David Serafín - Golpe de Reyes
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– ¿Y si era un espía, jefe?
– Es posible, pero no me lo creo. Por lo que sabemos, quería enviar esta información al Ministerio del Interior. ¿Cuál sería su motivo? Cualquier persona de buen juicio hubiera supuesto que todos los ministros están al tanto de estas medidas defensivas secretas.
– De todos modos, jefe, el Ministerio de Defensa no ha ordenado que se ponga en práctica ninguna de las fases de la lista, ¿verdad?
– Según el secretario del Rey, no. Oficialmente no hay ninguna alarma ni se lleva a cabo ninguna contraoperación, aunque hace dos días tuvo noticia de que había habido orden de acuartelamiento y supresión de permisos en algunas capitanías.
– Pues es como si parte del plan se estuviera poniendo en práctica, por lo menos en un sector del Ejército de Tierra, sin que la JUJEM lo haya ordenado -comentó Navarro.
– Ahí nos duele, Paco, ahí. Lo mejor será telefonear al secretario del Rey para comunicarle esto en seguida, y, de paso, decirle lo de las reuniones de Magos proyectadas para el próximo domingo. Luego… creo que iré con Miranda a hacer una visita sorpresa al marqués de la Estrella. Aún no le hemos interrogado.
– No olvides que tienes que comer con el inspector Ibáñez. Dijo que en el Parrillón a la una y media.
Había ráfagas de nieve cuando el coche oficial dejó a Bernal y a Miranda ante la casa del marqués, en la calle Zurbano, poco después de las doce del mediodía. Los recibió el mismo mayordomo, ataviado ya con la indumentaria propia de los días de ceremonia.
– El marqués está en la capilla particular, comisario. Hoy se oficia una misa especial por santa Eulalia. La familia tiene una particular veneración por su festividad, ya que posee tierras en Mérida, lugar de origen de la santa.
– Esperaremos a que quede libre de toda obligación y quiera recibirnos, si no es molestia -dijo Bernal amablemente.
El mayordomo les observó con algún titubeo, como si fueran a robar la vajilla de plata a la menor oportunidad. Y al ver que vacilaba, Bernal aprovechó la ocasión.
– Si tenía usted intención de asistir a la misa, ¿le importaría que le acompañáramos? No molestaremos y nos contentaríamos con quedarnos a la entrada.
– No estoy seguro de que al señor marqués le guste -dijo el mayordomo, reincidiendo en las vacilaciones-. Aunque tal vez en la galería de la servidumbre…
– Estupendo, no se hable más -dijo Bernal con determinación-. ¿Acaso no somos servidores públicos? Lo más probable es que no se advierta nuestra presencia.
La galería de la servidumbre estaba al fondo del pequeño lugar sagrado, y llegaron a ella tras subir por una estrecha escalera de caracol. Un mamparo calado les ocultaba a los ojos del reducido grupo de ocupantes de los bancos de abajo, al tiempo que les permitía ver a la perfección lo que allí se desarrollaba.
La capilla estaba adornada con delicados adornos barrocos, al estilo del dieciocho francés, y tenía un complejísimo retablo engastado de piedras preciosas.
Al parecer, estaba presente toda la familia Lebrija, en compañía de unos veinte militares de alta graduación y con uniforme de gala, entre ellos un teniente general, según advirtió Bernal. No podía verle más que por detrás y desde arriba, pero ¿no sería el teniente general Baltasar? Observó con atención a los civiles que acompañaban a los marqueses y sus hijos: ¿eran sólo amigos de la familia o tenían un papel más siniestro?
Bernal posó la mirada en el lujoso altar y reconoció en el celebrante ataviado de rojo al mismo obispo que viera en su anterior visita a la casa. Comenzaba en aquel instante la colecta especial por santa Eulalia:
« Omnipotens sempiterne Deus, qui infirma mundi eligis ut fortia quaeque confundas …» («Omnipotente y eterno Dios, que escogéis lo más débil para confundir lo más fuerte…»).
