– ¿Qué te contaba en las cartas? ¿Vivió con alguien allí?
– En las cartas no me contaba nada. Eran pequeños pensamientos estúpidos o absurdos, impersonales, que creo que me enviaba no porque tuvieran nada que ver conmigo, sino por alguna especie de mezquina crueldad. Fue luego cuando supe con quién estaba viviendo.
– ¿Y quién era?
– Llámale Johnnie Walker, para simplificar.
El chiste era dudosamente oportuno, pero sonreí para que se confiara. En aquel momento yo aún no sabía, aunque posiblemente debía haberlo sospechado, que Lucrecia ya se había decidido por sí sola a confiarse, y que igual que había decidido aquello podía haber decidido lo contrario y, en ese caso, nada de lo que yo pudiera hacer habría bastado para disuadirla. Procuraba aprovechar cuanto decía y animarla a decir más, sin percatarme de que, igual que me había sucedido con Claudia, me hallaba ante una mujer cuyos actos no podía determinar. Una mujer que podía ser tanto mi aliada como mi adversaria, pero siempre al margen de mí. No pensé, y tal vez ya no era demasiado pronto para que me hubiera dolido pensarlo, que con aquella mujer, en cualquiera de las hipótesis que mi fantasía concibiera, en cualquiera de las circunstancias que la realidad autorizase, estaría siempre tan irremediablemente solo como lo había estado con su hermana.
– ¿Cuándo te enteraste de que bebía?
– Me enviaron una carta muy amable y discreta desde su hotel. Puede hacer tres o cuatro meses de esto. Me informaron de la mejor manera posible de que Claudia había sido encontrada de madrugada, andando a cuatro patas por la playa y al borde del coma etílico. Me daban las señas del hospital al que la habían llevado y me recordaban que su documentación, su talonario de cheques, sus tarjetas de crédito y el resto de sus efectos personales estaban a mi disposición en el hotel.
– ¿Qué hiciste entonces?
– ¿Qué podía hacer? Fui a recogerla. La encontré verdaderamente mal, con unas ojeras que le llegaban hasta la garganta, blanca como una muerta y con diez o quince kilos menos. Después de mi inspección ocular, lo que me dijeron los médicos me impactó sólo relativamente. Sufría anemia, tenía afectado el hígado y necesitaba una cura de desintoxicación drástica. Al parecer llevaba semanas viviendo a base de alcohol, sin comer, rodando por las calles de noche. Por si no lo habías pensado, en Biarritz enero y febrero no son precisamente meses de tiempo agradable.
Lucrecia se detuvo para suspirar y observar mi reacción ante su historia. Comoquiera que yo permanecía impasible, prosiguió:
– Afortunadamente estaba en condiciones de firmar cheques y pudimos saldar todas las cuentas que tenía por allí. Después esperamos a que recobrara fuerzas suficientes para viajar y regresamos a Madrid. La llevé a que la vieran un par de médicos, que confirmaron el diagnóstico de los franceses. Me recomendaron un sitio en el que eran especialistas en su problema, o en su cúmulo de problemas. Y allí la llevé.
– ¿Dónde está ese lugar?
– Aparentemente en medio del desierto, pero tienen unas magníficas instalaciones. Es un pueblo de Soria cuyo nombre siempre olvido. Estoy tratando de hacer memoria, bueno, puede que no sea necesario.
Se levantó y cogió su bolso, Sacó una pequeña cartera de piel clara, hurgó en sus departamentos y mientras volvía a sentarse sacó de uno de ellos una tarjeta que me tendió por encima de la mesa.
– Sabía que guardaba una tarjeta. Puedes quedártela, si crees que te servirá de algo. Yo no volveré a utilizarla. Claudia era la única alcohólica que conocía.
– Ella sostenía apasionadamente lo contrario -dije, recordando nuestra conversación en el pueblo, un par de semanas atrás.
– ¿Cómo lo contrario?
– Ella negaba ser una alcohólica.
– Ah, ya. A nadie le gusta admitirlo.
