José Santos - El códice 632

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa.
Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón.
Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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Tomás rodeó toda la fachada sur del monasterio, de piedra blanca sólo salpicada, aquí y allá, por manchas marrones o grises de suciedad, y donde se destacaba una cúpula mitrada, de inspiración bizantina, sobre la torre de la campana. Giró en la esquina y se deslizó por la puerta axial, al poniente; ésta era la entrada principal, pero su situación, encajada en una galilea estrecha y a la sombra de una bóveda baja que oscurecía su rico encaje de estilo renacentista, disminuía su importancia. Cruzó el pasaje y entró en la grandiosa iglesia de Santa María, sus ojos de inmediato fueron atraídos hacia el firmamento del santuario, la monumental bóveda soportada por esbeltos pilares octogonales, de piedra ricamente labrada, que se abrían arriba como palmeras gigantes, mientras las hojas sostenían la cúpula y se enlazaban en una geométrica red de nervaduras.

Nelson Moliarti, entretenido en admirar las vidrieras de la iglesia, se encontró con el recién llegado y fue a reunirse con él; los pasos retumbaban en el santuario casi desierto.

– Hola, Tom -saludó-. ¿Cómo va todo?

Tomás le dio la mano.

– Hola, Nelson.

– Este es un monumento impresionante, ¿no? -preguntó haciendo un gesto amplio con la mano, como si quisiese mostrar todo lo que había alrededor-. Siempre que vengo a Lisboa me doy una vuelta por aquí. No puede haber obra tan magnífica para conmemorar los descubrimientos y el comienzo de la globalización. -Lo condujo hasta uno de los pilares octogonales y señaló uno de los relieves en la piedra-. ¿Ve eso? Es una cuerda de marinero. ¡Sus antepasados esculpieron en una iglesia una cuerda de marinero! -Señaló para otro lado-. Y allí hay peces, alcachofas, plantas tropicales, hasta hojas de té.

Tomás sonrió ante el entusiasmo del americano.

– Nelson, conozco bien el monasterio de los Jerónimos. Los temas marítimos esculpidos en la piedra son lo que hacen de este estilo, llamado estilo manuelino, algo único en la arquitectura mundial.

– Exactamente -asintió Moliarti-. Algo único.

– ¿Y sabe cómo se financió la construcción del monasterio? Con un impuesto sobre las especias, las piedras preciosas y el oro que las carabelas trajeron de todo el mundo.

– ¿Ah, sí?

– Lo llamaban el dinero de la pimienta.

– Fíjese -comentó el americano mirando a su alrededor-. ¿Y quién mandó hacerlo? ¿Fue Enrique el Navegante?

– No, el monasterio de los Jerónimos es posterior. Corresponde a la apoteosis de los descubrimientos.

– Pero ¿la apoteosis no fue con Enrique?

– Claro que no, Nelson. Enrique fue el hombre que planeó todo en el siglo xv; pero los descubrimientos sólo llegaron a su apogeo con el cambio de siglo, durante los reinados de don Juan II y don Manuel. Fue este último quien mandó construir el monasterio de los Jerónimos a finales del siglo xv. -Hizo un gesto amplio-. La iglesia en la que nos encontramos era, antiguamente, una ermita controlada por los templarios de la Orden Militar de Cristo, y fue aquí donde Vasco da Gama vino a rezar antes de partir para la India, en 1497. Don Manuel alimentaba entonces el sueño de ser el rey de toda la península Ibérica, instalando la capital en Lisboa, e hizo todo lo posible para convertirse en heredero de la Corona de Castilla y Aragón. Para alcanzar ese objetivo, tenía un plan que confiaba en la seducción de los Reyes Católicos. Se casó con dos hijas de los soberanos de Castilla y Aragón, además de expulsar, para complacerlos, a los judíos de Portugal. Por otro lado, ordenó construir este monasterio, que entregó, no a la Orden de Cristo, como sería natural, sino a la Orden de los Jerónimos, monjes que eran confesores de Isabel la Católica. La ambición de don Manuel casi resultaría premiada cuando, en 1498, fue consagrado heredero de los Reyes Católicos, pero el proyecto, como es evidente, acabó en la nada.

