Caminando por la calzada vacía parecían trasgos. Tres tristes trasgos. O quizá criaturas de distinta raza y especie. Nada que ver entre sí, nada que ver con el resto del mundo. Iban callados, concentrados en andar sin tropezar, sin trastabillar, sin hacer eses. Sonaba, como siempre, música en alguna parte.
Llegaron sin novedad a la guarida de la fiera. La recordaba perfectamente. Vasos, cojines en el suelo. La fiera encendía dos velas. Era el colmo de la delicadeza, el anfitrión ideal.
– Supongo que guardas algo de material.
– ¿Quieren ustedes coca o algo más fuerte?
– La coca bastará.
– Me encantaría invitarlas también a eso, pero deben de comprender que tratándose de mi negocio…
– Los negocios son los negocios. No te preocupes, llevo dinero.
– Si no lleva hoy, ya me lo dará.
– He dicho que llevo dinero. Trae para ti también, queremos invitarte.
Se levantó, pero en aquel momento llamaron a la puerta. Nunca se estaba tranquilo en ese país. Vio de refilón que eran tres hombres. No los dejó entrar. Le hablaban en voz baja y tono urgente. Él les dio unas indicaciones precisas y firmes, les hizo un gesto con la cabeza y los hombres se fueron. Luego desapareció y regresó con varios sobrecitos en la mano.
– De la mejor calidad, eso ustedes ya lo saben.
Susy esnifó de modo maquinal. Paula absorbió el polvo como absorbe su último aire un ser agonizante. Pensó que Dios existía. Ahora ella estaba iluminada y sabía lo que tenía que hacer. Se acercó al guía mexicano cabrón puerco demonio hijo puta y le desabrochó el cinturón. Al principio, él reaccionó instintivamente parándole la mano con violencia, pero Paula lo miró fijamente a los ojos y por fin él se dejó hacer. Lentamente fue tironeándole los pantalones hacia abajo. De pronto, el mexicano la cogió con brusquedad, le tiró del jersey, se lo quitó. Ella empezó a hurgarle en los botones de la camisa. Se estaban desnudando el uno al otro como en una pelea encarnizada. Ahora se habían quedado desnudos, en el suelo. Susy miró en silencio. El mexicano estaba lamiendo despacio el sexo de Paula. Ésta llamó con voz ronca, vacilante:
– Ven, Susy, ven aquí.
Susy se desnudó. No podía quitar los ojos de ellos, estaba hipnotizada. El mexicano tenía la piel morena, sin vello. Se acercó. Paula le dijo:
– Tócalo, tócalo a fondo.
Susy se arrodilló y le acarició al mexicano la espalda suave. Él no se volvió siquiera. Paula se impacientó.
– Así, no. Métele los dedos, méteselos.
Susy, como una zombi, negó con la cabeza mirando el trasero pequeño y musculado del hombre.
– No, no puedo.
Paula se incorporó, tiró del pelo del mexicano hacia atrás, lo apartó de su vulva. Empujó a Susy para que ocupara su lugar. El hombre no rechazó ese cambio, abrió el sexo de Susy con las manos y lo recorrió de arriba abajo, moviendo la lengua lentamente. Susy empezó inmediatamente a gemir. Él no, ni Paula, ambos estaban callados. Paula se aplicó a hacer lo que antes había ordenado. Se chupó dos dedos y los deslizó dentro del hombre. Él se estremeció pero continuó su labor con la lengua, con los carnosos labios. Su respiración se volvió lenta, fatigosa. Se incorporó y buscó con prisa el centro de Susy, la penetró. Paula había ido tras él, no lo soltó, no dejó de trabajar su ano rítmicamente. Dijo entre susurros:
– Grita un poco, muchacho, grita.
De la boca del mexicano no salió ni un sonido. Paula elevó la voz, lo sodomizó con gran violencia:
– ¡Grita, grita, cabrón!
Entonces sí, entonces él se arqueó como un gato y subió por su garganta el sonido de un animal, el grito de una fiera antes de morir. Susy soltó un gemido, Paula se apartó, se recostó de lado adoptando una postura fetal en la que permaneció quieta, sudando.
Los hombres volvieron a la colonia al caer la tarde, como todos los viernes. Manuela esperaba con impaciencia, y en cuanto oyó un ruido en el jardín salió a abrir. Ni siquiera le dio un beso de bienvenida a su esposo. Sólo le tiró de la mano y lo condujo con prisas al salón.
