Alicia Bartlett - Días de amor y engaños

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Una historia magistral sobre las parejas, el amor y el engaño La convivencia en una pequeña comunidad de ingenieros españoles en el extranjero se desmorona tras desvelarse la relación que ha mantenido uno de ellos con la esposa de otro. En unos pocos días, todo el frágil entramado de complicidades, de pequeñas hipocresías y de deseos contenidos de los miembros de la colonia se vendrá abajo, y saldrá así a la superficie un mundo de sexo, engaños y sueños largamente incumplidos. Una historia magistralmente narrada que trata un tema de eterna actualidad: la de las relaciones de pareja y cómo evolucionan, se transfiguran y mueren… o dan lugar a otras.

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– ¿Te ríes? -le preguntó él.

– Es divertido que me rapte un príncipe azul.

– No llevo caballo blanco, pero cuando lleguemos a España puedo alquilar uno y raptarte con todo el ceremonial.

– Será más práctico que alquilemos un piso donde vivir.

– Eso también. ¿Te preocupa algo?

– No.

– A mí tampoco. Sé que todo saldrá bien.

– ¿Dios está con nosotros?

– Puedes estar segura.

Victoria volvió a reírse. ¿Estaba fugándose con un loco? Probablemente sí. Aun en aquellos momentos alegres y definitivos, podría haber elaborado una larga lista de razones que demostraban hasta qué punto todo aquello era una locura. Pero le daba igual, lo razonable no tiene por qué ser la única vía hasta la felicidad. Además, tenía la firme convicción de que Santiago estaba en lo cierto: todo saldría bien.

Ramón entró en la casa. Ella se había ido ya, afortunadamente. No le hacía ninguna gracia tener que quedarse en el campamento también el fin de semana. Horizonte despejado, tampoco le gustaba tener que evitarlo a él en la obra. Se había acabado la incomodidad. Miró en las habitaciones, comprobando que Victoria se había dejado bastantes cosas. Las metería en cajas y las enviaría a su casa en España, ella podría pasar a recogerlas allí. No quería ver constantemente sus objetos mientras permaneciera en México. Pensó que, en cierto modo, era preferible que la separación se hubiera producido en un lugar extraño. Cuando acabara su trabajo se marcharía y se desharía con más facilidad de los malos recuerdos. A partir de ese momento, su vida retomaba la normalidad: trabajaría intensamente, como siempre lo hacía. La asistenta continuaría a cargo de la casa, de modo que no tenía que preocuparse por nada durante los fines de semana. El entorno de la colonia era muy agradable, contaba con amigos, seguiría practicando deportes y asistiendo de vez en cuando al club.

No era preciso alterar en nada su vida habitual. Perfecto.

Suponía que Paula no tardaría en marcharse. Mejor, verla deambulando por la colonia sin duda lo pondría nervioso. Era una mujer imprevisible, capaz de emborracharse un día y soltarle algo impertinente delante de los demás.

Los cotilleos que pudieran haberse suscitado entre los habitantes de la colonia no le importaban demasiado. Nadie podía inventar nada malicioso o denigrante para él. Su actitud en aquel asunto había sido clara y digna. Además, todos veían lo que había pasado: un hombre con un matrimonio fracasado por culpa de una esposa alcohólica encuentra la ocasión de librarse de ella y la aprovecha, eso era todo. Y en cuanto a Victoria… una mujer sin mundo, que ha pasado los años entre sus clases y su familia, se deja engatusar la primera vez que oye palabras de seducción: la pasión, el gran amor… literatura barata. Un apaño entre dos. A ver lo que duraba. Si alguien concebía otras versiones no quería saberlo, le daba igual. El que quisiera buscarlo ya sabía dónde encontrarlo: en el mismo lugar de siempre, haciendo lo que siempre había hecho. Los hombres íntegros de quienes nadie tiene nada que decir es así como obran: cumplen con su obligación y se mantienen en su puesto.

Acabada la vuelta de inspección que dio por su propia casa, pensó en llamar a sus hijos. Descartó la idea, lo haría en otra ocasión, hoy quería disfrutar de su nueva paz. La tranquilidad le gustaba por encima de todas las cosas, pero a partir de ese momento aún la valoraría más. Había pasado por nervios, inquietudes e incertidumbres durante aquellos últimos tiempos, de modo que poder reconducir su tiempo y llenarlo de orden y costumbres serenas le parecía un privilegio al que ya no renunciaría jamás.

