Alicia Bartlett - El silencio de los claustros

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La mejor Petra Delicado, en un caso histórico.
Un monje de Poblet experto en arte es asesinado cuando trabajaba en la restauración de una reliquia en un convento de clausura barcelonés. Petra Delicado y su ayudante Fermín, tras el desconcierto inicial, y lo que parece un asesino en serie, se documentan en el Monasterio de Poblet y sobre la pista de las reliquias. La investigación se encamina entonces hacia dos focos: los hechos de la Semana Trágica de 1909, con su ira desatada contra los intereses religiosos; y la oscura trayectoria de la poderosa familia benefactora del convento.
De sorpresa en sorpresa hasta la insospechada resolución del caso, esta incursión de Petra Delicado en los dominios del silencio, nos demuestra que nada suele ser lo que parece. Con ella, Alicia Giménez Bartlett pone a prueba su habilidad para las tramas inesperadas y para explorar los fondos turbios del alma humana.

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– Bastante bruta, la doctora.

– Supongo que cuando trabajas al lado de la muerte debes ver la vida con cierto realismo descarnado. Es como un mecanismo de defensa.

Al entrar, un frailuco de al menos cien años se levantó sin dificultad. No debía medir más de uno cincuenta y enseguida nos sonrió mientras nos daba los buenos días una y otra vez. Hice las presentaciones y él siguió sonriendo sin ninguna expresión, más como un budista que como un cisterciense.

– ¿Conocía usted al hermano Cristóbal?

– El hermano Cristóbal, sí. Está con Dios, Dios vela por él.

– Hoy mismo vamos a ir a su monasterio en Poblet, hermano, y antes de llegar allí nos gustaría saber un poco el carácter del monje fallecido: cómo era, si tenía alguna afición…

– El hermano Cristóbal está con los ángeles, los ángeles del Señor lo han recibido en su santa casa.

– Es inútil -masculló el subinspector-. Está como una tapia celestial.

Nos despedimos dando casi tantos cabezazos de amable asentimiento como daba él. Una vez fuera le dije a mi compañero:

– Creo que nos oía perfectamente; lo que ocurre es que no debe tener permiso de sus superiores para hablar con nosotros.

– Total, para lo que podía decirnos…

– Quería cambiar impresiones con él antes de meternos en la boca del lobo. Eso de saltar de convento en convento no crea que me hace ninguna gracia. Todo se vuelve más complicado. Por cierto, llame a Coronas e infórmele de que nos largamos a Poblet.

– ¿No sería mejor interrogar antes a la mendiga que dio testimonio, inspectora? Así los principales elementos del caso pasarían a nuestras manos de una vez.

– Con calma, Garzón, este caso tiene muchos frentes y llegamos tarde a él; pero si se queda más tranquilo avise a Yolanda: que intente encontrar a esa mujer y la cite para esta tarde a última hora. Y si no hemos regresado, para mañana.

Obedeció encantado y después subimos al coche en plan de excursión.

3

A lo largo de mi vida había visitado un par de veces el monasterio de Poblet. Siempre me pareció una construcción de elegancia infinita. En cuanto traspasabas la tapia que daba acceso al primer patio, sentías que una especie de paz especial dotaba a cada piedra de cierto aire sacro en el que te encontrabas inmerso. Era como si no fueras alguien ajeno, como si formaras parte del lugar y dejaras a un lado tus inquietudes de visitante cultural o simple turista. Tú mismo devenías algo armónico y trascendente.

Como el recinto es tan grande, nos encaminamos a la primera puerta esperando encontrar a alguien. Un par de gatos nos observaron con escaso interés mientras paseaban entre los cipreses. Garzón se estremeció.

– Estoy impresionado por este sitio.

– ¿No había venido nunca? ¡Es impactante! Hay tres grandes recintos y la portada de la iglesia es increíblemente bella. No debe costar nada llevar una vida santa entre estas paredes. Claro que no se puede jugar al golf.

Me miró entre las rendijas maliciosas de sus ojos, pero no mordió el cebo.

– ¿Y qué clase de frailes son?

– Cistercienses.

Llamamos al timbre de una puerta lateral y, tras una larga espera, nos abrió un monje joven con hábito blanco. Hice nuestras presentaciones oficiales y el monje se limitó a asentir.

– Síganme, por favor -dijo al fin.

Todo fue más fácil de lo que parecía al estar informados los monjes de nuestra visita. Unos minutos más tarde apareció un fraile de unos sesenta años, alto y enjuto, con pinta de haber sido fraile desde que nació. Pensé que se trataba del abad; pero sin necesidad de preguntarle me sacó del error.

