Lorenzo Silva - Noviembre Sin Violetas

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Juan Galba se cree a salvo en su tranquilo empleo en un balneario. Hace ya una década que disolvió la sociedad criminal que formaba con su gran amigo, Pablo Echevarría, muerto en extrañas circunstancias. Pero un día se presenta en el balneario Claudia Artola, la viuda de éste. Lleva consigo unas cartas que obligarán a Juan a volver, muy a su pesar, a los manejos ilícitos. Por una lealtad no exenta de culpa, deberá proteger a Claudia de una implacable persecución y resolver un escabroso crimen. Pero lo que Juan no sospecha es que tras la sucesión de cadáveres y asesinos, se perfila una venganza perfectamente trabada.
Noviembre sin violetas parece, en una primera aproximación, una apasionante y vertiginosa novela policíaca. Sólo que en este caso el enigma encuentra al detective y no al revés, como suele ser habitual en este género. Desde esa inversión de los cánones, nada es lo que parece y los personajes casi nunca muestran su verdadero rostro. La novela es, en fin, una reflexión sobre la absolución que quizá merezca toda acción humana y sobre la condena que pesa, por el contrario, sobre sus consecuencias.

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La última gestión de la mañana fue acudir a uno de los más reputados especialistas de la ciudad para que me preparara varios documentos de identidad falsos. En menos de una hora, tenía en mi bolsillo cinco posibilidades distintas de registrarme en cualquier hotel o alquilar cualquier apartamento sin necesidad de usar aquel nombre que mis padres me habían dado y que ahora era un contratiempo más. El falsificador cobró caros sus servicios, pero como él mismo dijo, para aliviarme en el trance del desembolso, un profesional audaz sólo puede utilizar herramientas de primera clase. Si bien yo no era un profesional, no podía descartar que necesitara obrar con audacia.

Por la tarde me mudé a un edificio de apartamentos en el norte de la ciudad. En la pensión había dado mi verdadero nombre y además no era un buen barrio para aparcar el coche. Aunque al día siguiente pensaba devolverlo, porque también lo había alquilado con mi nombre, tendría que reemplazarlo y no iba a conformarme con medianías. Elegí aquel edificio porque, según me informó el recepcionista, tenía garaje y estaba medio vacío. La zona también era apacible. Creo que la mayor parte del vecindario se dedicaba a la prostitución de alto nivel. Mejor así. Prefería vivir entre gente sin raíces.

Al caer la noche salí a cenar y a dar un paseo por la Castellana. Discurriendo despacio entre las terrazas, ansiosamente dispuestas y ocupadas con los primeros calores, me crucé con no menos de cinco muchachas parecidas a la joven Claudia que había conocido y un par de mujeres similares a la última Claudia y a la más grave y no obstante afín Lucrecia que acababa de conocer. Aquél era su mundo, allí habían ido mil veces, Claudia disfrutando sin escrúpulos, Lucrecia silenciosamente sublevada, pero sin poder negar que era una de ellos. Yo caminaba por allí sin detenerme, sin concebir siquiera la posibilidad de sentarme. Yo no pertenecía a aquella multitud resbaladiza ni pretendía jugar su juego de mecánicas incitaciones.

Al final del Paseo, sin embargo, atrajo mi atención una rotunda adolescente de dieciocho o diecinueve años. No fue su indumentaria, que la escondía tan poco como a otras cien que había visto antes. Tampoco fue la intrincada y reluciente musculatura de su abdomen, que me avergonzaba por el flojo abultamiento del mío: esa misma vergüenza me la habían causado otras treinta o cuarenta implacables gimnastas a lo largo del Paseo. Fue, más que otra cosa, el dulce gesto de asombro con que inopinadamente me distinguió entre los habituales de las terrazas. Desde luego que creí haberla visto antes, que en un segundo indefenso juré haberla amado incluso. Pero no podía ser nada de aquello que yo barajaba lo que a ella le hacía mirarme así, porque yo sólo podía haberla amado hacía veinte años y entonces ella no había nacido. Aquella muchacha no me había visto jamás, y era precisamente por eso, porque no sabía quién era yo ni qué hacía allí, por lo que me sonreía. Reconocí la valentía y la eterna belleza de las muchachas, como tantas otras veces en que se había encarnado ante mí. Y para mis adentros, indeciso entre el sarcasmo y la autocompasión por mi piel erizada, musité:

– Venga, dilo, viejo inútil. Mientras exista una mujer hermosa, habrá poesía.

Pensaba confusamente en Lucrecia y admití sin sofisticaciones estar desviándome de mi camino, cualquiera que éste fuese.

6 .

