Plinio, arrastrando los pies con pocas ganas, marchó hacia el Nacional a ver a Novillo el del Ministerio. Después de dar un paseo por aquel gran ejido de sillas y mesas de mármol, descubrió a su hombre, solo en una mesa, leyendo un periódico con mucho afán.
Plinio se plantó ante él:
– Buenas tardes tenga el señor funcionario -dijo.
Novillo levantó la nariz aquilina y engafada y miró al guardia con gesto poco cortés.
– ¿Puedo sentarme junto a usted un momentico?
Por toda respuesta el marquetero se apartó para dejarle lugar. Luego, calmo, enfundó las gafas, dobló el periódico y dijo cuando vio a Plinio sentado:
– ¿Siguen sin aparecer esas señoritas?
– Siguen.
– Le advierto que yo no sé más que el otro día.
– No me cabe la menor duda.
«Entonces», pareció decir con su gesto impertinente.
– Quiero pedirle un favor -continuó el guardia sin hacer cuenta de la actitud de Novillo.
– ¿Cuál?
– Deseo reunir mañana a mediodía a todos ustedes, los buenos amigos de las hermanas Peláez, en el piso de Augusto Figueroa… Llamé al Ministerio y la señora que trabaja con usted me indicó que le encontraría aquí a estas horas.
– ¿Y para qué la reunión?
– Psss… para cambiar impresiones conjuntamente sobre los datos que ya tengo… A ver si sacamos algo en claro.
– Lo dudo.
– Quién sabe.
Se hizo una pausa y Plinio aprovechó para pedir una cerveza y ofrecer tabaco al hombre. Mientras liaban paseó los ojos por el local del café, pintado de color azul claro, con columnas oscuras. La barra circular a la entrada parecía un carrusel de copas y tazas. En el puesto de periódicos que también hay en el local, varias personas compraban y curioseaban lo que estaba a la vista. Siempre le llamaban a Plinio la atención las dimensiones de aquel café, que le recordaba el comedor de un cuartel. Era lugar a propósito para banquetes políticos. En la mesa de al lado había una chica joven con un señor mayor. Éste, de vez en cuando, como disimulando, le apretaba la mano. La chica, nerviosa, miraba hacia todos lados. Ella parecía cumpliendo un deber. Él, muy excitado, con excitación oxidada y externa. Para pagar al camarero sacó muy serio una cartera grandona. La chica la miró con sus ojos enormes, pero como quien se la sabe de memoria. Un poco inclinada hacia delante le quedaba el escote hueco, escote de pechos apenas sugeridos. Y el madurón, muy serio e indeciso, le echaba reojos mientras manejaba los billetes. En la mesa de la izquierda, cuatro hombres con pinta de pueblo, leían cada cual su periódico.
– ¿Cómo se llama el negociado que lleva usted en el Ministerio? -le preguntó Plinio a Novillo como por decir algo.
Éste, al oír aquella pregunta, quedó con el cigarro camino de los labios y miró al Jefe de muy aviesa manera.
– ¿Y a usted qué le importa? -contestó de pronto con telele inesperable.
– Hombre, perdone usted -reaccionó Plinio un poco corrido-, pero no se lo he preguntado con mala intención.
– Pues con buena o con mala intención haría usted muy bien en no preguntar cosas impertinentes. Yo hago en el Ministerio lo que creo conveniente. ¿Qué le parece?
El funcionario tomó la cosa tan a pecho y se alteró en tal grado, que algunos miraban con esperanza de que se armara la gresca.
Plinio ante aquellas intemperancias se mesó el maxilar, bajó los párpados y aguardó que el hombre envasase la bilis. Y como pasados unos segundos el funcionario, aunque callado, seguía fijo en él con cara de muy mala uva, Plinio, haciendo un esfuerzo, volvió por lo suave:
– Le ruego otra vez que me perdone, no quise ofenderle.
– A usted lo que le pasa es que es un mal educado -añadió ahora con voz sorda y ojos retadores.
– Oiga, amigo -le dijo Plinio ensombreciéndose de pronto y recortando mucho las palabras-, me parece que ha olvidado usted que soy un agente de la autoridad, que no admite estas maneras y descomposturas… De modo que el sitio más a propósito para continuar esta conversación va a ser la comisaría. Tenga la bondad de acompañarme ahora mismo.
Aunque habían bajado la voz, los clientes próximos no les quitaban ojo. Especialmente cuatro señoras de aire provinciano que formaban tertulia en una mesa frontera. La jefa, o al menos la que llevaba la voz cantante, era una chata oronda con cara de mal requesón, el pelo teñido de negro y la nuca muy afeitada. Simpatizante indudable de Novillo, miraba a Plinio con cara de saltar. También parecía a la espera de la tormenta un matrimonio maduro que medio se ocultaba tras un periódico sostenido entre los dos.
