Francisco Pavón - Historias de Plinio

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“Plinio” no es miembro de la Benemérita, sino jefe de la policía local de Tomelloso. Los casos que resuelve casi siempre tienen una componente escandalosa: crímenes de criadas que aspiran a ocupar el lugar del ama, de padres que vengan el honor mancillado de sus hijas. Pero el talante y la técnica de “Plinio” son los de Sherlock Holmes o el padre Brown (más el segundo, a mi entender, que el primero).
Las dos historias que ocupan este librito ocurren, respectivamente, en carnaval y durante la vendimia, dando ocasión al autor para describir estos dos eventos, según transcurren en el Tomelloso de los años veinte. Pero las descripciones están magistralmente engarzadas a la narración, sin estorbarla. Queda por debajo, en cambio, la impresión de que el verdadero asunto de estas novelettes tan bien trabadas es la monotonía de la vida en los pueblos pequeños. Y una incurable nostalgia soterrada, esa “íntima tristeza reaccionaria” de la que hablaba el mejicano López Velarde en un memorable poema. En ese sentido, estas historias pertenecen al mismo género que La calle estrecha de Pla.

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La máscara que acechaba en la esquina de la calle de la Luz parecía impaciente. Sus ojos seguían fijos en la puerta de la casa de doña Carmen.

Comenzaba a anochecer y a la luz de las lámparas eléctricas se veía mejor la espesa nube de polvo que pesaba sobre las calles.

De pronto la máscara de la esquina hizo un imperceptible movimiento de defensa, como si quisiera ocultarse.

La puerta de la casa de doña Carmen se había abierto levemente, y una mujer de unos sesenta años, menudita, vestida de negro, con mantón y pañuelo de seda en la cabeza, echó calle de la Luz arriba. Llevaba un cacharro para la leche en la mano y caminaba con prisa, como huyendo del carnaval. La máscara ensabanada, pegada a la pared de la acera de enfrente, iba tras la mujer, Antonia, la vieja sirvienta de doña Carmen. Caminaba con cierta precaución, sin perder de vista el pañuelo de seda negro.

Antonia dobló por el callejón de la Vaquería, completamente desierto hasta en un día de carnaval. Era un callejón que unía dos calles principales. Estaba sin urbanizar, sin luces. Sólo daban a él traseras y portadas de edificios con fachadas a otras calles. No había más entrada principal a este callejón oscuro que la vaquería de Quintero.

Al llegar al callejón la máscara fue más cautelosa. Se escondió en el quicio de una portada y aguardó a que Antonia, una vez comprada la leche, volviese por sus pasos. No tardó. Cuando la sintió muy próxima la máscara salió de su escondite de pronto y con una voz ronca comenzó a decirle:

– Antonia, que no me conoces, que no me conoces…

Antonia, medio asustada por la sorpresa, quedó mirando a la máscara, como si la conociese, o dudase. Al menos como si conociese su voz.

La máscara persistía en su broma, acorralándola un poco contra la pared.

Antonia decidió apartarle bruscamente. La máscara se opuso. Antonia levantó la cacharra de la leche, amenazante. La máscara, entonces, con los brazos en cruz para impedirle el paso con el pecho, le dio un fuerte empujón contra la pared. A Antonia se le cayó sobre el mantón gran parte de la leche. Y según su costumbre, comenzó a decirle los mayores insultos sin dejar de mirar con fijeza la careta improvisada con una media negra; como si la conociera, como si estuviera a punto de conocerla… Fue entonces cuando la máscara, levantando el bastón de hierro con todas sus fuerzas, descargó un recio golpe sobre la cabeza de Antonia.

Cayó al suelo redonda, sin el menor grito, sobre la lechera de porcelana blanca que no había soltado de la mano. La máscara, enfurecida, repitió varias veces los golpes sobre la cabeza. La sangre y los sesos saltaron por la pared y vertían bajo el pañuelo negro que cubría la cabeza de Antonia.

La máscara dijo algo como: «Así callarás.»

