– ¿Forma esto parte del trabajo sobre el beato?
El hermano Magí leyó el primer párrafo.
– Sí, creo que sí.
– ¿Le comentaba a usted los progresos que hacía?
– No me mantenía al tanto de todo, pero a veces intercambiábamos impresiones.
– ¿Le dijo algo importante, algo inusual, algo que…? No sé cómo expresarlo.
– ¿Algo que pudiera justificar su asesinato? Supongo que no lo dice en serio, inspectora. ¿Qué tema sobre una momia medieval puede justificar esta muerte espantosa?
– Algún secreto, alguna revelación que pudiera incomodar a alguien.
– Ese tipo de secretos no existen, inspectora. Leyendas populares sobre los conventos.
– Estoy de acuerdo con usted, pero le recuerdo que al tal beato se lo han llevado como si fuera un objeto valioso.
– Puede tratarse de una simple gamberrada, de una profanación. A veces bandas de jóvenes inadaptados hacen esas cosas. Se han profanado tumbas en más de una ocasión.
– Al beato Asercio de Montcada lo sacaron del convento con sumo cuidado, como si fuera un enfermo, más que un cuerpo momificado.
Los ojos pardos e inteligentes del hermano Magí abandonaron la indiferencia metafísica y se instalaron en la más mundanal de las curiosidades.
– ¿Cómo se han enterado de eso?
– Hay una testigo que lo vio. Fue cargado en una furgoneta. Ése es el único dato que tenemos.
– No puedo creerlo; pero ¿por qué robar un cuerpo santo?
– Cuando sepamos por qué estaremos cerca de una resolución del caso. ¿A usted no se le ocurre una razón?
– De ninguna manera. Es absurdo, es demencial.
– ¿No existe un mercado clandestino de momias como pueda haberlo de objetos de culto, de piezas arqueológicas?
– Le aseguro que no. Hay redes internacionales que comercian con objetos artísticos de origen eclesiástico, ustedes lo saben mejor que yo; pero ¿una momia? Una momia sólo puede tener interés para un museo, ¿y qué museo exhibiría el botín de un robo con asesinato?
– Quizá un museo extranjero, de un país remoto con pocos escrúpulos.
– ¿Y cómo lo sacan del país, en un camión?
– Ése no es el problema; el problema es que ningún director de museo, por más loco que esté, mata para añadir una pieza a su colección. No resulta lógico.
Garzón había estado revisando las hojas del hermano Cristóbal. De pronto, dio un respingo.
– Mire, inspectora, esta cosa debe ser el beato.
Me alargó unas fotografías en las que se distinguía a fray Asercio yaciendo en su hornacina. Era apenas una sombra vestida con un hábito medio consumido por el tiempo. En las manos, casi huesos, portaba un rosario de madera. Garzón lo observaba absorto, con cara de asco.
– Mire, aquí hay un primer plano. ¡Vaya pinta que se gastaba!
Carraspeé fuertemente para hacerle notar su incorrección. Él intentó rectificar con poca fortuna.
– Quiero decir que está bastante apolillado.
Fray Magí, imperturbable como si no hubiera oído nada inconveniente, comentó:
– El cuerpo estaba, en efecto, muy deteriorado. Ésa era una de las razones por las que el hermano se encontraba allí. Además de esa labor tenía que reconstruir históricamente su figura, en cuya evolución había lagunas.
– Lo sabemos. Hermano, creo que será bueno que mantengamos una reunión de trabajo con usted y con la hermana Domitila, de las corazonianas. Entre todos es posible que podamos aclarar un poco las conclusiones a las que el hermano Cristóbal estaba llegando.
– Avísenme con un día de anticipación e iré a Barcelona encantado. Vengan, salgamos de aquí. Si tienen un momento quiero hacerles visitar nuestra iglesia.
Ante la magnífica fachada, la Puerta Dorada, y ya en el interior de la iglesia, cuando paramos frente al retablo de Damià Forment, pude oír la por fin adecuada exclamación del subinspector:
– ¡Dios mío, qué preciosidad!
