Lorenzo Silva - Noviembre Sin Violetas

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Juan Galba se cree a salvo en su tranquilo empleo en un balneario. Hace ya una década que disolvió la sociedad criminal que formaba con su gran amigo, Pablo Echevarría, muerto en extrañas circunstancias. Pero un día se presenta en el balneario Claudia Artola, la viuda de éste. Lleva consigo unas cartas que obligarán a Juan a volver, muy a su pesar, a los manejos ilícitos. Por una lealtad no exenta de culpa, deberá proteger a Claudia de una implacable persecución y resolver un escabroso crimen. Pero lo que Juan no sospecha es que tras la sucesión de cadáveres y asesinos, se perfila una venganza perfectamente trabada.
Noviembre sin violetas parece, en una primera aproximación, una apasionante y vertiginosa novela policíaca. Sólo que en este caso el enigma encuentra al detective y no al revés, como suele ser habitual en este género. Desde esa inversión de los cánones, nada es lo que parece y los personajes casi nunca muestran su verdadero rostro. La novela es, en fin, una reflexión sobre la absolución que quizá merezca toda acción humana y sobre la condena que pesa, por el contrario, sobre sus consecuencias.

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Lo único que estorbó la ordenada sucesión de estas sensaciones, cuando al fin el tren se detuvo y bajé al andén, fue la imagen desalentadora de los viajeros de cercanías, que corrían en todas direcciones para no tener que esperar los seis minutos y medio que tardaría en venir el próximo tren. Recordé por un instante los dos años que había pasado inmerso en aquel ritmo ciego e inútil, justo después de salir de la universidad y antes de que Pablo me propusiera el remedio de precipitarnos a un mundo imprevisible. Aquel periodo entre la hermosa luz de la juventud y la embriagante sombra de nuestros crímenes me parecía ahora la más incuestionable forma de inexistencia que había arrastrado, antes de retirarme al balneario. El más injustificable atentado contra mí mismo, la más infundada de mis desviaciones. Por ello me costó y me cuesta arrepentirme de la mayor parte de la destrucción que Pablo y yo causamos después. Apenas si dañamos a alguien que no lo mereciera, y aunque termináramos naufragando en nuestra propia borrachera, así sufrió menos nuestro sentido de la dignidad y del desastre. Como Pablo sostenía con obstinación y acierto, no daba igual un modo u otro de ser un hombre acabado. Yo ahora volvía con la conciencia turbia y la mente confusa, pero aliviado de tener que mirar a aquellas gentes que corrían con el más mínimo átomo de comprensión.

Salí a la glorieta, con mi pequeña maleta de emigrante retornado. Dejé que mis ojos se llenaran de aquella luz, que mi piel absorbiera aquel calor por todos sus poros. Podía alojarme en uno de los tristes hoteles que subsistían alrededor de la estación, rindiéndole tributo en las resonancias meridionales que invariablemente inspiraban sus nombres. Eran apropiados porque su personal estaría poco predispuesto a la curiosidad, pero me dejé llevar por un capricho y eché a andar por el Paseo arriba, junto a la vega del Jardín Botánico. Eran las tres de la tarde y por la calle apenas se veía gente. Sólo los coches, que en las inmediaciones de la glorieta formaban amagos de embotellamiento, turbaban la paz de la ciudad aletargada bajo el calor en la hora de la comida y para algunos en los preliminares de la siesta. Me sentí solo. Inmaculada, lúcidamente solo, como sabe hacer sentirse a un hombre una ciudad bien tramada. Pese a todos los peligros e incertidumbres que me cercaban, me embargó una invencible sensación de placer. Volvía a casa, y era la hora de la caricia como más tarde lo sería del hierro que aquellas calles también guardaban para mí.

Contra mi pronóstico, basado en derogadas ordenanzas, el Jardín estaba abierto al público a aquella hora tórrida. Pagué el precio de la entrada y me fui a buscar con mi maleta un banco bajo los árboles centenarios. Había sitio por todas partes, incluso en la siempre disputada plazuela del estanque. Me senté allí, a un par de pasos del césped intensamente verde. El aire estaba henchido de aromas, y el color desmedido de los macizos de flores vibraba con violencia en todos los rincones de la tarde. Quise seguir recordando, o quizá quise algo distinto, complacerme en enumerar las mil imágenes que podían acudir fácilmente a mi memoria en aquel lugar y aquel momento. Habíamos imaginado aquella sensación en nuestra juventud, tal vez no en todos sus pormenores, pero sí en los esenciales. Habíamos sabido que al tiempo que dormitábamos bajo los árboles y acaso por encima de ese mismo deleite perezoso del presente, estábamos construyendo el instante futuro en que alguno de los dos, solo y sin posibilidad de recuperar al otro, regresaría y sería capaz de recordarlo. Y si al imaginarlo habíamos decidido juntos que la vida sería bella si nos permitía realizar aquella premonición, si de aquella joven y tierna bisoñez salía el estremecimiento de un hombre cargado de otro conocimiento y otros daños, nadie era yo ahora para revocarlo y sospechar que en medio de las circunstancias contrarias aquél no era un momento de invulnerable belleza. Dejé que mi mente se adormeciera y me trajese la sonrisa orgullosa de un Pablo anterior a todas las abdicaciones, a todos sus desatinos y a todas las consecuencias de mi fragilidad moral. Yo había vuelto por esa sonrisa, por el amor de la vieja ternura inexacta y peligrosa que habíamos compartido él y yo. En aquella tarde emborrachada de sol no cabía la duda que había osado achacar mis pasos al hechizo del cuerpo duro y cruel de Claudia, tendido junto al pantano. Ella sólo había sido un instrumento, primero para herirnos y ahora para reunirnos en una misma sombra bajo el follaje.

