto cuando deberías, las cosas se retrasan… y el colmo ha sido lo de la nómina del mes. ¡Por Dios, Darío, somos un equipo, y la gente no ha cobrado por culpa de tu distracción!

– Ya lo sé, señor, ya lo sé. Ha sido imperdonable y me doy cuenta. Quiero, en primer lugar, darle el trabajo hecho, listo para firmar. Aquí tiene las nóminas. En segundo lugar, le pido disculpas de todo corazón. Y por último, don Adolfo, por último… bueno, por último quiero presentarle mi dimisión.

– ¿Tu dimisión?, ¿qué coño significa tu dimisión?

– Pues que quiero irme de la obra, señor.

– Pero, muchacho, no sé si la empresa te va a admitir eso. Tu puesto en España debe de estar cubierto ahora.

– Me he expresado mal. Quiero irme de la empresa también.

Adolfo se quedó sorprendido. Se inquietó. Quizá habían estado pasando cosas que él desconocía. Tensiones entre empleados, algún enfrentamiento del que no había tenido noticia…

– ¿Puedes darme tus motivos?

– Me han ofrecido otro trabajo.

¡Carajo con el joven Darío!, pensó Adolfo, realmente se necesitaba cuajo para estar tramitando sigilosamente un cambio de trabajo desde tanta distancia. Sus deseos de volver a España debían de ser intensos.

– Bien, veo que la competencia se mueve de prisa. Y tú también. ¿Es que no estabas a gusto con nosotros?, ¿tenías añoranza de España? Antes de irte a otra empresa deberías haber preguntado en la nuestra. Quizá hay algún hueco por ahí, quizá se puede revisar tu sueldo al alza.

– No, don Adolfo, he vuelto a expresarme mal. Ni me voy con la competencia ni vuelvo a España.

– ¿Y entonces?

– Si me deja pasar a mi apartamento, voy en un instante y traigo dos cervezas.

– Adelante.

A Adolfo no le apetecía beber a aquellas horas de la mañana, pero estaba tan atónito que un momento de soledad le vendría bien para hacerse una idea de las cosas. Se había repuesto lo suficiente como para poner cara de póquer cuando Darío regresó con las botellas, pero su curiosidad seguía intacta. El chico sirvió despacio los dos vasos, él también necesitaba tiempo para pensar en su explicación.

– Verá, don Adolfo, es que yo… en fin, usted ya sabe que mi novia me está esperando para casarnos.

– Sí, claro que lo sé.

– Pues el caso es que ya no estoy seguro de querer casarme con ella, con ella ni con nadie, quiero decir. ¿Se imagina lo que debe de ser embarcarse en un matrimonio en el que ya no amas a tu mujer ni desde el principio? Porque la vida de casado debe de estar bien cuando hay sentimientos, de lo contrario… el matrimonio es una manera de vivir sin la mínima libertad que no tiene gracia: pagar hipoteca, no salir para ahorrar, cargarse con niños y responsabilidades para siempre… y acabar tus días aguantando en casa a tus nietos, a tu suegra o algo peor. Si no hay sentimientos que te compensen mucho… no le veo yo las ventajas, de verdad.

– ¡Hombre, planteado así…!

– No puedo planteármelo de otra manera por más que lo intento. Y no deseo engañar a mi novia ni engañarme a mí mismo de por vida pensando que soy feliz cuando no lo soy. ¿Lo comprende?

– Lo comprendo. Ya no eres un niño, y supongo que lo has pensado con detenimiento.

– Le aseguro que me ha costado mucho tomar esta decisión.

– ¿Y te quedas en México?

– Sí.

– ¿Qué trabajo has podido encontrar aquí?

– Seré administrativo, lo mismo que he hecho siempre.

– ¿En qué empresa?

– En El Cielito, señor.

– ¡Joder! -soltó Adolfo sin poder contenerse.

