Victoria se sentía en su propia casa como una fiera enjaulada. Cada vez se encontraba más inquieta y no sabía cómo combatir ese estado de ánimo. Su primera intención fue llamar por teléfono a Santiago, contarle lo que había sucedido en la reunión de caridad. Acto seguido, le pediría que se marcharan a España sin esperar ni un momento más. La teoría de Santiago, todo aquello de dar tiempo al tiempo y dejar que sucediera lo que tenía que suceder estaba llegando, en su opinión, demasiado lejos. Por culpa de aquella absurda etapa se había dado lugar a la escena de la reunión, violenta, desagradable, ridícula. ¿Qué más tendría que soportar hasta que él se diera cuenta de que lo indicado era salir de allí cuanto antes? No estaba dispuesta a que la zarandearan como a una muñeca vieja. La historia folletinesca de que le había robado el marido a otra le parecía ofensiva, falsa, inaceptable. ¿Cómo se podían plantear las cosas así entre gente educada? ¿Acaso ella había irrumpido con sus malas artes en un matrimonio feliz seduciendo a un ingenuo marido? ¡Por Dios, aquello era pura basura! Y, sin embargo, ¿qué podía hacer, editar un bando explicando a todo el mundo las circunstancias del enamoramiento? ¡Al infierno!, largarse aquella misma noche, ésa era la solución.
Descolgó el auricular, pero se contuvo. No podía llamar a Santiago en aquel estado de histeria. Lo primero era serenarse, enfriar un poco la hoguera que la devoraba. Se echó a llorar. Todo aquello estaba resultando demasiado para ella, no sería capaz de aguantarlo, de llegar hasta el final. Aunque si lo pensaba se daba cuenta de que las cosas habían sucedido a una velocidad vertiginosa: el enamoramiento, la decisión de huir juntos, las respectivas conversaciones con Paula y Ramón… debía tener calma, todo iba bien, más de prisa era casi imposible. Santiago llevaba razón, no podían esfumarse en el aire, estaban dejando atrás toda una vida y eso no se improvisaba con un chasquido de dedos. Debían dejar que sucediera lo que tenía que suceder, y eso estaba sucediendo. El mundo era así y no de otra manera. Si había esperado recibir comprensión y golpecitos en la espalda, estaba muy equivocada. La sofisticación social desaparecía en cuanto entraba en liza el elemento humano más visceral. Pero ella no iba a dejarse llevar por el miedo a ser rechazada o juzgada con dureza. Siempre había sido una mujer equilibrada y no se perdonaría perder ese equilibrio justo cuando más lo necesitaba. Descartó hacer una llamada telefónica que sólo conseguiría crear desasosiego en el hombre al que amaba por encima de todo.
Susy tardó un poco en darle alcance. Nunca se había fijado en que Paula tuviera una zancada tan potente y rápida, siempre la había visto desplazarse algo perezosamente, como si no persiguiera un objetivo al que llegar. Había tomado el camino de San Miguel. Por fin se puso jadeando a su lado.
– Paula, no corras tanto.
– ¿Qué demonio haces aquí?
– Yo también me largué de la reunión. He venido tras de ti. Déjame que te acompañe, por favor. Es mejor que no te quedes sola ahora.
– ¿Por qué? ¿Qué piensas que voy a hacer?, ¿suicidarme, comprar una pistola para pegarle un tiro a uno de esos dos? No te equivoques, querida yanqui, esto no es un corrido mexicano. Estoy muy bien. He montado ese número porque me apetecía, y lo único que quiero ahora es que me dejen en paz. No es necesario que te conviertas en coprotagonista de todas las películas.
– Perdona, creí que la compañía te haría bien, pero ya me voy.
Dio media vuelta, pero al tercer paso, Paula la llamó:
– Susy, ¿adónde vas?, ¿te he dicho yo que te marcharas, te lo he dicho?
– No soy tu perro. Estoy harta de que me trates mal.
– Vuelve aquí, por favor.
– Si quieres que vuelva, pídemelo de manera adecuada, y también preséntame excusas.