Todavía trastornado por aquella extática enajenación, salí del Jardín. Era hora de poner manos a la obra. Había pensado alojarme a unas pocas calles de allí, en alguna de las pensiones oscuras del casco viejo, en las que ningún desconocido era acogido con más reticencias que otro. Podría beneficiarme del camuflaje que aquella zona ofrecía y a la vez estaba cerca del Jardín, cerca del Retiro y también, por qué no contar con ello, cerca de la estación.

Mientras avanzaba entre las callejas sentí una mezcla de tristeza y de angustia. Ya no estaba protegido por los ecos del pasado, comenzaba a ser sólo el hombre sin vínculos que debía acometer una tarea sin esperanzas. Aquel desvalimiento alcanzó su punto culminante en la habitación de la pensión. Dejé pasar la tarde, hasta que abajo, al otro lado de la ventana, se encendieron los primeros anuncios luminosos. Entonces me liberé del peso de la pistola y me asomé al ínfimo balcón. Por la calle pasaban numerosos grupos en busca de diversión o como fuera más certero denominarlo.

A partir de aquí divergen mis recuerdos. Si me sitúo en el primer viaje, he de pasar a los preparativos de la dubitable hazaña que Claudia me había asignado para dos días después. Al respecto, nada indispensable podría aportar ahora sobre lo que queda ya dicho. Más plausiblemente me corresponde continuar con lo que hubo en el segundo viaje. En aquella noche sin objetivos, sin nada concreto en qué ocuparme, porque nada había resuelto y nada veía que pudiese ayudarme a resolver.

Fumé despacio un cigarrillo, mientras la noche se extendía en el cielo. Claudia estaba muerta. Me representé sin querer su cuerpo vaciado del alma, tendido y frío después de haber sido ultrajado atrozmente. Y sólo se me ocurrió que un hombre sin planes, en una noche de tan honda derrota, no podía hacer nada mejor que acostarse temprano.

5 .

Es extraño que cuando se sale del infierno no haya más razón para vivir que el deseo de volver a pecar

A la mañana siguiente, cuando desperté y hube de exigirme alguna decisión que justificara el viaje, aquel inhóspito cuarto de pensión y la pistola que dormía bajo la almohada, nada encontré que pudiera sugerir que mi situación no era sino la consecuencia fortuita de un movimiento apresurado. Sin embargo, y aunque casi todas las cosas que hice esa mañana hube de afrontarlas antes de solventar aquella delicada precariedad, ahora puedo apreciar que un instinto inconsciente, de acuciada inteligencia, animaba mis pasos por encima de cualquier apariencia de improvisación.

Lo primero que hice fue acudir a uno de los bancos en los que mantenía, sin tocarlos desde hacía años, los frutos de mis antiguos y comprometidos negocios. Solicité una tarjeta de crédito y para sufragar los primeros gastos retiré una suma considerable. Con aquel dinero me procuré un traje de seda claro, una camisa azul cielo, unas gafas oscuras y un sombrero de paja de ala estrecha. Una vez completado mi atuendo, alquilé un coche grande y rápido. Di un paseo por la ciudad para probarlo y después, obedeciendo una de las escasas ideas que se me ocurrían para pasar el tiempo, me dirigí hacia la estación. Dejé el coche en el aparcamiento e inicié el mismo camino que había hecho a mi llegada, unas pocas horas antes. Pero apenas crucé la avenida me desvié perezosamente hacia la entrada de un edificio de decimonónica magnificencia; un edificio familiar que la tarde anterior, sin embargo, ni siquiera me había detenido a identificar debidamente: el Ministerio de Agricultura. Por fortuna, en medio de mi desgana había conservado al menos la atención necesaria para recordar que en los ministerios solía haber detectores de metales, y había tenido la precaución de dejar la pistola en el coche. Aunque en ningún momento había contado con ello, aquél era el sitio por donde iba a empezar a desenredar la madeja.

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