David Serafín - Golpe de Reyes

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La tercera novela del comisario Bernal.

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– Diego, dime cuándo piensas volver.

– El domingo, en el Talgo del mediodía.

– ¿Tienes dinero suficiente?

– Creo que sí. Aún me queda la mitad de lo que me diste. Por cierto, papi, hemos visto más soldados con ese uniforme tan raro que te dije.

– ¿Dónde?

– Entre este pueblo y Trebujena, y por la orilla del río. Tienen un campo de tiro y nos han hecho polvo las comprobaciones sísmicas. Ahora mismo hay unos diez tíos de esos en el bar, tomando copas. Parecen una especie de GEO, a juzgar por el pote que se dan.

– ¿Cómo es exactamente el uniforme?

– Azul, con unas hombreras curiosas que tienen una insignia roja en forma de puñal por abajo y una cruz de tres brazos por arriba. Beben y fanfarronean en cantidad, y dicen que el domingo van a hacer un desfile especial cerca de Santiponce.

– ¿En Santiponce? Pero si es un pueblecito.

– Ya lo sé, papi, pero lo van a hacer en Itálica, que está al lado. Incluso han tenido la jeta de pedirnos la documentación cuando han entrado en el bar.

– ¿Les enseñaste la tuya?

– Sí. Por suerte la llevaba encima.

Bernal pensó que más bien por desgracia, ya que habrían visto el nombre del padre de Diego.

– Hijo, yo te aconsejaría que vinieses a casa inmediatamente. ¿No puedes dar un pretexto y volver en el primer avión que salga de Jerez mañana por la mañana?

– Pero ¿por qué, papi? ¿Ocurre algo malo? Piensa que sería dejar plantados a los otros que participan en esta investigación de campo y, además, me perjudicaría en las notas del curso de geología.

– Está bien -dijo Bernal a regañadientes-, pero no te separes de tus compañeros en ningún momento y no hables de la profesión de tu padre; bajo ningún concepto, ¿me oyes?

Nada más colgar el auricular, el teléfono sonó otra vez. Era Elena Fernández.

– Le vengo llamando desde hace rato, jefe, desde una cabina -dijo la muchacha con tono un poco acusador.

– Lo siento, Elena, pero hablaba con mi hijo el trotamundos, que me llamaba desde Santiponce.

– ¿Santiponce? ¡Esto sí que es casualidad! He podido entrar en el despacho del director de La Corneta y en la correspondencia que tiene sobre la mesa he visto que se va el sábado a Sevilla para asistir a una reunión en Santiponce el domingo. Se instalará en el cortijo del marqués de la Estrella.

– Pues para casualidades está el patio, Elena, porque resulta que mi hijo Diego está por allí participando en una investigación de campo geológica. He procurado convencerle de que regrese en el acto, pero insiste en quedarse hasta que termine el trabajo. Volverán el domingo por la mañana. ¿Has visto si hay algún otro mensaje Magos que tenga que aparecer en la sección de anuncios?

– Aún no, jefe, pero estoy con el ojo alerta.

– Vigila la posible publicación de tres anuncios, lo más seguro para los días 15, 21 y 22 de diciembre.

Cuando colgó, se dijo que lo primero que haría a la mañana siguiente sería ir al palacio de la Zarzuela para contar sus últimas averiguaciones al secretario del Rey.

Eugenia le interrumpió en sus cavilaciones, gritando desde la cocina:

– Pon el hule, Luis, ¡y saca el vino de Cebreros de la alacena! Yo voy a calentar los calamares que sobraron de la comida. Estaban deliciosos de verdad y te vendrán bien para el estómago.

El órgano aludido lanzó una queja ante aquel anuncio mientras el propietario del mismo volvía al comedor, tambaleándose un poco, por el pasillo de heladas baldosas.

Domingo Tercero de Adviento

(13 diciembre)

– ¡Luis! ¡Luis! ¡Despierta! Son casi las siete y media.

Bernal despertó sobresaltado y miró el reloj.

– Pero si hoy es domingo, Geñita. ¿Para qué quieres que me levante tan pronto?

– Porque hoy hay la misa de Gaudete, con ornamentos rosados, ¿recuerdas? Y tienes que ayudarme a llevárselos al padre Anselmo.