Luego salimos al majestuoso claustro. Cuando nos acercábamos a la fuente le pregunté a nuestro anfitrión:
– ¿Qué tipo de persona era el hermano Cristóbal?
– El más amable de los hombres, aparte de un grandísimo intelectual. Estaba siempre estudiando y muy absorbido por sus investigaciones.
– ¿Era apreciado en la comunidad?
– Era… ¡venerado en la comunidad! Siempre se encontraba dispuesto a hacer un favor, a colaborar. Se interesaba por la salud de los hermanos de más edad, se mostraba alegre sin excepción. Le puedo asegurar que era muy popular, y que la noticia ha sido tan terrible que ninguno de nosotros ha dejado de rezar especialmente por su alma desde que supimos que había fallecido.
– Su familia… debo suponer que ya ha sido informada.
– Por supuesto.
– Tendrá que darme sus señas.
– Era originario del delta del Ebro. Los Mossos d'Esquadra ya tienen su dirección; pero se la daré a ustedes también.
En el coche, Garzón se mostraba sobrecogido.
– ¡Qué belleza de monasterio, qué grandiosidad, qué elegancia de formas!
– Deje de hacer el turista y dígame qué le ha parecido la conversación con el fraile.
– Poco interesante, inspectora. Aquí a nadie se le ocurre por qué carajo han podido matar a un monje y mucho menos quién querría llevarse a casa un momio más feo que la madre que lo parió.
– Llame a Yolanda. Dígale que en un par de horas queremos hablar con la testigo si es que la ha encontrado, que prepare un interrogatorio en comisaría.
Miraba de reojo al subinspector. Desde que se había casado era evidente que nunca estaba de mal talante. Antes, cuando un caso se presentaba especialmente complicado, renegaba como un carretero cada vez que debía hacer una gestión. Pero ahora era diferente, daba la impresión de que ponía menos celo en el trabajo, y eso hacía que lo tomara con mayor naturalidad. Supuse que todos tenemos una cantidad limitada de posibilidad de atención abstracta, y cuando crece la demanda en un sector de nuestra vida, baja forzosamente por otro lado. Quizá debido a eso dicen que las relaciones estables mejoran el equilibrio de nuestra existencia total. Pero pensar en esa teoría se me antojaba frustrante, porque se trata del mismo principio que niega la buena estrategia a los generales demasiado enamorados, la genialidad a los artistas inflamados de amor, y la perspicacia a los policías que llevan una plena vida sentimental. Y no era así, o por lo menos no debía serlo. Creo que fue ése el momento en el que acepté el reto de aquel extraño caso con toda intensidad, y me prometí a mí misma que resolveríamos aquel asesinato aunque tuviera que desatender durante un tiempo las otras facetas de la existencia.
Embebida en mis pensamientos casi no presté oídos al hecho de que Garzón había repetido tres veces la frase «no jodas» mientras hablaba con Yolanda. Luego añadió: «Vale» y cortó la comunicación.
– No encuentra a la mendiga.
– No joda.
– Eso mismo he dicho yo. Pero le falta buscar en el albergue donde a veces duerme. Ahora va hacia allí.
– Vuelva a llamarla. Dígale que Sonia la acompañe, que peinen casa a casa la ciudad si es necesario, pero que la encuentren ya.
Me obedeció. Luego se volvió hacia mí.
– ¿Tan importante le parece esa mujer?
– No tenemos más testigos del traslado del cuerpo.
– Pero es un testimonio muy poco fiable.
– ¡Y qué más da, es el único! Además, seguramente fue interrogada en el contexto de una primera aproximación al caso, y no con el detalle de una sesión regular.
Vi cómo se encogía de hombros, tenaz en su escepticismo, y no hablamos más.
La entrada en comisaría fue triunfal. El policía Domínguez corrió hacia mí en cuanto traspasamos la puerta.
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