– Yo la creía, en cierto modo. Un alcohólico lo es siempre, no intermitentemente, como ella.
– Me da la sensación de que nunca tuviste demasiada perspectiva, respecto a Claudia, quiero decir.
– Quién sabe -admití, sin ganas de defenderme-. ¿Cómo fue la desintoxicación?
– Bien, porque Claudia sacó en seguida a relucir su amor propio. Algún médico me comentó que rara vez había visto a nadie demostrar tanta entereza. Pero quizá lo dijo para que me escociera menos el dinero que él creía que me costaba la cura. En realidad el dinero era de Claudia, por supuesto, y poco me importaba si él se llevaba más o menos. De todos modos es innegable que su recuperación fue muy rápida. Apenas un mes después del desastre era una persona normal, o más todavía, volvía a ser Claudia. Bajaba con vestido de noche a cenar al comedor de la clínica y peleaba incansablemente con las enfermeras para que la dejaran dormir con un escandaloso camisón rosa. De pronto empezó a tratarme con una lejana frialdad, como si la importunara yendo a verla. Eso es algo curioso.
– ¿El qué?
– Que no recuerde una transición gradual entre el estado de ruina absoluta en que entró allí y el aire de desafío, casi de euforia, con que salió. Una semana después de verla desencajada, vomitando en la palangana, fui a verla y me la encontré impecablemente maquillada y vestida, impaciente por acabar el tratamiento. No puedo saber exactamente qué ocurrió, pero conocía a mi hermana y estoy segura de una cosa: alguna de sus habituales ideas fijas, en las que cifraba el fundamento de su vida para una noche o para una semana o para dos meses, había empezado a bullir en su cabeza
– Llegamos a un momento interesante -observé, torpemente-. Ayudaría que me dijeras cuanto sepas de esa idea.
Lucrecia me miró primero con lástima y luego con maldad.
– Lo único que sé de esa idea es que el único que puede saber algo eres tú.
Sonreí, pero no tenía ningún motivo. Débilmente, protesté:
– No era aquí a donde quería llegar. Si acudo a ti es porque yo no puedo ayudarme. ¿Qué quieres decir exactamente?
– No es complicado de entender, pero quizá sea largo explicarlo. Mi trato con mi hermana, desde el momento de su milagroso restablecimiento hasta que dejó la clínica, fue un tanto superficial. Poco pude captar de sus pensamientos íntimos. El día en que fui a recogerla para traerla de regreso a Madrid descendió a hacerme una confidencia bastante hermética. A ti esto nunca podrá importarte, me dijo, pero es extraño que cuando se sale del infierno no haya más razón para vivir que el deseo de volver a pecar. Y añadió: Lo único que consigue la penitencia es que desees cometer un pecado distinto del último, pero mejor si es uno que cometiste otra vez antes, uno que sea lo bastante antiguo como para haberlo olvidado y poder recordarlo ahora con curiosidad.
Sin gran mérito, empecé a entender. No la verdad, todavía, sino la mentira que por antojo de Claudia su hermana parecía creer la verdad.
– Nunca concedí importancia a las divagaciones de Claudia -continuó Lucrecia-, pero un viejo hábito me hacía retenerlas en la memoria para cuando llegara el momento de aplicarlas a interpretar sus aventuras. Desde que esa noche la dejé en su casa, un pequeño piso que le había alquilado y que ella sustituyó pronto por un suntuoso ático, hasta la noche en que la mataron, sólo hablé con ella tres veces, y las tres por teléfono. Es decir, el día que la traje de la clínica fue la última vez que la vi viva. Es un detalle que se destaca mucho en novelas y películas, pero que por mi experiencia no creo que destaque mucho en la realidad. Mi sensación de haberla perdido no llega hasta tan atrás, quizá porque la última vez que hablé con ella fue la misma noche de su muerte.
Ante aquel hecho inesperado procuré reprimir mi interés. Lucrecia, sabiéndose dueña de mis cinco sentidos, se demoró aún en algún pormenor secundario para hacer crecer mi expectación.
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