– Susy, te lo pido. Estoy pasando por un mal trago y tu presencia me irá bien. Eres la única que soporto de toda esa pandilla. Vente conmigo a tomar una copa.
– ¿Y las disculpas?
– Discúlpame.
– Está bien, de acuerdo.
– Eres la única persona con la que puedo hablar aquí. Ya ves que estoy completamente sola.
– Yo también estoy sola.
– Tienes a tu marido.
– No soy quien él cree que soy. He cambiado.
Paula tuvo la inmediata tentación de pedirle que se marchara en ese momento. Si la intención de la americana era convertir la velada en una sesión de confidencias matrimoniales con sus consecuentes interpretaciones psicológicas, dudaba de que pudiera resistirlo. No había pensado qué quería hacer ni hacia adonde se dirigía, pero en ningún caso daría lugar a un dúo de esposas infelices que se ponían paños calientes la una a la otra. Sin embargo, sí estaba bien beber acompañada por alguien, y Susy siempre estaba a su lado. ¿Por qué había estado persiguiéndola casi desde que llegó? Pensaba sin duda que la experiencia de una mujer madura era algo aprovechable. Y lo era. «Vamos, Susy -pensó-, ven conmigo, yo te dotaré de cientos de experiencias únicas, conclusivas. Ese tipo de experiencias de las que salimos reforzados como seres humanos, pero especialmente como animales. Sí, Susy, la vida no es tan distinta de cómo nos dicen que es. Fíjate en mí. Quien siembra vientos recoge tempestades y todo eso. Y yo las he recogido. Sin Santiago las cosas no serán muy diferentes. Ya no vivía con él desde hacía años. Claro que tampoco vivía sola. Ahora sí estaré sola.» Aún no habían hablado de cuestiones prácticas. ¿Quién se quedaría con la casa? ¿Cómo lograría ella mantenerse con un trabajo de traductora que llevaba tiempo sin ejercer? ¡Dios, detestaba tener que preocuparse ahora por ese tipo de asuntos, eso sí era una humillación! Se volvió hacia Susy, que caminaba en silencio a su lado, le sonrió con la tirantez de una autómata.
– ¿Sabes qué creo, querida amiga? Pues creo que todo me irá mejor a partir de ahora. Abandonaré las traducciones del conde, que lo traduzcan sus esbirros. Me dedicaré a las obras de creación: novelas maravillosas, narraciones cortas llenas de inspiración. ¡Incluso poemas! Mi vida cobrará sentido.
– Y seguro que también encontrarás un nuevo amor.
– ¡Exacto!, y si lo encuentro, en vez de llevarlo a la oficina de objetos perdidos, lo usaré yo misma a mi entera satisfacción.
Susy rió, divertida, y la miró con ojos de admiración.
– ¡Eres increíble, Paula, nunca pierdes tu sentido del humor, ese humor tuyo tan cáustico y terrible!
– ¿Por qué habría de estar triste? He perdido un marido que ya estaba en desuso. Eso no me parece tan trágico.
– Lo que nunca entenderé es por qué no lo abandonaste tú antes a él.
– Verás, creo que tengo un sentido de la vida profundamente ecológico. Si dejaba a Santiago por las buenas, se corría el riesgo de que nadie lo aprovechara en mi lugar. ¿Y cómo permitirme despilfarrar de esa manera los bienes naturales? Por el contrario, ahora puedo estar muy segura de que alguien ha recogido el despojo y dará buena cuenta de él.
Susy reía como una loca, cada vez más excitada y feliz. Habían estado caminando en dirección a la cantina donde el guía las llevó. Paula se paró frente a la puerta. Susy torció el gesto al darse cuenta del lugar al que habían llegado.
– ¿De verdad te conviene beber?
– Voy a beber, Susy, de modo que tienes dos opciones: o entras y bebes conmigo, o te vas. Compréndelo, amable compañera, lo que me convenga queda hoy sometido a lo que me apetece hacer. Lo entiendes, ¿verdad?
– Beberé contigo.
– Queda claro que ésa ha sido tu elección, yo en ningún momento te he pedido que me acompañases.
– Ya lo sé, no seas solemne.
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