– Es un negocio muy saneado, pero el dueño tiene un enorme follón en las cuentas. Quiere que yo se las lleve y empezar a pagar sus impuestos, cosa que no ha hecho jamás. Sabe que yo tengo experiencia y me lo propuso. No me darán mucho, pero viviré en el local, con comida incluida. No tendré problemas de casa ni de mantenimiento, y mis necesidades son muy pequeñas.

– Sí, ya -balbuceó Adolfo.

– También ha influido en la decisión de aceptar el trabajo la cuestión de las chicas, naturalmente. Estaré acompañado y… esas chicas… bueno, no puede usted saber lo feliz que me hacen, el cariño que me dan.

– ¿Alguna en concreto?

– Tres o cuatro más en particular. Yo las quiero a todas, y ellas me dan su amor sin egoísmo alguno, sin cobrar tampoco, por supuesto. Son dulces, agradables, no me exigen nada, no tienen malicia ni le piden demasiado a la vida. Allí estaré tranquilo: un poco de trabajo, una siesta, un ambiente acogedor… y sobre todo no hacer planes para el futuro. Con un poco de suerte, allí me moriré. No tengo más aspiraciones, ésa es la historia principal, que no tengo aspiraciones. ¿Le parece mal, señor?

– ¿Qué te voy a decir, Darío? Es duro cortar con tu mundo, con tu familia, con el lugar donde naciste, pero… supongo que hacer lo que te propones demuestra también una gran valentía por tu parte.

– Gracias, tenía miedo de lo que pudiera decirme. Por supuesto puede contar con que le dejaré todos los papeles arreglados, y si me necesita unas semanas más, me quedaré. Y bien, iba pensando Adolfo de regreso a su casa, aquel mosquito muerto de Darío había dado un paso crucial: cortaba amarras y adiós. De modo que no era sólo follar lo que lo hacía volver una y otra vez a El Cielito, había algo más. Se trataba de una locura, naturalmente, de una temeridad y una poca vergüenza, pero, en el fondo, ¿qué varón no había soñado alguna que otra vez con mandarlo todo al infierno? Aquel chico estaba despidiéndose de las incómodas imposiciones de la convivencia matrimonial, de las pequeñas miserias cotidianas, de la esclavitud de los hijos y las responsabilidades que comportan. Al mismo tiempo, renunciaba a esas cosas tan agradables de la vida corriente en familia: sentirse el dueño de un hogar, la piedra básica de un grupo humano con su misma sangre… sin olvidar la ambición profesional; aquel joven de aspecto frágil y algo atontado se había dado cuenta, sin embargo, de que medrar en el trabajo es pura vanidad. De hecho, por muy competente que uno fuera, nunca resultaba imprescindible en ninguna organización. Si un buen día dejabas de ser rentable, recibías una patada más o menos encubierta por parte de la empresa y en paz. Había algo de filosófico en la decisión de Darío. Y no porque irse a vivir a una casa de putas fuera muy filosófico en sí, sino por los matices de aceptación de una vida sencilla que llevaba aparejados aquel plan. Y además estaba el sexo, porque la vida sería sencilla pero no monacal, y vivir cambiando constantemente de mujer era una especie de sueño erótico universal. ¿Cuánta experiencia y goce sexuales se pierde un hombre casado inmerso en la sociedad convencional? ¡Mucha, por no decir toda! La esposa no siempre está por la labor, y la propia dinámica de la vida conyugal conduce a un cierto desinterés pasado el tiempo. ¡Por no hablar del trabajo! El desarrollo de la profesión es un auténtico inhibidor de la libido, el más potente que hay: la responsabilidad, las reuniones, los problemas diarios, las largas jornadas de estrés, las luchas internas de poder en la empresa… En todo este tráfago infernal, un hombre pierde horas y horas de dedicación al sexo placentero y exaltado. Más aún, pierde las ganas de ejercitarlo, lo cual ya es la última decadencia personal. No, en ningún caso podía concluirse que Darío estuviera loco. Tampoco su resolución comportaba un desdoro para su persona. En cierta manera, incluso lo honraba.

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