Bernal lanzó un gruñido y, de mala gana, puso los pies en la alfombra de piel de oso que, pese a estar comida por la polilla, era la única defensa contra el frío del suelo de baldosas.

El teléfono sonó mientras se afeitaba.

– Uno de tus colegas, Luis -le gritó Eugenia-, la señorita, la hija del constructor. Aún no comprendo por qué su padre le ha consentido entrar en una profesión tan sórdida como la tuya.

Bernal deseó que Elena no hubiese oído aquella observación, mientras se puso aprisa la bata de lana sobre los hombros y corrió al teléfono.

– Jefe, esta mañana ha salido el quinto mensaje Magos. No pude llamarle anoche.

– ¿Qué dice?

– «Magos Blanco N.5. El Escorial.»

– ¿«N.5»? ¿Estás segura?

– Totalmente, jefe. Ayer por la noche vi las pruebas revisadas de la primera edición.

– Está bien. Déjalo de mi cuenta. ¿Sabes algo de Ángel?

– No, jefe, aún no ha vuelto de Sevilla y el encargado de expediciones está muy enfadado con él. Ángel telefoneó para decirle que había sufrido una avería de importancia y que en el taller sevillano adonde había llevado la furgoneta todavía no habían conseguido averiguar de qué se trataba.

– ¿Sospechan algo?

– Creo que no. Nuestra falsa identidad sigue incólume, estoy segura.

Mientras Eugenia le servía el brebaje de bellotas tostadas, Bernal repasó el calendario litúrgico del misal romano de su suegra, bajo la mirada entre atónita y suspicaz de su mujer, que, pese a todo, prefería no hacer comentario alguno sobre aquella súbita e imprevista piedad de su marido.

Blanco N.5: aquello planteaba un problema. Debería referirse al 1 de enero, Circuncisión del Señor, según las estampas del misal de fray Nicolás. Enseguida dio Bernal con la solución. Contó los días en que se indicaba el empleo de ornamentos blancos, pero hacia atrás, a partir del 1 de enero, y vio que el primero era el día de Navidad. Naturalmente, N se refería al tiempo litúrgico de Navidad. El 25 de diciembre era N.l; la festividad de San Juan evangelista, día 27, era N.2; el 30, celebración de la infraoctava de Navidad, era N.3; y la festividad de San Silvestre, papa y confesor, día 31, era N.4. Todos estos días tenían ornamentos blancos. Así, la Circuncisión del Señor, 1 de enero, que era también blanco, era sin lugar a dudas Blanco N.5 en el código Magos. Una vez que se sabía la clave el problema era muy fácil; cualquier hijo devoto de la Iglesia podía resolverlo.

Tras dejar a Eugenia en la puerta de la sacristía con el cesto de vestiduras rosadas que ella y la portera habían limpiado tan cuidadosamente, Bernal tomó un taxi que lo llevó de Alcalá a Sol, en cuya cafetería Manila, uno de los pocos bares abiertos a aquella hora dominical, pidió un segundo y mejor desayuno. Mientras mojaba los churros calientes en el delicioso café, hojeó La Corneta y se detuvo en la sección de anuncios por palabras. Sí, Elena estaba en lo cierto, allí estaba el mensaje críptico: «Magos N.5. El Escorial.» Significaba que en los cuarteles controlados por los conspiradores, el día 1 de enero se pondría en marcha la quinta etapa preparatoria, es decir, el estado de excepción.

Buscó el editorial del día, que a veces insinuaba, bajo el tema principal, misteriosos pronunciamientos sibilinos. «Hoy es un día especial para prepararse. Los fieles cristianos se previenen durante el Adviento y se regocijan ante la inminente venida del Salvador. El día de Magos será particularmente memorable este año.» Pensó en lo curioso que resultaba que no pudieran resistir la tentación de jugar a las insinuaciones acerca de sus planes secretos. El «Salvador» podía ser también un personaje seglar; el teniente general Baltasar, por ejemplo. Dobló La Corneta y decidió leer la versión que El País ofrecía de los acontecimientos del día, en textos más sensatos y dirigidos al intelecto.

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