Antes de la lectura del último evangelio, Bernal y Miranda bajaron de la galería y optaron por esperar en la biblioteca, que estaba enfrente. Desde allí, sin llamar la atención, pudieron ver a los fieles cuando salieron.
– Jefe, hay cantidad de capitostes, ¿eh? -comentó Miranda.
– Y entre ellos, el teniente general Baltasar -dijo Bernal-. Estoy seguro de que es una de las figuras clave de toda esta trama.
Cuando el marqués fue por fin a recibirles, Bernal le explicó que no quería sino completar las formalidades relativas a su hijo, el finado capitán Lebrija.
– Señor marqués, he recabado la autorización pertinente de la superioridad para que le sea entregado el cadáver sin necesidad de una audiencia con el juez de instrucción. De este modo podrá usted proceder al entierro cuando desee.
– Le agradezco esa atención, comisario. Todos le estamos muy reconocidos -dijo el noble con suavidad.
– Lo que aún no tengo claro, señor marqués, es qué hacía su hijo en la sierra, encima de San Ildefonso, a primera hora del domingo y con la cantidad de nieve que caía. ¿No podría usted arrojar alguna luz acerca de sus actividades?
El marqués pareció enojado e impaciente al mismo tiempo. Bernal supuso que se trataba de un rasgo temperamental o innato, o cosa parecida, que el marqués había estado intentando dominar.
– Bueno, era un entusiasta de la caza, lo mismo que yo. Y a menudo salía con la escopeta, apenas clareaba y con el tiempo que hiciera, bueno o malo. No tiene nada de extraño.
– ¿Y se hubiera ido solo? -insistió Bernal, que advertía la intranquilidad del marqués.
– Otras veces lo ha hecho. Claro que no hay mucha caza allí arriba en esta época del año.
– Claro que no -comentó Bernal secamente-. El tiempo no podía ser más atroz.
– José Antonio desconocía el miedo, comisario, es preciso que usted entienda esto. Tenía nervios de acero. Nada era imposible para él -las lágrimas anegaron de pronto los ojos del viejo aristócrata-. España necesita hombres como él, de lo contrario la nación se irá a pique. No tiene usted más que fijarse en nuestras ciudades, comisario. Sodoma y Gomorra se quedaban en mantillas al lado de lo que vemos en nuestros días -el dolor había cedido el paso a la rabia, aunque ésta quedó dominada con notable rapidez-. Lamento no poder disfrutar de su compañía por más tiempo, comisario -dijo en tono ya más calmado-. Pero tengo que atender a mis invitados, ¿sabe? Gracias por haber venido.
Una vez que hubieron salido al viento helado que traía de Guadarrama grandes y abundantes copos de nieve, Bernal encargó a Miranda que no quitase el ojo de la casa del marqués y que le siguiera si salía.
– Quédate con el coche si quieres, Carlos. Yo voy a comer con Ibáñez en el Parrillón, que está aquí al volver, al final de Eduardo Dato.
– Es igual, jefe, el coche oficial es demasiado llamativo. Subiré con usted e iremos juntos hasta la esquina. Pediré por radio un vehículo K. Espero que esté libre alguno que tenga calefacción… -dijo Miranda con un escalofrío y frotándose los brazos por encima del pecho-. La última vez nos tocó un camión de refrescos, que aparte de su incomodidad, no era precisamente lo ideal para el trabajo.
– Diles que te manden un vehículo pequeño y rápido. Recuerda que puede salir para Andalucía en cualquier momento. Si lo hace, procura contactar con Ángel en Sevilla. Puedes averiguar más cosas siguiendo al marqués que yo aquí en Madrid. Ya me gustaría vigilar al general, pero los de contraespionaje militar se darían cuenta seguramente.
Tras dejar a Miranda en el cruce con Eduardo Dato, desde donde Carlos podía vigilar la casa del marqués mientras esperaba el vehículo K, Bernal dijo al chófer que le llevase paseo arriba hasta la plaza Chamberí. Ya en el lujoso restaurante, vio que Ibáñez le esperaba en el pequeño bar.
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