Plinio, puesto de pie y alzándose el nudo de la corbata, esperó a que se levantase el funcionario.
– ¿Pasa algo, Novillo? -saltó de pronto la señora chata de la nuca afeitada, prometiendo refuerzo incondicional.
– No, muchas gracias, señora Fe -respondió Novillo, que la verdad sea dicha, quedó muy aminorado con la orden de Plinio.
– Ah, por eso… -respondió resoplando.
El funcionario, vuelto a su ser por el rumbo que tomaban las cosas, con aire súbitamente pensativo, puso la mano sobre el brazo de Plinio y le rogó:
– Por favor, González, siéntese usted unos minutos… que después iremos donde usted guste… Perdone mis maneras… Pero algunas veces me pongo fuera de mí… Yo le diré lo que desea.
Plinio, luego de mirarlo con severidad y como quien accede a hacer un gran favor, se sentó un poquito separado, como si estuviera tras su mesa de la G.M.T.
Llamó Novillo al camarero y ofreció convite a Plinio. Éste, por no hacer marcado desaire, se le notó bien en la cara, pidió otra cerveza.
– Le ruego otra vez, González -reempezó el marquetero con ojos cansados- que perdone mi actitud de hace un momento, pero tengo una situación oficial muy complicada y cualquier referencia a ella me mosquea mucho.
– ¿Pues qué le pasa? -preguntó Plinio con un punto de ironía en sus ojos.
– Mire usted… yo entré en el Ministerio, por oposición, el año 1929…
El viejo de la mesa próxima, con cara de mirar a otro sitio, había puesto la mano sobre el muslo de la jovencita. Ella, encogidita, muy seria, miraba con ahínco al mármol de la mesa. Doña Fe, la chata jefa, susurraba con sus contertulias y echaba reojos malísimos al viejo y la niña.
– … Me destinaron a «Concesiones» -continuaba Novillo-. Estábamos en el negociado quince personas. Pero ya sabe usted, en 1931 vino la República y suprimieron el negociado. Quedamos una chica y yo para resolver los expedientes en trámite. Como ocupábamos mucho sitio y ya no teníamos contacto con el público, nos mandaron al desván que entonces era muy grande, quiero decir que estaba sin tabicar ni dividir. Con el tiempo distintas reformas y obras nos fueron arrinconando… Teníamos toda la faena resuelta cuando estalló la guerra. Desde 1936 a 1939 nadie se acordó de nosotros. Ibamos a la oficina a matar el tiempo. Acabada la guerra di cuenta de nuestra situación a los nuevos jefes. Me dijeron que esperásemos la depuración, y prácticamente así estamos desde entonces. Cada nada hacían nuevas obras y nos echaban más adentro o más alto. Volví a comunicar nuestra situación detallando su historia. Ni palabra. Años después me dijo un compañero que no nos habían contestado porque ignoraban dónde estaba mi oficina. Todos los conserjes eran nuevos y no se sabían el plano del edificio. Me acuerdo que un jefe de negociado que se llamaba Resoluto, fíjese usted qué apellido más apropiado, tenía decidido lo que iba a hacer con nosotros, me enseñó un planín y todo, pero le dio un infarto de miocardio y se llevó el plan a la huesa. Por fin decidí hacer la última reclamación de mi vida. Repetí el historial… Me urgía regularizar nuestra situación por aquello de los ascensos y demás, pero tampoco hubo suerte. Cambiaron de ministro, hubo limpia de directivos y nos quedamos sin respuesta. Cansados de que nadie nos hiciera caso, pensé que nuestro sino era el abandono administrativo y en 1945 decidí instalar nuestras modestas industrias en la oficina. No era cosa de estar allí hasta la jubilación mano sobre mano. Ya fíjese usted González, a la edad que tengo, que sólo me faltan tres para marcharme a casa, no es cosa de que vengan a jorobarnos la vida. Lo que no hemos progresado en el escalafón lo hemos ganado con la manufactura. En esta vida cada cual tiene su camino y es inútil empeñarse en torcerlo. A finales de mes bajamos, echamos la rúbrica, tomamos el sobre y al camarón. Si alguien nos pregunta alguna vez dónde estamos, contestamos: «Donde siempre». Y santas pascuas… Por todo esto, ya puede usted figurarse amigo González, cómo se me abren las carnes cada vez que pienso que al fin de la carrera alguien pueda descubrir nuestro cuchitril y venirnos con monsergas. Yo no soy un pillo, de verdad, sino un producto extra del aparato burocrático… Treinta años sin tocar un expediente. Ni ella tampoco.
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