– ¡Adolfo, ¿qué pasa?!
– Lo siento, muchacho, sabes que para el trabajo no soy alarmista, pero, ¡caray!, estoy nervioso. Mi mujer no aparece por ningún lado, ni da señales de vida. He empezado a preocuparme, la verdad.
– ¿No contesta en su móvil?
– Se empeña en no llevar uno. Temo que le haya pasado algo grave.
– Tranquilízate. ¿Has avisado a la policía de San Miguel?
– No me he atrevido. En realidad… bueno, sólo falta desde esta tarde.
– ¿Dónde puede estar?
– No sé. Habíamos discutido.
El americano se quedó mirándolo con perplejidad. Adolfo se sintió humillado, se enfureció para sus adentros. Un hombre de su edad teniendo que contar estúpidas intimidades a un chico veinte años más joven que él y del que, encima, era el jefe. ¡Joder, en cuanto viera a Manuela le iba a soltar todo lo que pensaba! ¡Ya estaba bien de convivencias respetuosas, de diplomacias conyugales y aplicación de consejos eternos del tipo: «En el matrimonio hay que saber aguantar»! ¡Ya estaba bien de mujeres hechas y derechas que se comportaban como niñas mimadas! En su caso específico ése era el problema: había mimado a su esposa hasta el límite, la había preservado de la dureza del mundo mientras era él quien arrostraba el rigor y la fealdad. Pero, en fin, no podía permitirse el lujo de montar en cólera frente a Henry, que aún lo miraba con cara de susto.
– Creo que voy a volver a casa y me meteré en la cama. Es inútil ponerse nervioso. Supongo que en el transcurso de la noche aparecerá, pero si mañana por la mañana no fuera así, iré a la comisaría para dar parte. Tú vuelve también, Susy debe de estar preocupada.
– ¡No, qué va! Se ha encerrado en el dormitorio. Dice que no quiere verme. Lleva allí desde las nueve. No creo que piense abrir.
– ¡Carajo!, ¿qué le pasa?, ¿también habéis discutido?
– No exactamente. Pero es que Susy… en fin, aunque no lo parezca no es fácil vivir con ella.
– ¿Con ella? ¡Ya me dirás con qué mujer lo es! Vente a mi casa, tomaremos un whisky. Llévate el teléfono por si ella se despierta.
Se sentaron frente a frente en los sillones del salón. Adolfo trajo una botella de su mejor bourbon. Sirvió, sintiendo un cierto alivio al ver el color ámbar del licor sobre el hielo.
– Algo ocurre, muchacho. ¿En América es igual?
– ¿A qué te refieres?
– A toda esta coña del matrimonio, a esta crisis, en fin.
– Allí hace muchos años que la gente se divorcia.
– Sí, pero es como si lo de ahora fuera más general. ¡No hay más que echar una mirada a la colonia!
– La convivencia es difícil, Adolfo. Tú llevas más tiempo casado que yo y lo sabes bien. Es algo más que un tópico. Si las personas tuviéramos facilidad para los cambios… pero no la tenemos. He llegado a pensar que no se cambia nunca. Al final cada uno se mete en su piel y no hay manera de acoplarse a tu pareja. Aunque hayas pensado que sí, aunque hayas elaborado estrategias racionales para soslayar lo que te molesta del otro, para evitar en ti lo que pueda molestar.
– Ésa es una explicación, pero yo creo que las cosas van más allá. Son las mujeres, Henry, las mujeres.
– ¿La culpa es sólo suya? Me parece una exageración.
– No, lo que ocurre es que están cambiando, que han cambiado ya. El matrimonio se les queda estrecho, las oprime, les jode, no les gusta.
– En ese caso habría que procurar que el matrimonio deje de ser como ha sido hasta ahora.
– ¡Imposible!, el matrimonio es el matrimonio y punto. Está hecho para formar una célula económica, de defensa, de posesión, para tener hijos que pertenezcan a alguien en concreto, que perpetúen la propiedad, el interés por crear algo en el mundo. Pero a las mujeres ya no les cuadra ese invento, se cansan, se cabrean frente al papel que les toca. Es una revolución, muchacho, pero una revolución que instaura la anarquía sin más.
– ¿Por qué?
– Negaré que he dicho esto si lo comentas con alguien, pero, sinceramente, ¿qué valores son importantes para ellas? Los sentimientos, la libertad, el amor, el cambio, lo nuevo, lo bello, explorar la vida… Nada que pueda aportar ni una brizna de racionalidad al mundo, nada que pueda construirlo, formarlo, darle un motor. Se me ponen los pelos de punta sólo de pensar cómo sería la sociedad si ellas impusieran sus reglas.
– Visto así…
– Así lo veo. Y de momento están lejos de imponer nada en plan general, pero ya me dirás cómo van a ir las cosas si empiezan a destruir el matrimonio.
– No sabía que fueras tan pesimista en cuanto a ese punto.