Deambularon por el recinto y fueron a admirar la tumba de Vasco da Gama, a la izquierda. Una estatua de mármol rosado en tamaño real, yacente con las manos elevadas en una plegaria, entre motivos de cuerdas, esferas armilares, carabelas, una cruz de la Orden de Cristo y símbolos marítimos, señalaba el sarcófago del gran navegante. En el lado derecho se encontraba el mausoleo de Luís de Camões; el gran poeta épico de los descubrimientos estaba igualmente representado por una estatua yacente sobre el sarcófago, con las manos unidas en actitud de oración, una corona de laureles sobre el cabello, la cabeza apoyada en una almohada de piedra.

– ¿Están realmente ahí? -preguntó Moliarti, con la mirada fija en el ataúd esculpido de Vasco da Gama.

– ¿Quiénes?

– Vasco da Gama y Camões.

Tomás se rio.

– Es lo que les decimos a los turistas.

– Pero ¿están o no están?

– Déjeme que se lo explique a mi manera -dijo Tomás, apoyando la mano en la tumba del gran navegante-. Los restos mortales que se encuentran en este sarcófago son casi con toda seguridad los de Vasco da Gama. -Señaló hacia el otro lado-. Pero los restos mortales que están depositados en aquel sarcófago casi con toda seguridad no son de Camões. Los guías, no obstante, les dicen a los turistas que Camões está realmente ahí. Parece que a ellos les gusta y hay muchos que aprovechan para comprar luego Los lusíadas.

Moliarti meneó la cabeza.

– Eso es deshonesto.

– Oh, Nelson, no seamos ingenuos. ¿Cómo alguien puede estar seguro de que los restos de una persona que murió hace quinientos años pertenecen realmente a determinada persona? Que yo sepa, hace quinientos años no existían pruebas de ADN, por lo que no podemos tener garantía alguna.

– Aun así…

– ¿Ha ido ya a Sevilla a ver la tumba de Colón?

– Sí.

– ¿Y está seguro de que Colón está realmente allí?

– Bueno, es lo que dicen, ¿no?

– ¿Y si yo le digo que puede ser una patraña, que los restos mortales que se encuentran en Sevilla tal vez no son los de Colón?

El estadounidense lo miró con actitud interrogante.

– ¿No lo son?

Tomás sostuvo la mirada y meneó la cabeza.

– Hay quien dice que no.

Moliarti se encogió de hombros.

– Who cares?

– Exactamente. ¿Cuál es el problema? Lo que interesa es el valor simbólico. Tal vez no sea Colón quien está allí, pero la verdad es que aquel cuerpo representa a Colón. Es un poco como la tumba del Soldado Desconocido, que, pudiendo ser de cualquier persona, hasta de un desertor o de un traidor, representa a todos los soldados.

Una multitud comenzó a avanzar por la puerta axial, como una creciente cada vez más copiosa, parloteando con un murmullo nervioso, excitado; eran turistas españoles traídos por un autocar que acababa de llegar a los Jerónimos y que se desparramaban por el santuario como hormigas voraces, con cámaras colgadas del cuello y pasteles de nata en la mano. La invasión española, con su alga/ara desordenada, caótica, aunque respetuosa, desasosegó a los dos historiadores, más interesados en encontrar un rincón tranquilo para conversar.

– Venga -dijo Moliarti haciéndole una seña con la mano-. Vamos a hablar allí dentro.

Salieron de la iglesia por la puerta axial, huyendo de los turistas; giraron a la derecha, compraron dos tiques en la taquilla, enfilaron por los cortos pasillos interiores y vieron abrirse frente a ellos el claustro real. Un pequeño jardín paisajístico francés coloreaba el eje del claustro, sencillo, sin flores, sólo con un césped rastrero recortado en formas geométricas alrededor de un pequeño lago circular; todo el patio central, formado por el césped y por el lago, estaba rodeado por los arcos y balaustradas de los dos pisos abovedados de los pasillos del monasterio, se veían cuatro tramos a cada lado con vértices achaflanados. Los visitantes giraron a la izquierda en la galería inferior, caminando por la sombra; observaron los encajes grabados en la piedra de las fachadas de los pasillos y contemplaron la riqueza de los detalles esculpidos en relieve; se percibían por todas partes símbolos religiosos, cruces de la Orden Militar de Cristo, esferas armilares, escudos y emblemas, cuerdas esculpidas, formas enlazadas, plantas, mazorcas, aves, animales fantásticos, lagartos, dragones marinos; entre la fauna y la flora exóticas aparecían medallones con bustos a la romana, aquí el perfil de Vasco da Gama, allá el de Pedro Alvares Cabral.

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