Se sentó en el único sillón que tenía con el propósito firme de tomarse una cerveza helada y mirar al techo. Había pasado el día entero trabajando en la preparación de las hojas salariales y sentía la cabeza embotada, ningún deseo de leer o ver la televisión. Sólo ansiaba quedarse muy quieto y notar el amargor vivificante de la bebida bajando por su garganta. La vida era un coñazo. Tal y como la sociedad la había planteado, un coñazo absoluto. Etapas y etapas por las que parece inevitable pasar. La infancia aguantando a los padres, la juventud, estudiando. Luego, empezar a trabajar. Más tarde, el matrimonio, los hijos, ¡los nietos!… y total para llegar a un final siempre idéntico: morirse. Claro que ni la muerte es un proceso exento de obligaciones, tienes que haber pagado tu tumba, un entierro con coche fúnebre, y haber dejado tus papeles en regla y ninguna deuda si no quieres que tus descendientes te maldigan mil veces. Ese sistema de pasar por la vida parecía ideado por un sádico. Lo más sorprendente era que todo el mundo se acoplaba a él sin protestar demasiado. Bueno, no todo el mundo; estaba la gente que vivía al margen, que encontraba su camino y transitaba a su aire. Pero siempre le habían inculcado la idea de que o eras muy rico, o la marginalidad conduce sin remedio a ser triste, pobre y desgraciado. Si ibas a tu aire, acababas muriendo como un perro: en una cuneta y abandonado, sin que nadie llorase por ti. Dio un trago concienzudo a su cerveza. No estaba seguro de que la ausencia de llantos a su muerte fuera algo demasiado lamentable. Al fin y al cabo, una vez muerto daba lo mismo, con lágrimas o sin ellas, acababas bajo tierra. ¡Vaya historias! Rico no lo sería nunca, y para tener poco ¿qué importa tener menos pero ser feliz? Ya lo decía aquella parábola o lo que fuera que le contaba su abuela cuando era pequeño: «¿Acaso no comen alpiste los pájaros del campo?» No recordaba exactamente si era alpiste lo que Dios les proporcionaba, pero la esencia del ejemplo era que sin comer, lo que se dice sin comer, nunca te quedas, de modo que si no eres muy exigente puedes pasar. A él personalmente alimentarse con arroz y lentejas o con suculentos platos le traía al pairo… con tal de tener un poco de dinero para follar… eso sí que era bueno y no tenía recambio. Nada como echar un polvo, mucho mejor que comer. Recordó a las chicas de El Cielito, lo bien que lo pasaba con ellas en la cama. ¿Qué importaba que hubiera que pagar por eso? Además, muchas veces no le cobraban y, a las malas, con Yolanda a veces tenía la sensación de estar pagando también, sólo que un precio mucho más alto: pisos de ciento cuarenta metros, muebles, lámparas, banquetes de boda… hasta se le había metido en la cabeza que para arreglar su nueva casa contratarían a un decorador. Una amiga lo había hecho antes de casarse y estaba encantada con el resultado. ¡Un decorador!, un tipo que te organiza la casa sin conocerte, un extraño que te señala cómo tienes que vivir. ¡Aquello no tenía ningún sentido!, ¿quién había metido en la cabeza de Yolanda todos aquellos delirios de grandeza? No era posible que en los dos años que él había pasado en México su novia hubiera cambiado tanto. A no ser que en lo más profundo hubiera sido siempre así y él no se hubiera percatado. ¿La distancia estaba abriéndole los ojos? Se asustó inmediatamente de sus propios pensamientos. Fuera ideas raras, Yolanda era la mujer con la que iba a casarse y punto. Eso era una realidad inalterable. Hubiera sido incapaz de hacerle la faena de dejarla a aquellas alturas, con los preparativos de la boda ya en curso. Aunque cuando uno se casa albergando dudas, luego pasa lo que pasa. Ahí tenía como ejemplo el caso del ingeniero, que se acostaba con una mujer distinta de su esposa, y encima casada. Seguro que él también tuvo sus vacilaciones antes de dar el paso matrimonial. Pero ¡basta!, no quería pensar más en aquellas cosas. Tomaría otra cerveza.
