Alicia Bartlett - El silencio de los claustros

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La mejor Petra Delicado, en un caso histórico.
Un monje de Poblet experto en arte es asesinado cuando trabajaba en la restauración de una reliquia en un convento de clausura barcelonés. Petra Delicado y su ayudante Fermín, tras el desconcierto inicial, y lo que parece un asesino en serie, se documentan en el Monasterio de Poblet y sobre la pista de las reliquias. La investigación se encamina entonces hacia dos focos: los hechos de la Semana Trágica de 1909, con su ira desatada contra los intereses religiosos; y la oscura trayectoria de la poderosa familia benefactora del convento.
De sorpresa en sorpresa hasta la insospechada resolución del caso, esta incursión de Petra Delicado en los dominios del silencio, nos demuestra que nada suele ser lo que parece. Con ella, Alicia Giménez Bartlett pone a prueba su habilidad para las tramas inesperadas y para explorar los fondos turbios del alma humana.

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En el lugar indicado me encontré con el subinspector y dos policías que había llevado con él. Iban todos armados.

– Inspectora, la estábamos esperando. El almacén está cerrado y externamente no se aprecia vida en el interior. ¿Nos preparamos para entrar?

– Adelante -dije como en sueños, e inmediatamente saqué mi Glock.

Uno de nuestros hombres descerrajó la puerta metálica con facilidad. Metí la cabeza. Un poco de sol se filtraba por los sucios ventanales y descubría una gran nave aparentemente vacía. El polvo bailaba en el aire. Entramos todos con las armas en la mano y nos pegamos a la pared.

– Vamos avanzando -ordené-. Pero tengan cuidado con lo que hacen. No hay evidencia de que el hombre vaya armado.

Nos desplegamos por toda la superficie con cautela y celeridad. Al fondo había dos puertas cerradas, que eran nuestro objetivo. Me acerqué a la primera y dejé oír mi voz.

– ¿Hay alguien ahí? ¡Abran, les habla la policía!

Las palabras flotaron unos segundos provocando un eco fantasmal. Ninguna respuesta. Lo intenté de nuevo.

– ¡Abran, policía, sabemos que están ahí!

Silencio total. Garzón se situó a un lado de la puerta, yo al otro y los dos policías adoptaron la misma posición en la puerta contigua. Les hice señas para que todos alzaran la voz. Se produjo un coro desmadejado de gritos: ¡abran, policía! En medio del guirigay di orden con la cabeza para que el más fornido de nuestros hombres se pusiera en acción. Con un ímpetu que no necesitó preparaciones, se colocó frente a la primera puerta y descargó un patadón monumental sobre el picaporte. La puerta cedió. Sin esperar ni un segundo hizo idéntica operación brutal en la otra puerta, que se abrió también. Atenazando la pistola con ambas manos me planté frente a la primera habitación. Allí, en un rincón, ligados en un abrazo apretado que confundía sus cuerpos, estaban Juanito Lledó y la hermana Pilar.

– ¡Vengan, todos aquí! -dije con un alarido.

Los dos hombres y Garzón, todos con la pistola desenfundada, se plantaron a mi lado, luego rodearon a los recién hallados. En ese momento, la hermana Pilar gritó también:

– ¡No le hagan daño, por favor!

Los policías se acercaron y estiraron del cuerpo de la novicia, pero inútilmente, Lledó no la soltaba. Garzón le puso la pistola en la cabeza al sospechoso y graznó:

– ¡Suéltala, apártate de ella!

La monja suplicaba, llorando:

– ¡Déjenlo, no va armado!

Lledó tenía la cara encarnada, los ojos cerrados y toda su reacción se centraba en mantener a Pilar pegada a él, más protegiéndola que reteniéndola. Entonces me di cuenta de que ella lo abrazaba también, llorando, y que empezó a darle pequeños besos, intentando calmarlo.

– Mi amor, mi amor -susurraba con desespero. Me adelanté e hice que los hombres se quedaran en segunda línea. Intenté que mis palabras sonaran tranquilas.

– Acompáñennos a comisaría. No les haremos daño.

La hermana hizo el primer movimiento para desembarazarse de él, pero no parecía fácil. Juanito negaba con la cabeza y me percaté de que parecía hipnotizado. Poco a poco la monja se fue apartando, se puso en pie. Entonces el chico abrió los ojos y se levantó de improviso, intentó saltar sobre ella, pero nuestros policías lo inmovilizaron. Se puso a gritar salvajemente como una fiera caída en una trampa. Todos, incluido el subinspector, eran pocos para sujetarlo. Yo también tuve que tomar a la monja por los brazos, llevárselos a la espalda y mantenerla quieta, evitando que llegara hasta él. Fue entonces cuando Pilar bramó entre lágrimas:

– ¡Déjenlo! Mataron a nuestro hijo, lo mataron. ¿Qué más pueden hacernos? ¡Díganme!

