Alicia Bartlett - El silencio de los claustros

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La mejor Petra Delicado, en un caso histórico.
Un monje de Poblet experto en arte es asesinado cuando trabajaba en la restauración de una reliquia en un convento de clausura barcelonés. Petra Delicado y su ayudante Fermín, tras el desconcierto inicial, y lo que parece un asesino en serie, se documentan en el Monasterio de Poblet y sobre la pista de las reliquias. La investigación se encamina entonces hacia dos focos: los hechos de la Semana Trágica de 1909, con su ira desatada contra los intereses religiosos; y la oscura trayectoria de la poderosa familia benefactora del convento.
De sorpresa en sorpresa hasta la insospechada resolución del caso, esta incursión de Petra Delicado en los dominios del silencio, nos demuestra que nada suele ser lo que parece. Con ella, Alicia Giménez Bartlett pone a prueba su habilidad para las tramas inesperadas y para explorar los fondos turbios del alma humana.

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– ¿Y si nos fugamos a una isla desierta?

– No daría resultado; ambos somos personas de acción.

– ¡Pues vaya putada!

– Así es.

– Me jode que seas tan equilibrado.

– A mí también, no creas. Menos mal que aún me gusta emborracharme de vez en cuando. ¿Cenamos esta noche en uno de esos restaurantes de los que uno sale eviscerado?

– ¿Eviscerado?

– Sí, porque los platos valen un riñón y los vinos un huevo.

Me eché a reír, le di un beso amistoso y nos fuimos de juerga los dos, a la salud del bueno del beato.

Unos días después se dio por cerrado el caso y cuando Villamagna ya había contado a los periodistas todos los escabrosos detalles del mismo, decidí que era el momento de ir a ver a la madre Guillermina. La encontré en su despacho, alicaída, recogiendo papeles.

– ¿Qué hace?

– Nada, inspectora, me voy. Las instancias superiores de las corazonianas me trasladan a un pequeño convento de un pueblo de Valladolid.

– ¿Es un castigo?

– Creen que es lo mejor para mí; y por supuesto no volveré a ser directora nunca más.

– ¿También es lo mejor para usted?

– Si lo determinan mis superioras, seguro que así es.

– Personalmente no me gusta que sean los demás quienes digan qué es mejor o peor para mí. Prefiero decidirlo yo misma.

– Pero usted es una mujer libre.

– Eso es lo malo.

– ¿Lo malo?

– Lo malo es que usted no lo es.

– Un día lo elegí así.

– ¡Déjese de mandangas, madre Guillermina! Parece que una especie de destino fatal se cerniera sobre su cabeza; sólo que no es verdad. Usted tiene ahora mismo la capacidad de hacer lo que quiera con su vida. ¿Por qué no abandona la orden?

– Puse mi vida en manos de Dios.

– Pero Dios campa por todas partes, ¿no? No está de guardia permanente en los conventos.

Se le escapó una sonrisa que intentaba retener.

– ¡Qué bruta es usted, Petra!

– La verdad suele sonar siempre brutal.

– ¿Y qué haría yo en el mundo? ¡Tengo más de cincuenta años!

– ¿Usted? ¡Usted es un trueno, madre Guillermina, con su vitalidad, su capacidad de organización, su dominio de la economía y la psicología de grupos… ¡En cualquier empresa la aceptarían!

– Quite, todo eso son tonterías. Iré donde me manden. En realidad me da igual. Sólo me duelen dos cosas: haber estado ignorante de todo ese dolor y odio que se gestaba cerca de mí y… bueno, no volver a ser superiora tampoco me hace gracia. Pero sólo porque, al no disponer de despacho privado, me resultará imposible fumar.

– ¡Pues claro! ¡Lárguese, madre, lárguese! El mundo es muy ancho y habrá un lugar para usted. ¿No se da cuenta de que una de las razones de que haya pasado todo esto no es más que la propia organización de un convento? ¡Se trata de algo antinatural: un montón de mujeres metidas entre paredes que las separan del exterior! Es un resto de otros tiempos, un modo de vivir caduco, insano.

Me miró con severidad y volvió a ser la que era para decir:

– ¡No se pase, inspectora, que tampoco es tan horrible!

– Echaré de menos las peleas con usted, madre.

– Yo también. La verdad es que eran unas peleas por todo lo alto.

Soltamos una risita y le alargué la mano, que ella estrechó:

– Llámeme si me necesita para algo, madre Guillermina. Y prométame que pensará en lo de dejar los hábitos, al menos que lo pensará.

