– Prueba una de esas galletas. Las ha hecho la chica, te gustarán.
– No, gracias, Manuela; en realidad tengo que marcharme ahora mismo. Sólo he venido a despedirme de ti.
– ¿A despedirte? No entiendo.
– Me voy con Santiago. Volvemos a España dentro de tres días. Mientras tanto he pensado que voy a instalarme en otro lugar. No me gustaría que se reprodujeran escenas violentas como la del otro día. Eso es malo para todos.
– ¿Vais a vivir juntos?
– Sí, lo que Paula dijo era verdad.
– ¿Y tus hijos?
– Viviremos en su misma ciudad. Mi casa tendrá espacio para ellos, por si quieren venir a visitarme.
– ¿Se lo has dicho ya?
– Los llamé el otro día.
– ¿Y cómo lo tomaron?
– No puedo saberlo hasta que no los vea, pero supongo que no muy bien. Es lógico, ¿no?
– Victoria, ¿has pensado detenidamente en lo que vas a hacer? Ya sé que no soy quién para inmiscuirme en tus asuntos, pero al fin y al cabo hemos pasado mucho tiempo viviendo aquí las dos, en un pequeño grupo, en un país extraño… Soy mayor que tú y me siento autorizada para decirte esto. Medítalo con mucho cuidado. Tu matrimonio ha durado mucho, tenéis hijos, un estatus, comodidades… y Ramón es un hombre muy serio, cabal…
Victoria bajó la vista. Una angustia indefinida empezó a atenazarle el pecho. Manuela prosiguió, ahora más tranquila:
– … Y eso no significa que Santiago me parezca mal chico. Es un hombre con mucho fundamento, atractivo, brillante en el trabajo, según Adolfo me ha comentado alguna vez. Pero ya ves cómo es su mujer, un poco alocada, un tanto especial, quizá él sólo necesite… en fin, perdóname, yo…
– Manuela, ya lo sé, sé qué quieres decirme. Yo misma lo he pensado muchas veces, y sí, eso es lo razonable, lo que cualquiera con un poco de prudencia y de sentido común pensaría. Pero yo… lo cierto es que no me veo con fuerza para dejar a Santiago, yo…
No pudo seguir hablando. Se le quebró la voz y empezó a llorar con una amargura que Manuela no recordaba haber visto antes en ninguna persona. La observó, conmovida, y también sintió una pena enorme, un pesar inabarcable que le brotaba de las entrañas sin que ella supiera que estaba ahí. Era como si se encontrara en la piel de Victoria, como si fuera ella misma quien estuviera planteándose abandonar al hombre del que estaba enamorada, pero enamorada con toda la intensidad posible, con toda la fuerza. Ese amor le pareció de repente algo central, superior, y comprendió que abortarlo cuando no había podido ni siquiera desarrollarse sería como perder el resto de su vida, incluso la vida ya pasada, sería como perderlo todo.
– No quieres renunciar a Santiago, ¿verdad?
Victoria negó con la cabeza, intentando sofocar las lágrimas. Entonces Manuela la abrazó y comenzó a llorar también, con auténtico dolor, con zozobra infinita, como si hubiera sido protagonista de la historia más triste del mundo. Y así se quedaron un buen rato, abrazadas y llorando sin ningún motivo real. Porque ni la una estaba enamorada de nadie con pasión, ni la otra pensaba que su pasión fuera a conducirla a un abismo.