Se levantó a buscar una y después volvió a sentarse, con el ánimo un tanto perturbado. Pensaría en algo bien distinto, más agradable, pensaría en Rosita. Aún era libre de pensar en quien le diera la gana. Aparecieron en su mente aquellos pechos grandes y morenos, las protuberancias casi negras de los pezones. Se metió una mano dentro del pantalón, pero entonces llamaron a la puerta. Soltó una maldición en voz baja. No era para menos, conocía muy bien aquella manera insistente y pizpireta de aporrear la puerta. Se puso una camisa larga que ocultara su estado de excitación y fue a abrir.
– ¡Darío, hijo, por Dios!, ¿qué haces metido en casa con este atardecer tan agradable? ¿Estás tomando una cerveza? Me tomaría una, no está mal la idea. Tengo que hablar contigo.
– Pase, doña Manuela.
– Mejor nos sentamos en el porche.
– Voy a buscar su cerveza.
Regresó, cerveza en mano, procurando que las ganas de asesinar a la mujer de su jefe no fueran demasiado evidentes en su rostro.
– Siento darte la lata en tu tiempo libre, hijo, pero ya sabes que aquí los horarios laborales no son muy claros. ¿Estabas descansando?
– Refrescándome un poco, ya ve.
Lo miró con simpatía y un cierto aire maternal. Creyó comprender cuál era su estado de ánimo.
– Estás un poco tristón, ¿verdad?
Darío no sabía desde qué flanco le disparaban, de modo que aventuró una respuesta ecléctica.
– En fin…
– No te preocupes, muchacho. Total, os queda poco tiempo de separación. Luego estaréis juntos, y juntos para toda la vida. Si una vez casados te vuelven a desplazar a un país extranjero, mi consejo es que Yolanda te acompañe. Incluso si tenéis niños pequeños es mejor que vaya contigo. Mi esposo y yo lo hemos hecho siempre así y nos ha ido muy bien. Las separaciones largas no convienen, surgen pensamientos extraños, sobre todo en vosotros los hombres. Para la mujer seguir al marido en estos casos es un poco sacrificado porque significa dejar la casa, reorganizar la vida temporalmente lejos de las comodidades habituales, pero vale la pena, te lo aseguro. Hay que mantener las cosas en su sitio, y el matrimonio es la cosa más importante.
– Sí -dijo tímidamente Darío a falta de una réplica más fervorosa.
– Bueno, pero no he venido aquí para soltarte sermoncitos de vieja. Quiero consultarte algo.
– Usted dirá.
– Se trata de una celebración. No exactamente de una celebración, sino más bien de una fiesta benéfica. Creo que hacer una fiesta benéfica estaría muy bien, pero no sé qué forma debemos darle. ¿Se te ocurre algo a ti?
– ¿Benéfica?
Manuela notó la estupefacción pintada en el rostro de su interlocutor.
– Verás, he estado pensando que nuestra vida en México no es como la de un visitante que viene de vacaciones. En cierto modo, pertenecemos por un tiempo ya largo a este país y puede que nos hayamos olvidado de que aquí aún existe necesidad. Deberíamos hacer algo, ayudarlos de alguna manera, tomar conciencia. A esa fiesta vendría gente, en realidad, la misma de siempre, pero pagando entrada esta vez.
– ¿Y qué haríamos con el dinero?
– Entregárselo al párroco de San Miguel para que él lo distribuya como crea conveniente.
– ¿San Miguel tiene párroco?
– ¡Darío, parece que estés pasmado! Por supuesto que hay párroco en San Miguel. Esta gente puede pasar sin un hospital, pero no sin un cura.
– Claro. ¿Y qué tipo de fiesta quiere hacer?
– Justamente para eso he venido, a ver qué se te ocurre a ti, ando pobre de ideas. Tiene que ser algo con cierta gracia, un poquito original.
– ¿Qué tal una fiesta de disfraces? -sugirió Darío sin ganas de ponerse a pensar.
– ¿Otra?
– La anterior fue infantil.
– Quizá no estuviera mal, pero nos encontraríamos con las mismas dificultades que tuvimos con los niños. ¿Dónde hay aquí bonitos disfraces?
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