Y a grandes zancadas emprendió la fuga callejón de la Vaquería arriba. Pronto se encontró en la plaza. Abriéndose paso entre la gente que se aglomeraba en la calle de la Feria llegó hasta el teatrillo. Sacó una entrada de peseta y derechamente se fue hacia el retrete. Pero se equivocó de puerta y se encontró sin pensarlo en el escenario, que estaba completamente solitario ya que la cortina estaba echada. A la luz que se filtraba por ella vio una gran alfombra arrollada sobre las tarimas del escenario. Todo lo de prisa que pudo se despojó de la sábana, y ésta y el bastón de hierro los metió furiosamente entre los huecos de la alfombra flojamente enrollada. La máscara quedó vestida con un uniforme de caballería: guerrera celeste y pantalón rojo, y en la cabeza, enrollado, una especie de turbante hecho con una toalla de felpa. Con tal facha volvió sobre sus pasos y se metió entre la gente que llenaba totalmente el patio de butacas del teatrillo. Dentro de un círculo formado de butacas, un mócete con el cigarro en la boca y vestido de pierrot tocaba un organillo que casi nadie escuchaba, aunque su música era la única que daba pretexto para bailar. Infinidad de serpentinas cruzaban el salón. Unas luces altas y mortecinas daban al baile improvisado un aire raro y sucio. Las parejas se apelotonaban sudorosas sin poder dar un paso al compás de la música.

Pocos minutos después de haber dado una vuelta, a duras penas, por el baile, la incógnita máscara salió del teatro y cortando lo más que pudo llegó al callejón del Zurdo, totalmente oscuro. Frente a determinada portada, sacó una gran llave del bolsillo, abrió el postigo y entró cerrando tras de sí.

Plinio y don Lotario, su inseparable amigo, y veterinario de la villa, estaban sentados en el salón alto del «Casino de San Fernando» viendo jugar una partida de golfo. En el «San Fernando» no había baile hasta después de la cena y los socios pacíficos y escépticos, durante la tarde, podían dedicarse cómodamente a sus partidas y conversaciones.

A las ocho en punto apareció el cabo Maleza en la puerta del salón del Casino. Desde allí buscó a su jefe con los ojos y le hizo una seña para que se acercase.

Plinio se levantó con su habitual aire de desgana y casi arrastrando el sable mal ceñido.

Durante unos segundos hablaron misteriosamente Plinio y su cabo. Realmente, quien hablaba era éste. Plinio escuchaba mirando al suelo y con la punta del cigarro entre los labios. Cuando Maleza calló, hubo unos segundos de silencio. Por fin Plinio hizo un gesto ambiguo, indudable reflejo de sus pensamientos sobre lo que acababa de oír. Luego se volvió discretamente hacia donde estaba sentado don Lotario, que no quitaba los ojos de encima a los dos policías y le hizo una breve seña con la cabeza para que se acercara.

El veterinario, que no esperaba otra cosa, llegó rápido, deseoso de saber lo que ocurría.

– ¿Qué pasa, Manuel?

– Vamos. Un crimen.

Don Lotario, sin añadir palabra, se acercó a la percha y tomó la pelliza de Plinio -azul con puños y cuello de astracán- y su capa color ala de mosca. Tan pequeñito y frágil como era el veterinario y lugarteniente amistoso del gran Plinio, apenas se le veía con tanta ropa entre los brazos.

Plinio, mientras se ponía la pelliza despaciosamente, preguntó a Maleza:

– ¿Dices que has avisado al médico?

– Sí, por teléfono desde el Ayuntamiento.

– ¿Y al juez?

– Al juez y al secretario fue el alguacil del Juzgado que estaba con nosotros…, que para eso cobra.

Cuando Plinio acabó de abrocharse los galones de la pelliza, don Lotario ya estaba terciado y en disposición de andar.

Bajaron la escalera de mármol al paso lento de Plinio, que siempre que iba a enfrentarse con un caso nuevo parecía remiso, meditabundo, como pretendiendo adivinar lo que había pasado.

– Seguro que ha sido algún mascarón borracho. Hoy ha corrido mucho vino por el pueblo -aseguró Maleza. - Plinio se limitó a mirarlo con gesto burlón.

Maleza se mosqueó:

– ¿Quién si no va a matar a una vieja… para nada?

– No se mata a nadie gratuitamente, ¿verdad, Manuel? -dijo el veterinario.

Plinio se encogió de hombros.

– No me gustan los crímenes de carnaval.

– ¿ Quién es la muerta? -preguntó el veterinario con timidez.

– La Antonia, la criada de doña Carmen -le respondió Maleza.

Don Lotario encogió las narices y guiñó los ojos, queriendo manifestar extrañeza.

En la plaza se veía menos gente. Las máscaras, con la careta alzada, marchaban ya hacia sus casas.

Todavía, sin embargo, Quiroga, el que todos los años se vestía de don Juan Tenorio, paseaba solitario por la glorieta con mucho meneo de estoque y pasos bizarros. Algo carcamuseaba a media voz él sólito, ausente de todo y de todos.

Un niño vestido de mujer con ropas andrajosas y holgadísimas, lloraba amargamente sentado en el borde de la acera. Otro, con el disfraz ya bajo el brazo, parecía consolarlo.

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