Al quedarse de nuevo sola, Manuela fue a lavarse la cara para borrar los restos de llanto. Después se empolvó la nariz y dio una vuelta por la casa para ver si todo estaba en su sitio. Ese era un gesto que solía tranquilizarla cuando se encontraba desanimada. Sin embargo, en seguida se dio cuenta de que de nada le serviría en aquella ocasión. ¿Qué le pasaba? El nudo doloroso que oprimía su pecho le era desconocido, nunca se había sentido así. Se derrumbó en el sofá y se miró las manos. Por mucho que fuera una mujer fuerte y bien conservada para su edad, sus manos habían registrado el paso del tiempo. Era vieja, más vieja de lo que había estado dispuesta a reconocer en los últimos años. Era tan vieja como todas las mujeres que tenían sus años. El tiempo nunca volvía atrás. La congoja la tenía ahora atrapada con tanta fuerza que le impedía incluso volver a estallar en lágrimas liberadoras. Todo era mentira en su vida, todo; su propio marido se lo había dicho. Una oportunidad desperdiciada, no se vive dos veces. Un fracaso total. El matrimonio, los hijos, el hogar, todo parches ficticios para disimular la ausencia de un gran amor. Ella nunca despertaría en nadie la pasión que había despertado Victoria en Santiago. Y lo que era más terrible: ella nunca sentiría esa pasión, no la experimentaría, moriría sin saber de qué estaba hecha. Sin duda, aquélla debía de ser la verdadera esencia de la vida, ese sabor que si no has probado bien puedes decir que estás muerto, que siempre lo has estado. Sin amor de ese calibre has pasado por la vida lejos de lo importante, no has sido invitado a la mesa del padre, estás lejos del círculo de los elegidos.
Volvió a pasearse por la casa como una leona en un zoo. Pasó revista a todas las fotografías familiares que había traído desde España, cuidadosamente expuestas en marcos de plata: sus hijos cuando eran pequeños, tomas de vacaciones en la nieve, ella y Adolfo en la mesa de un restaurante de París, su nueva y minúscula nieta… Aquellas fotos, que iba renovando de vez en cuando, viajaban con ella a donde quiera que fuese. Siempre la hacían sonreír con orgullo cuando las miraba, pero ese día sintió un vacío total. ¿Para qué seguir llevándolas de destino en destino? Su esposo ya no la amaba y sus hijos vivían perfectamente sin ella. De hecho, ahora se preguntaba si Adolfo la había amado de verdad. Sin duda, no con aquella pasión devoradora que se lleva por delante cualquier obstáculo que encuentra, sino sólo con un amor de índole práctica y conyugal. ¿Y sus hijos? Sus hijos podrían haber sido educados en un colegio inglés sin que se notara diferencia alguna con el trabajo y la dedicación que ella les había consagrado. En definitiva, no existía otro ser más inútil en toda la creación. El ahogo que notaba en el pecho amenazaba con hacerlo estallar. Se puso una chaqueta ligera y salió de casa.
Caminaba por los jardines de la colonia como sonámbula, pero con la rapidez que se exhibe cuando se va a un lugar determinado. De repente se encontró cara a cara con Darío. Lo miró como si estuviera sufriendo una alucinación. Darío parecía mohíno, cansado. Había pasado toda la noche sin dormir preparando las nóminas y temió que, como de costumbre, la mujer de su jefe se extendiera en explicaciones sobre nuevos proyectos para los que se precisaba su participación. No se encontraba con ánimos de escucharla y pensó que una buena estrategia era no dejar que empezara a hablarle.
– Hola, doña Manuela, ¿cómo está? Justamente voy a una reunión de trabajo con su esposo. Acabo de desayunar en el bar del club. ¡Buen café! Ya ve, aun siendo día de fiesta tenemos que trabajar un poco. Pero no se preocupe, la cosa no será demasiado larga, don Adolfo en seguida podrá volver a disfrutar de su domingo.
Añadió a sus palabras una estúpida risita. Sin embargo, la señora no parecía entender. Lo miraba fijamente como si se esforzara en averiguar quién era. De repente, sin ningún gesto indicativo de qué iba a ocurrir a continuación, Manuela cogió la cabeza del joven entre sus manos, acercó la cara y le dio un fiero, intenso y prolongado beso en la boca. Él, aterrorizado, se apartó bruscamente:
– Pero ¿qué hace, doña Manuela? ¿Se ha vuelto loca?
– Ojalá -dijo-. Ojalá.
Luego agitó la cabeza como si despertara de un sueño y se alejó casi corriendo. Darío se quedó solo en mitad del jardín, miró a su alrededor comprobando que nadie había contemplado la insólita escena, se restregó la cara con fuerza y exclamó en voz alta y desesperada:
– ¡Esto ya es la rehostia, la rehostia! ¡No puedo más!
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