– Soy el hermano Magí. El abad está en Francia, en una convención de monjes cistercienses. Él me ha autorizado para que trate con ustedes y les atienda en todo lo que precisen.

– Verá, hermano, el caso es que nos gustaría hablar con la persona que estuviera más informada o hubiera tenido una relación más estrecha con el fallecido hermano Cristóbal.

– Lo sé. Por eso les recibo yo. Me ocupo de la biblioteca. El hermano Cristóbal y yo colaborábamos en muchísimos temas. Pueden imaginarse que estamos todos consternados. Como le dije a la policía autonómica en el breve contacto que tuvimos, poco podemos aclararles sobre este hecho tan terrible, pero…

– Hermano, antes de continuar, sí hay algo importante que debemos saber enseguida: ¿está aquí el ordenador personal del hermano Cristóbal, los papeles de trabajo que manejó durante sus visitas a las corazonianas?

– Algo hay en su celda. Pero desde luego, puedo asegurarles que el ordenador no está aquí. Lo llevaba con él en su último viaje.

Garzón y yo intercambiamos una mirada que fluctuaba entre el mutuo entendimiento y la decepción. Adiós a un banco de pruebas en el que hubiéramos podido encontrar algún indicio, aunque, al mismo tiempo, aquello representaba una constatación importante: al fraile se lo habían cargado por algún tema relacionado con el trabajo que estaba llevando a cabo; y si aquello era así, el hermano Magí se convertía en un interlocutor de oro, y la hermana Domitila también. Me veía creando una verdadera fraternidad de detectives investidos por la gracia divina.

– Creo, hermano, que deberíamos visitar la celda del hermano Cristóbal. Me imagino que tiene que pedir permiso para ello, de modo que…

– En ausencia del abad estoy autorizado a colaborar con ustedes en todo lo que me pidan; sólo que… siendo usted una mujer, sería mejor alertar a los frailes de su presencia para que se retiren convenientemente. No hay ningún problema en sí, pero tratándose de una zona de clausura… espérenme aquí, sólo será un momento.

Se retiró. Garzón no esperó a que se hubiera disipado su aura para decir:

– ¿Qué cojones habría averiguado ese maldito fraile para que se lo cepillaran de ese modo tan brutal?

– Procure moderar su vocabulario, aquí estamos en territorio sacro y no me gustaría que se creara ningún problema diplomático.

– Pues el territorio sacro es un campo minado: permisos de visita, prevenir a los frailes para que se oculten… En realidad se trata de un lugar ideal para cometer un asesinato.

– El marco es bueno, pero ¿qué me dice de los móviles? En un sitio donde los anhelos del mundo quedan fuera, ¿qué motivo hay para matar?

– ¿A qué le llama usted los anhelos del mundo?

– Pues ya sabe. El mundo, el demonio y la carne. Es decir: amor, sexo, dinero, poder… en fin, todo lo interesante.

– Ha de ser jodido renunciar a tantas cosas. ¿Y a cambio de qué?

– De la paz, de la unión con Dios… no creo ser la mejor persona para explicarle todo eso. Yo tampoco lo entiendo, la verdad.

Entró el hermano Magí con una sonrisa velada.

– Acompáñenme, por favor.

Mientras caminábamos por el hermoso monasterio le pregunté cómo estaban organizados.

– Somos cistercienses y nos regimos por la regla benedictina, aunque no somos propiamente benedictinos. Los benedictinos llevan el hábito negro y nosotros lo llevamos blanco. La máxima de nuestra organización es sencilla: «ora et labora». Oramos cuatro veces al día, la primera a las cuatro de la mañana.

– ¡Caramba! -exclamó un Garzón muy comedido-. Un poco pronto, ¿no?

– Es un primer y agradable encuentro con Dios. Enseguida te acostumbras.

– Se necesita mucha moral. Porque teniendo todo el día por delante y no muchas cosas que hacer…

– Sí hay cosas que hacer, subinspector. Piense que todos los miembros de esta comunidad nos autogestionamos y que las tareas son múltiples.

Garzón cabeceó sin mucha convicción, seguramente comparaba los posibles quehaceres de los monjes con sus labores policiales. Habíamos llegado a un corredor donde las sencillas puertas de madera de pino se alineaban a ambos lados. El monje abrió una de ellas y con gesto grave, como si hubiera recordado de pronto al hermano Cristóbal, nos hizo pasar. Se trataba de una escueta habitación solo amueblada con una cama, un armario y una pequeña mesa de trabajo. Por una estrecha ventana se veía un trozo de cielo. Aquel habitáculo exudaba un aire de tranquilidad, recordando más un cuarto de estudiante que la celda de una prisión. Sobre la mesa había un fajo de folios. Los hojeé.

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