– Siéntate -le ordenó con tono apremiante-. Espero que estés tranquilo y sin tensiones, porque te aseguro que vas a oír algo gordo.
Adolfo cerró los ojos un momento, presa de un cansancio mortal. Su mujer ya se había enterado, naturalmente; si en algún momento había albergado la esperanza de que no fuera así, demostraba estar loco. No se mantiene en secreto una cosa semejante, y menos en un coto cerrado como el de la colonia. Se preparó para recibir el chaparrón con el que sin ninguna duda iban a obsequiarle.
– ¿Recuerdas la reunión que convoqué el otro día, aquella en la que debían surgir ideas para la fiesta de la ONG? Bueno, pues sucedió algo impensable: Paula acusó a Victoria públicamente de haberle robado a su marido y ella no lo negó.
Hizo una pausa, esperando la reacción sorprendida o escandalizada de Adolfo, pero éste se limitó a pasarse la mano por la cara con bastante parsimonia. Al fin dijo desmayadamente:
– Sí, me lo imagino.
– ¿Cómo que te lo imaginas? ¿Lo sabías ya?
– Santiago deja la obra y vuelve a España.
– ¿Con ella?
– Sí, con ella. ¿Qué hay para cenar?
– Vamos a ver, Adolfo, ¿es una broma? Están sucediendo cosas terribles, tú las sabes y no me las cuentas, y ahora, cuando por fin abres la boca, se te ocurre preguntar por la cena.
– ¿Y qué quieres que haga?
– No sé, por lo menos comentar conmigo los acontecimientos. Además, deberías hacer algo. Tú eres el ingeniero jefe y en cierto modo todo el mundo está bajo tu responsabilidad.
– Repito la pregunta: ¿qué quieres que haga?
– ¡Algo! Aquí se han disparado las habladurías y han ido incrementándose durante toda la semana. Las esposas están inquietas, se ha alterado el clima de armonía general.
– Si todas os ocuparais de vuestros asuntos no sucedería eso.
– ¡Bonita respuesta! No vivimos en una gran ciudad, sino en una pequeña comunidad donde todos nos conocemos. Es inevitable que la gente esté trastornada y revuelta. Esos dos deberían haber pensado qué estaban haciendo antes de embarcarse en una historia semejante.
– Esos dos, como tú dices, se han enamorado.
– De modo que te parece bien.
– ¿A ti te parece mal?
– A mí en estas circunstancias me parece que cometen una grave falta de respeto hacia sus parejas, incluso también hacia el resto de los residentes. ¡Incluso frente a sí mismos! Si se han enamorado, que se aguanten y esperen hasta que la obra acabe o que se den cuenta de que se puede luchar contra ese tipo de sentimientos cuando uno está casado y tiene algo que perder.
– Son sus vidas, no la tuya.
– Me dejas de una pieza, Adolfo, de verdad.
– ¿Se puede saber por qué?
– Cualquiera que no te conociera creería que apruebas esta historia.
– ¿Y tú me conoces, Manuela?
– Llevamos más de treinta años casados. Tú dirás si te conozco.
– Me conoces y piensas que rechazo el amor de esa pareja.
– Escúchame bien, Adolfo, seamos realistas…
– ¡No!, escúchame tú a mí. Estoy cansado de ser realista, práctico, de tener los pies en el suelo, de vivir de acuerdo con las normas de mi educación, mi ambiente, mi posición social. Todo eso que a ti se te da perfectamente, ¿no es cierto? Llevamos toda la vida comportándonos como personas razonables y todo es perfecto, pero ¿no se te ha ocurrido pensar alguna vez que yo puedo tener dudas de si me amas o no?
– ¡Adolfo, eres mi marido!
– ¡Exacto!, y en ocasiones tengo la sensación de que cualquier otro podría estar en mi lugar. Lo importante parece ser formar una familia, tener respetabilidad, ocupar un puesto en la sociedad. Pues ¿sabes qué te digo, Manuela?, que yo admiro el coraje de esos dos para romper con todo y marcharse juntos. Me parece que tienen suerte de haberse enamorado con tanta pasión. En fin, que los envidio, que cuentan con mi apoyo.
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