Nada me sorprendió en el aspecto del ático. Si había habido forcejeo, lo que era presumible, o sangre, que no parecía indispensable, ninguna huella quedaba allí. Todo estaba ordenado y limpio, aunque olía un poco a cerrado. No busqué una figura dibujada con tiza en el suelo, pero era obvio que tampoco la había. En cuanto al ático en sí, había sido comprado o alquilado amueblado o había sido decorado de una sola vez encargando la tarea a algún profesional que le había dado una apariencia de inflexible impersonalidad. Parecía una casa destinada a ser fotografiada, en la que cualquier ser humano no hacía más que perturbar el equilibrio de los muebles a la suave luz de las lámparas. Si esta impresión era acusada en el salón, la cocina y otra pequeña pieza que servía de mirador, llegaba a la hipérbole en el dormitorio, que parecía una inmensa tarta de nata adornada con innumerables filigranas de crema. El cuarto de baño anexo, en sorprendente contraste, era de una obscena agresividad, por el tamaño y las aventuradas formas de todos los sanitarios, hechos de una especie de aleación gris oscura. Si es que el individuo responsable intentaba aducir para su obra algún criterio rector distinto de su sano capricho, imaginé que aquella decoración estaba inspirada por alguna grosera teoría acerca de la dualidad del alma. En cualquier caso, y dejando de lado mi reprobación, que a nadie importaba un comino, hube de reconocer que aquél no dejaba de ser un entorno adecuado para Claudia, en el que debía de haber desahogado a gusto sus instintos. Había lujo, grandes perspectivas y un falso refinamiento que lo impregnaba todo. Como había sentenciado fríamente su hermana, Claudia era una esnob. Por un momento me sentí aliviado de una ominosa e indefinible carga, pero luego la recordé saliendo del pantano, húmeda y segura de mi fascinación, y tuve que admitir que reírme ahora de ella no era un entretenimiento digno.
Registré sin violencias, empezando por el salón. Allí, como en la cocina, no encontré más que una larga y variada serie de objetos domésticos, que sin duda venían en su mayoría con los muebles; muchos de ellos estaban sin desembalar y casi todos tenían el aspecto de no haber sido usados nunca. Había artefactos asombrosos, de cuya existencia y funciones nada había sabido en mis diez años de exilio rural, y que hice girar en mis manos como un gorila haría girar una cafetera; sin entender cuál era el revés y cuál el derecho. Me encaminé hacia el dormitorio con la esperanza de hallar algo más revelador, pero al principio mi registro resultó igualmente decepcionante. El tocador estaba repleto de frascos intactos, los armarios llenos de ropa apenas estrenada y los cajones infestados de alhajas a las que nadie había quitado siquiera la etiqueta. Por todas partes obtenía la sensación de que Claudia no había vivido allí; simplemente había preparado todo para ocuparlo, y después de reunir cuanto podía precisar y una infinidad de cosas prescindibles, no había llegado siquiera a tomar posesión. También era típico de Claudia: antes de decidirse a tener algo, cerciorarse de que podía tener tanto esto como aquello, ya fueran afines u opuestos. Y luego elegir uno cualquiera, o no elegir. Había jugado aquel mismo juego, desatento y destructor, con Pablo y conmigo. Y al final nos había elegido a ambos, es decir, a ninguno. Había muerto sola y aterrorizada, en medio de todas aquellas cosas sin dueño.
