José Santos - El códice 632

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa.
Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón.
Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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– El board estuvo de acuerdo y la máquina se puso en marcha -añadió Savigliano-. Decidimos contratar a los mejores expertos en ese ámbito, pero queríamos personas que, aunque rigurosas, fuesen audaces, tuviesen el valor de enfrentarse a las ideas ya consabidas, fuesen capaces de ir más allá de la mera consulta de fuentes y que tuviesen la agilidad mental para entender lo que no se decía explícitamente en los documentos, pero se daba por sobreentendido.

– Como sin duda sabe -explicó Moliarti-, se descubrieron y mantuvieron en secreto muchas cosas: había informaciones que se consideraban secreto de Estado.

– Portugal era el campeón del secreto -asintió Tomás-. Precisamente existía la llamada «política de sigilo».

– Exacto -confirmó Moliarti-. Claro que, con descubrimientos hechos a escondidas y mantenidos en secreto, no tiene sentido que los historiadores carezcan de capacidad v disposición para ir más allá de los documentos oficiales. Pues si los documentos oficiales se destinaban a esconder la verdad, no a revelarla, no se los puede encarar con confianza. Por ello queríamos investigadores audaces.

Tomás hizo un gesto cargado de escepticismo.

– Dicho así suena muy bien, pero no es posible quedarse esperando a que un historiador serio decida ignorar las fuentes documentales, sin más ni más, y emprenda la aventura de la fabulación. Tiene que apoyar su trabajo en los documentos que existen, no en la especulación desenfrenada. No es posible confiar en un historiador que da rienda suelta a su imaginación; en caso contrario, ya no estamos hablando de historia sino de ficción histórica, ¿no?

– Sin duda.

– Es evidente que los documentos deben estar sujetos a la crítica -insistió Tomás-. Hay que entender la finalidad de los manuscritos, comprender su intención y evaluar su respectiva fiabilidad. Esa es, al fin y al cabo, la crítica de las fuentes. Pero no me cabe duda de que la investigación histórica debe basarse en fuentes documentales.

– Eso es lo que nosotros también creemos. -Moliarti se apresuró en aclararlo-. Por ello queríamos historiadores sólidos. Pensamos que tendrían que ser personas capaces de establecer conceptos más allá del corsé de los documentos, que fueron concebidos, bajo la política de sigilo vigente en Portugal en el siglo xv, para ocultar. Eso implica que nuestros investigadores tendrían que ser sólidos, por un lado, pero al mismo tiempo audaces. -Cogió una galleta de chocolate y la mordió-. El board me ha encomendado que encuentre historiadores con ese perfil; he estado investigando unos meses, viendo currículos, haciendo preguntas, leyendo trabajos, consultando a amigos. Hasta que descubrí a un hombre que se correspondía con el briefing que me habían entregado.

Moliarti hizo una pausa tan larga que Tomás se vio en la obligación de preguntar.

– ¿Quién?

– El profesor Martinho Vasconcelos Toscano, de la Facultad de Letras de la Universidad Clásica de Lisboa.

Los ojos de Tomás se desorbitaron.

– ¿El profesor Toscano? Pero él…

– Sí, amigo -cortó Moliarti con expresión grave-. Murió hace dos semanas.

– Fue eso lo que me dijeron. Hasta salió la noticia en los periódicos.

Moliarti suspiró pesadamente.

– El profesor Toscano atrajo mi atención por sus innovadores estudios sobre Duarte Pacheco Pereira, en particular sobre su obra más conocida, el enigmático Esmeraldo de Situ Orbis. Leí sus trabajos y me dejó muy impresionado su inteligencia sagaz, su capacidad para ir mucho más allá de las apariencias, demostrada al desafiar las verdades establecidas. Por otra parte, su obra era muy respetada en el Departamento de Historia de la PUC.

– ¿PUC?

– La Universidad Católica de Río de Janeiro, donde di clases -aclaró Moliarti-. De modo que fui a Lisboa a hablar con él y lo convencí para que dirigiera ese proyecto -dijo con una sonrisa en los labios-. Creo que también contribuyeron un poco a convencerlo los buenos honorarios que le pagamos.