– Yo tampoco lo sabía, no creas, yo tampoco.
Se sirvieron otro whisky, varios más. Aquella conversación tan teórica sobre los problemas concretos que los apesadumbraban consiguió tranquilizarlos mucho. El whisky también. Y allí se quedaron, bebiendo y teorizando, y aunque no lo habían previsto, durmiendo al final, ya que semitumbados en los sillones, exhaustos después de tan larga noche, no pudieron evitar el sueño.
El timbrazo los despertó a ambos de golpe. Adolfo se precipitó a descolgar el auricular; Henry ni siquiera sabía dónde estaba.
– Don Adolfo, soy yo, Darío.
Miró el reloj. Eran las ocho de la mañana. Apenas si le salía la voz.
– ¿Qué pasa, Darío?
– ¿Doña Manuela está en casa?
– No, no está, ¿por qué?
– Acabo de abrir el buzón de la colonia y… bueno, han dejado allí una carta que…
– ¿La han secuestrado?
– Eso dice la carta, señor.
Ninguno de los guardias de seguridad había visto a nadie acercarse al buzón durante la noche. Era como si la maldita carta hubiera volado hasta allí. En ella figuraba la cantidad que se pedía por el rescate, pero no el lugar y el modo en que debía ser pagada. Esos datos, junto a la fecha de la entrega, se especificarían en un mensaje posterior. Nunca la policía de San Miguel le había parecido a Adolfo más inoperante, tanto como los guardias privados de la colonia, como el cuerpo consular al que en seguida llamó, todo el país se le antojaba ahora un viejo coche tronado que no avanzaba. El comisario de Oaxaca fue convocado también.
– ¿Un secuestro político? No, no, señor, de delincuentes nomás. Si la señora iba paseando sola por esos barrios… sólo buscan la plata. No se haga otra idea, son meros malhechores.
Todos los habitantes de la colonia fueron interrogados con las preguntas habituales: ¿cuándo habían visto a Manuela por última vez?, ¿con quién estaba cuando la vieron? Según la policía, aquellos delincuentes eran de poca monta, pero nada fáciles de detener. Adolfo se sentía impotente, eran una pandilla de agentes pasivos y desorganizados, quizá incluso corruptos. Le dio la impresión de que no pensaban hacer nada. Se dio cuenta entonces de que si Manuela moría, estaría completamente solo en el mundo.
Henry supo en seguida que la decisión de su mujer era definitiva y no temporal. ¡Volver a Estados Unidos una temporada para poder pensar mejor! No, Susy se iba con la intención de no volver a México, quizá también con la intención de no volver a él. La crisis por la que pasaba ahora su esposa siempre le había parecido deseable, necesaria; pero no se le hubiera ocurrido pensar que fuera a afectar a su matrimonio. ¿Qué se estaba fraguando en la mente de ella? No lo sabía, Susy se empecinaba en no hablar de ello. ¿Se cuestionaba la pareja, su lugar en el mundo, el amor en sí mismo, o simplemente había dejado de quererlo? Se daba cuenta de que aquello era tan triste como esperable. ¿De verdad había pensado que ella evolucionaría según los planes hasta convertirse en su compañera ideal? Si había creído eso fue porque intentó manipularla, o al menos porque esperó poder hacerlo alguna vez. Asumía su culpa con una extraña tranquilidad. Le daba igual saber si el suyo era un error común o si se trataba de una deformación de su personalidad. No, a partir de ese momento pensaría menos en los porqués. Tampoco daría tanta importancia a las consecuencias de sus actos, ya que a veces éstas eran impensables. Se preocuparía menos por todo. En el fondo había terminado la relación con Susan profundamente cansado. Concebir el matrimonio como un work in progress era una carga excesiva. Hacerlo al modo de Adolfo, como una inversión que debe revalorizarse sola, tampoco le parecía una buena solución. Lo más probable era que el matrimonio no se pudiera planificar de ninguna manera, salía bien o no salía, dependiendo de los casos y el azar. Y, sin embargo, él volvería a casarse, no sabía bien por qué. Suponía que una de las razones era tener hijos. Era muy joven aún, y renunciar a eso le hacía tener la sensación de pasar por la vida perdiéndose algo importante. ¡Quién podía saberlo!, todo era demasiado complicado, y demasiado simple a la vez. Los hechos se precipitaban sobre las personas y su análisis se hacía siempre después. De momento estaba en México, trabajando, y veía día a día cómo la presa que estaban construyendo crecía y tomaba forma. Eso y esperar el futuro sin ansia eran dos buenas razones para vivir. No se inquietaría por la suerte de Susy, estaba seguro de que se las apañaría bien. No adivinaba cuál era el nuevo camino por el que había decidido ir, pero iba por fin hacia alguna parte, y eso ya era bueno en sí mismo. En cualquier caso, cada uno es dueño de su propio destino, o al menos creer eso es lo que da fuerzas para aceptar lo que va pasando.
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