En los dos únicos bolsos que, entre otros quince envueltos en celofán, daban la impresión de haber sido utilizados, tampoco encontré gran cosa. Cogí tres o cuatro facturas de restaurantes y hoteles y un mechero de un club nocturno, pero lo hice más por rutina, por si más adelante alguna otra pista me llevaba a ellos, que con la intención de considerarlos vías autónomas de investigación. El resto, salvo una barra de labios de un raro tono ocre, que cogí como recuerdo de la tarde en que había ido a verme al balneario con los labios pintados de aquel color, no suscitó mi interés como tampoco había suscitado el de la policía, que probablemente se había llevado todo lo que merecía la pena. Al discurrir aquello, de repente recordé algo que había estado en uno de aquellos bolsos y que bajo ningún concepto me interesaba que tuviera la policía: la carta de Pablo. Imaginaba que no contendría ningún dato excesivamente explícito, pero en aquel momento carecer de certeza al respecto era más grave que cuando le había devuelto la carta a Claudia sin leerla. Entre otras cosas, en aquella misiva se hablaba de mí, con un grado de precisión acerca de mi identidad y de mi cometido que me inquietaba ignorar, si la policía la había leído dos semanas antes.
Razoné desesperadamente que no era posible, que Claudia, pese a todo, no había podido ser tan negligente como para dejar que la carta cayera en manos de la policía; que si lo había sido, Pablo habría tenido buen cuidado al escribirla, para no comprometerme. En cualquier caso, y por más que me empeñara, la primera suposición era estúpida y la segunda, indemostrable. En medio de mi nerviosismo, volví a revolver donde ya había revuelto, y una extraña inspiración me hizo abrir el cajón donde Claudia guardaba su perfumada y virginal lencería. Entonces algo se iluminó en mi memoria. Rápidamente, vacié el cajón. Probé con la uña en las aristas del fondo y al ver que no surtía ningún efecto me fui a la cocina y volví con un cuchillo. El tablero cedió fácilmente, dejando al descubierto el doble fondo. Aquél era un truco de los viejos tiempos. Si era preciso escoger un cajón para un doble fondo, siempre uno lleno de bragas y sostenes. Así el que registra se pierde en inexorables fantasías que le impiden profundizar en su trabajo. El truco lo habíamos compartido Pablo y yo y por alguna casualidad lo había aprendido Claudia. Aquella complicidad imprevista venía a ser una contraseña, una prueba indeseada de que, a pesar de todo, aunque fuera de una forma furtiva e incompleta y yo me obstinara en negarlo, ella era de los nuestros.
Con la mente confundida por estos pensamientos, cogí la carta y los otros dos objetos que había en el doble fondo. Uno era una fotografía en la que estábamos los tres, Pablo, Claudia y yo, veinte años atrás, cuando todo era múltiple y difuso y ella aún dudaba entre ambos. El otro, un libro viejo y amarillento, con las cubiertas manoseadas y el título, Une saison en enfer, casi borrado. En la primera página se podía leer, escrita en la letra que yo había tenido alguna vez, una escueta dedicatoria: Para Ophélie, la verdad que tal vez nos envuelve con sus ángeles llorando. Me acordé bruscamente de lo que me había contado Lucrecia, de lo que Claudia le había dicho antes de volver a Madrid a encontrarnos a mí y a la muerte. Una temporada en el infierno. Venía de pasar una y quería buscar otra. Eso le había dicho a su hermana, y le había dejado suponer que el nuevo descenso, evocación de viejos pecados, tenía que ver conmigo. Me creía capaz de jurar que aquella maniobra, haber guardado allí aquel libro para que yo diese con él, era una retorcida mistificación, una broma cruel que ella celebraba desde su tumba, e incluso creía oír sus carcajadas espantosas, resonando en el cráneo que habían empezado a pelar los gusanos. Y sin embargo me costó no llorar, aunque quizá no estaba triste por ella, sino por mi letra en aquella desvaída tinta azul, trazada por aquel otro que había dejado de ser y que también había amado a una Claudia distinta.
Descorazonado, ebrio de un rencor universal, que se remontaba por encima de Claudia hasta lo que no podría llamar más que Dios o descendía bajo ella hasta lo que sólo me cabe llamar yo, volví a colocar el doble fondo, dejando debajo la fotografía y el libro, ordené con cuidado encima su ropa interior y regresé al salón con la carta en la mano. Allí me senté junto a una lámpara de mesa, saqué las cuartillas del sobre desgarrado y empecé a leer:
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