– La American History Foundation se enorgullece de ser la institución que mejor paga a sus colaboradores -presumió Savigliano-. Exigimos lo mejor y pagamos mejor.

– Nos parecía que el profesor Toscano, pues, tenía el perfil adecuado -prosiguió Moliarti-. No escribía muy bien, es verdad, un problema frecuente entre los historiadores portugueses, según parece, pero no era un obstáculo insuperable. Para ocuparse del estilo tenemos aquí buenos especialistas, unos Hemingway que serían capaces de hacer que el profesor Toscano se pareciese a John Grisham.

Los dos estadounidenses se rieron.

– ¿Y por qué no a James Joyce? -preguntó Tomás-. Dicen que es el mejor escritor de lengua inglesa…

– ¿Joyce? -exclamó Savigliano-. Jesús Christ, ¡ése debe de escribir aún peor que Toscano!

Nuevas carcajadas.

– Vale, basta de bromas -dijo por fin Moliarti-. ¿Por dónde iba?

– El profesor Toscano tenía el perfil adecuado, pero escribía mal -acotó Tomás.

– Ah, sí -respiró hondo-. Bien, no diría que el profesor Toscano tenía el perfil adecuado. Sucede que se correspondía con el perfil que me habían trazado.

– ¿No es lo mismo?

Moliarti hizo una mueca.

– No es exactamente lo mismo. De hecho, el profesor Toscano planteaba algunos problemas, según tuve oportunidad de descubrir. -Bebió un sorbo de café-. En primer lugar, no era una persona que se ciñese a los límites de su ámbito de investigación. Se trataba de un hombre indisciplinado, seguía pistas que, aunque interesantes, acababan siendo irrelevantes para el estudio que tenía entre manos, lo que le llevaba a desperdiciar mucho tiempo en cosas accesorias. Además, no le gustaba rendir cuentas sobre el trabajo que hacía. Yo quería seguir la marcha de la investigación y le pedí informes regulares, pero no me decía nada, sólo farfullaba algunas frases sin sentido. Llegó a anunciarme que había hecho un descubrimiento importantísimo, algo que cambiaría todo lo que sabemos sobre los descubrimientos, una verdadera revolución. Cuando le pregunté qué era, se cerró en banda y dijo que tendría que esperar para verlo.

Se hizo un silencio.

– ¿Y esperaron?

– Esperar, esperamos. No teníamos alternativa, ¿no?

– ¿Y después?

– Y después murió -afirmó Savigliano sombríamente.

– Ya -murmuró Tomás pensativo-. Sin explicar qué descubrimiento era ése.

– Exacto.

– Estoy entendiendo -dijo recostándose en el sofá-. Y ése es, para ustedes, el problema pendiente.

Moliarti carraspeó.

– Ese es también nuestro problema. -Alzó el dedo índice-. Pero no es el único, tal vez ni siquiera el mayor.

– ¿Ah, no? -se admiró el portugués.

– No -replicó Moliarti-. El mayor problema es que el plazo para presentar la investigación expira dentro de tres meses y no tenemos qué mostrar.

– ¿Cómo?

– Lo que oye. Dentro de tres meses se celebran los quinientos años del descubrimiento de Brasil y el trabajo de la American History Foundation no será visible. Como le he explicado, el profesor Toscano era aficionado al secretismo y no nos entregó ningún material, por lo que estamos con las manos vacías. No tenemos nada. -Juntó el índice con el pulgar, simulando un cero-: Cero.

– Será la primera vez en su existencia que la fundación no haga ninguna contribución en una gran efeméride de la historia de nuestro continente -añadió Savigliano.

– Una vergüenza -comentó Moliarti, meneando la cabeza.

Los dos miraron al portugués, expectantes.

– Por eso hemos contactado con usted -explicó Savigliano-. Necesitamos que recupere el trabajo de Toscano.

– ¿Yo?

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