Entró en el salón y puso un poco de música clásica, a volumen moderado pero que le permitiera oír bien. Luego cogió varios fajos de informes para revisar que había traído de la obra y los dejó sobre el sofá. Añadió los periódicos del día y un libro para cuando hubiera concluido con todo lo anterior. Fue al mueble bar y se sirvió dos deditos de tequila. ¿O quizá sería mejor no beber nada? Aunque los informes que debía revisar no ofrecían ninguna complicación, podía ser más oportuno mantenerse completamente sobrio. ¡Tonterías!, poco podía influirle aquella minúscula cantidad de alcohol. Y quería pasar una velada relajada, con un vaso en la mano y una música agradable flotando en el aire.

Se sentó en la mullida superficie. Probó el tequila. Fuego reconfortante y sabroso, de la mejor calidad. Sacó las gafas de su funda y se las caló. Empezó a leer, pero en seguida se interrumpió. Se quitó las gafas, se puso la mano sobre los ojos y se echó a llorar.

Eran las dos de la mañana y Manuela no había regresado. Solo en casa, Adolfo empezó a preocuparse. El hecho de que hubieran tenido una bronca, quizá la más agria de su vida conyugal, no le daba derecho a desaparecer sin dejar al menos un aviso. ¿Dónde demonio estaría? Lo más probable era que, enfadada, hubiera decidido pasar la noche en casa de alguien de la colonia. Aunque era extraño que no se lo hubiera comunicado para que no se alarmara. No, seguro que no, en la colonia no estaba. «¡Carajo! -exclamó para sí-, ¡maldita histérica!, a su edad, ya con nietos y montando numeritos adolescentes.» Y sólo para que él se sintiera culpable, naturalmente. Claro que no debería haberse hecho el duro esperando tanto tiempo sin ir a buscarla, pero en ningún momento pensó que tuviera la flema de condenarlo a pasar toda la noche preocupado. Y ahora, a las dos de la mañana, ¿cómo iba a telefonear a nadie? ¿Le habría ocurrido algo malo? Estaban en México, no en Madrid, y encima los habían prevenido sobre el peligro de secuestros en los últimos tiempos. Quizá no era mala idea llamar a la policía de San Miguel. Claro que después de una bronca… ésa debía de ser una situación muy habitual: cónyuges que llaman denunciando la desaparición de sus parejas después de haberse peleado. Podía hacer el ridículo de la manera más lamentable. ¿Y si se había quedado durmiendo en algún sofá del club? No, con toda seguridad, su mujer habría evitado todo lo que diera pábulo a los cotilleos. No, había sufrido un percance, cada vez lo veía más claro. Manuela estaba en dificultades y él permanecía de brazos cruzados y, encima, poniéndola verde. Se sintió fatal. En un impulso poco meditado salió a dar una vuelta por la colonia.

Todo estaba en calma. Reinaba una absoluta oscuridad. Se dirigió al club. Parecía cerrado. Pues claro, ¿cómo coño iba a estar a las dos de la mañana? Se paseó por los jardines sin saber qué buscaba. Sus reflexiones se repetían como en un eco: México es un lugar peligroso, peligroso.

Descubrió que dentro de la casa de Susy y Henry había luz. ¿Y si su esposa se encontraba con ellos? No, imposible, eso era absurdo. Debían de estar leyendo o viendo televisión. En cualquier caso no dormían, de modo que no los molestaría si llamaba. No era su estilo pedir ayuda a nadie, pero tampoco solía angustiarse, y en ese momento la angustia lo tenía atrapado. Necesitaba hablar con alguien. Pero pulsar el timbre a aquellas horas se le antojaba muy agresivo y alarmante. Sacó su móvil y marcó el número de Henry.

– ¡Adolfo!, ¿qué ocurre?

– Nada, no te asustes. Perdóname, sé que es muy tarde, pero he visto que tenías luz y… bueno, seguramente es una tontería, pero Manuela ha desaparecido y estoy un poco nervioso.

– ¿Dónde estás?

– Aquí, cerca de la fuente.

– Te abro.

– Ni hablar, no voy a entrar en tu casa a estas horas. Sal tú y charlamos un rato.

Inmediatamente vio llegar a Henry con su paso seguro de hombre joven y sólo esa imagen ya logró tranquilizarlo. «Un hombre joven tranquiliza», pensó, sintiéndose viejo por primera vez en mucho tiempo.

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