– Se lo prometo.

Nos dimos un apretón de manos franco y yo salí. Sabía que probablemente no volvería a verla nunca más.

Uno de los puntos difíciles de aquel final de caso lo constituía el encuentro con mis hijastros. Antes de que llegara el jueves por la tarde, día en que sabía que estaría sola con ellos al menos un par de horas hasta que su padre volviera, mis pensamientos no dejaban de atormentarme. Sin duda los tres chicos saltarían sobre mí y me pedirían cumplidas explicaciones sobre el desenlace del caso de la momia. Bien es verdad que habrían oído a Villamagna en la televisión, pero sabía que mi compañero había recurrido a un lenguaje tan técnico y eufemístico para referirse a las partes más escabrosas de la historia, que sin duda la comprensión de los chavales sería limitada. Pero se lo debía; tantas veces los había emplazado a cuando las investigaciones estuvieran definitivamente cerradas, que ahora no tenía más remedio que cumplir. ¿Y cómo se les habla a tres niños, sobre todo a la pequeña Marina, de abortos clandestinos, fetos ocultos, hombres inadaptados y monjas falsarias? Los componentes de la historia no eran precisamente de horario infantil. Si recurría al descarnamiento, podía provocar alguna reacción a la que no estaba dispuesta a enfrentarme, al fin y al cabo los niños no eran míos. Y si dulcificaba los hechos… ¿aunque cómo se podían dulcificar unos hechos semejantes? Finalmente decidí librarme a la improvisación y pedí ayuda espiritual al jodido beato.

Al encontrarme con ellos tuve la impresión de que habían sido más o menos aleccionados por su padre para la ocasión, ya que muy formales se acercaron a mí y después de besarme me dijeron: «Felicidades, Petra, por haber solucionado el caso».

– ¿Lo habéis visto en la televisión?

– Sí, lo explicó aquel policía que habla siempre.

Valiente, dejé un momento en blanco, sin precipitarme a charlar de otra cosa. Nadie dijo nada. Bueno, el encomendarme al beato había funcionado o quizá yo había exagerado en cuanto a los peligros de la situación. Les propuse tomar un aperitivo mientras llegaba su padre y parecieron muy satisfechos con la opción, de modo que entre todos sacamos aceitunas, patatas fritas, tortitas de maíz, refrescos y una cerveza fría para mí y nos sentamos alegremente en la cocina. Al principio los gemelos me pusieron al corriente de la marcha de los campeonatos de motociclismo. Siempre lo hacían y nunca he sabido muy bien por qué, quizá la primera vez mostré un interés desmedido ante alguna de sus crónicas. Les escuché con atención. Fue al cabo de unos veinte minutos, cuando yo ya creía alejado el peligro, cuando, naturalmente Teo, preguntó en tono normal:

– Petra, hay algo del caso que no entendemos. Bueno, o que por lo menos creemos que no lo han aclarado bien.

Me aferré a mi servilleta de papel intentando que funcionara como quitamiedos, y entonces oí la pregunta.

– ¿La monja mala y la novicia estaban liadas?

Una oleada de sangre caliente me sofocó y miré a Marina, que imperturbable mordía una patata frita. Pero él siguió matizando la pregunta como si no la hubiera planteado con la suficiente claridad.

– Es que eso de que era su tutora y creía que llegaría muy lejos en el estudio de la historia es raro. ¿Por eso la hizo abortar? Seguro que estarían liadas, ¿no?

Cualquier precisión dirigida a quitarle hierro al asunto me hubiera llevado cierta extensión llena de palabras y conceptos que no me veía con ánimos de pronunciar.

– No lo sé -fue lo que dije.

– ¿Cómo que no? ¡Pero si habéis dado por terminado el caso!

– Sí, pero ese detalle no hubiera variado las conclusiones. Tuviera los motivos que tuviera, lo que hizo esa monja es lo que cuenta para la ley.

– ¡Pues vaya! -respondió Hugo en plan de protesta-. A mí no me parece bien que se haga así, porque si la monja tenía la intención de…

Lo corté con firmeza.

– Si no os parece bien, tenéis que esperar a los dieciocho años y planteárselo a un juez.

– Yo lo haría ahora mismo -dijo Teo.

– No tengo la menor duda. Sólo que no te prestarían la menor atención.

– Me lo imagino.

Intervino Marina.

– Yo también tengo una pregunta.

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