Uno de los policías me llamó desde la segunda habitación que habíamos abierto.

– ¡Mire, inspectora!

Garzón y yo corrimos hasta allí. Al llegar descubrimos una especie de palo de madera rodeado de sábanas viejas. Una inspección más atenta nos reveló que se trataba del beato fray Asercio de Montcada.

Indiqué a los hombres que llevaran a Juanito y Pilar a comisaría en dos coches distintos, con la máxima seguridad. Lledó fue esposado. El subinspector y yo regresamos al interior.

Nos quedamos un buen rato en silencio, frente a la momia. Lo que al principio nos habían parecido sábanas viejas eran sacos de plástico blanco, en los que se leía: «Patatas de Galicia».

– ¡Joder! -exclamó mi compañero por todo comentario. Luego siguió callado. Fray Asercio había sufrido un deterioro sustancial. Aparte de los miembros cercenados, tenía arañazos en el acartonado rostro y el hábito rasgado en varios lugares. De repente le dije a Garzón:

– ¿Ha visto, subinspector? Este guiñapo asqueroso parece un símbolo de la España de otros tiempos: rota, pobre, ridícula…

– No se me ponga retórica, Petra. ¿Usted entiende un carajo de todo esto?

– Creo que sí.

– Pues haga un esfuerzo y cuéntemelo.

– Primero tengo que cumplir con el deber.

Saqué mi teléfono móvil y llamé a Coronas.

– Comisario: ya tenemos a Lledó y a la hermana Pilar, que se encuentra bien.

– Perfecto, Petra, algo he oído por aquí. ¿Y la momia?

– Está en nuestro poder. Cuando venga tráigase a alguien que la pueda manipular y una camilla para cargarla.

– De acuerdo, enseguida llegaré. Por cierto, Petra, ¿está en condiciones de explicarlo todo?

– Aún no, señor. De hecho, cuando usted venga Garzón y yo ya no estaremos aquí. Hay interrogatorios que ultimar.

– Muy bien. Entonces aún es pronto para convocar a Villamagna.

Colgué. Me volví hacia mi subalterno y le dije:

– ¿Sabe lo que parece interesarle más al jefe? Cuándo se organiza la próxima rueda de prensa con el portavoz.

– Por lo que llevo visto, los periodistas se van a hinchar, ¿no?

– Tendrán para una novela por entregas.

– ¿Tanto?

– Espere un poco y verá.

17

La hermana Pilar hizo muchas preguntas antes de contestar las nuestras. Quería saber qué le ocurriría a Lledó, de qué sería acusado, cuántos años podían caerle, qué abogado le adjudicarían y hasta qué punto el testimonio que ella proporcionara podía obrar a su favor o en su contra. Por lo que le concernía más directamente no parecía sentir interés. Para que fuera consciente de la situación le advertí:

– También hay acusaciones en contra de usted, hermana Pilar; me gustaría que tuviera eso presente.

– Deje de llamarme hermana Pilar. Mi nombre es Pilar Tolosa.

Cuando la habíamos encontrado en el almacén de la Zona Franca aún llevaba el hábito, pero se había quitado la toca. Me llamó la atención su pelo corto, que le daba un aspecto a lo Juana de Arco. Ahora, Yolanda se había brindado a traerle un vestido de su talla y parecía una chica corriente. También su carácter me daba la impresión de haber cambiado. Se comportaba de modo enérgico y decidido, como si no quedara en ella ni un rasgo de la monjita tímida y callada que habíamos conocido. Estaba deseosa de hablar, y lo hacía a borbotones, como si todas las palabras retenidas durante tanto tiempo quisieran fluir a la vez. El primer nombre propio que pronunció fue el que yo esperaba.

– Domitila, la hermana Domitila me obligó a abortar. Eso fue el principio de todo.

– No, hermana… -la atajé-. El principio de todo fue que usted estaba embarazada. Quiero saber de quién y cómo sucedió.

– Yo… -Pareció acometida por su antigua inseguridad, pero como alentada por una profunda determinación, continuó-: Juanito y yo nos vimos alguna vez en los pasillos del convento cuando él venía a traer el pedido. Un día él me siguió hasta la universidad y hablamos. Eso sucedió otras veces. Hasta que un día me dijo que estaba enamorado de mí. Yo nunca había estado con un chico, y éste era muy sensible, bueno, cariñoso y nada feliz en su vida. Seguimos viéndonos, tuvimos relaciones y me di cuenta de que estaba embarazada un tiempo después. Entonces me asusté y cometí el gran error de no decírselo a Juanito, sino a la hermana Domitila. Siempre me había cuidado y me decía que quería lo mejor para mí.

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