Un humo que dibuja en la noche tu nombre

Después de hablar con Lucrecia, además de muy buenas razones para estar asustado, tenía varias alternativas para mi búsqueda, y aunque quizá el tiempo apremiaba decidí detenerme primeramente en aquella de la que esperaba sacar menos, retrasando el momento de apurar las que parecían más prometedoras. En realidad, se trataba de una posibilidad que existía con anterioridad a nuestra conversación en el Ministerio, que incluso había pasado por mi mente en el mismo instante en que leí en el periódico que Claudia estaba muerta y comprendí que tendría que averiguar por qué. Pero buena prueba de la cuestionable utilidad que me ofrecía era que la primera mañana me hubiera entretenido en despachar otras cosas antes de hacer aquella indagación. Sin embargo, pronto habría de reconocer que también mis cálculos respecto a ella habían sido equivocados. Porque cuando al fin la hice, mi investigación, sin lograr, es cierto, un progreso material perceptible, me transportó no obstante a un mundo de extrañas y a la vez familiares realidades que me impresionaron, seguramente, mucho más de lo que habría podido hacerlo cualquier descubrimiento concreto en relación con la muerte de Claudia.

El ático estaba en una zona acomodada de la ciudad. De ésas en las que a las siete de la mañana sólo hay hombres de verde regando las calles y algunos jubilados de aspecto digno o empleadas de hogar paseando las más abominables muestras de la degeneración de ciertas razas caninas. Había decidido madrugar para que mi aproximación a la casa pasara desapercibida y también para poder entrar y salir antes de que el portero se instalara en su puesto, lo que calculé que no ocurriría antes de las nueve. La historia está llena de crímenes impecables desentrañados gracias a la curiosidad y a la formidable memoria de una persona desocupada, y es sabido que los porteros son los más terribles entre esa clase de gente, ya que llegan al extremo de convertir la desocupación en un oficio. Por fortuna, y ésta era una de las razones que me impulsaban a cumplir aquel trámite pese a su probable esterilidad, disponía de la nada despreciable facilidad de poseer las llaves de la casa, con lo que salvaba satisfactoriamente el único problema que la ausencia del portero me planteaba. Después de diez años no estaba seguro de saber manejar una ganzúa de modo apropiado.

La forma en que me había hecho con aquellas llaves merece ser relatada. Claudia y yo nos habíamos visto sólo una vez, durante mi breve estancia en Madrid antes de la emboscada en la casa de la montaña. Concertamos la cita por teléfono. Fuimos a unos grandes almacenes y simulamos curiosear en el mismo montón de pantalones vaqueros rebajados. Ella dejó una cajetilla de cigarrillos entre ellos y se marchó inmediatamente. Yo permanecí allí diez minutos más, revolviendo pantalones, y cuando estuve seguro de que nadie podía estar observándome saqué la cajetilla y me la guardé en el bolsillo. Al abrirla, encontré dentro un papel minuciosamente doblado y las llaves que aquella mañana me disponía a utilizar. En el papel estaban las últimas instrucciones de su alambicado plan para eliminar al hombre que la seguía y al final había una referencia a las llaves que decía más o menos así:

Las llaves son de mi casa en Madrid. Te las doy por si tienes alguna necesidad inesperada y urgente de verme y crees que merece la pena arriesgarse. Como ves, confío plenamente en ti. Tampoco seré muy estricta a la hora de juzgar tu necesidad de verme, si llegas a sentirla. Cualquier excusa que sea suficiente para ti lo será para mí. Y fíjate que digo cualquiera, chéri.

En su momento había ignorado cortésmente aquella imprudente invitación, pero había retenido las llaves, así como la dirección que estaba apuntada en el papel. Tampoco Claudia me había pedido que le devolviera nada, y ahora, mientras me disponía a acceder al ático donde ya no estaba ella, pensé de pronto que su frialdad en el momento de nuestra despedida podía haber sido sólo una maniobra de distracción, para acabar llegando a algo distinto que su muerte había frustrado en su mismo inicio. Desde luego, yo no habría colaborado, pero no me resultaba fácil asegurar que no habría sucedido nada.

A pesar del reciente y luctuoso suceso, los dueños del inmueble no habían considerado necesario cambiar la cerradura. Entré sin problemas en el portal y subí en el ascensor, para no tropezarme con nadie y también para cansarme menos. Ante la puerta me sentí notablemente defraudado por no encontrarla precintada, o con algún letrero prohibiendo el acceso como mínimo. De todos modos me alegré de no estar en un telefilme americano, en el que jamás se habría descuidado aquel detalle, porque poder entrar y salir sin dejar huella era bastante mejor que sembrar en la mente de la policía sospechas imprevisibles.

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