– Ninguna en absoluto, primer ministro.
El jefe del gabinete se volvió hacia Shamron.
– ¿Estamos seguros de que los norteamericanos no se cabrearán?
– Los norteamericanos tienen tanto interés como nosotros en resolver este asunto.
El primer ministro miró los documentos por un instante antes de dar a conocer su decisión.
– El mes pasado hice una gira por Europa. Mientras estaba en París visité una sinagoga que habían incendiado hacía unas semanas. Al día siguiente uno de los periódicos franceses publicó un editorial donde se me acusaba de aprovecharme de los ataques antisemitas y de la memoria del Holocausto para mis fines políticos. Quizá sea éste el momento de recordarle al mundo por qué habitamos en esta tierra, rodeados de enemigos que tenemos que combatir cada día para sobrevivir. Traed a Radek aquí. Dejemos que le hable al mundo de los crímenes que cometió para ocultar la Shoah. Puede que así consigamos silenciar de una vez para siempre a todos aquellos que hablan de una conspiración inventada por hombres como Ari y yo para justificar nuestra existencia.
Gabriel carraspeó.
– Le aseguro que no se trata de una cuestión política, primer ministro -dijo-. Es de justicia.
El primer ministro sonrió ante la inesperada réplica.
– Es verdad, Gabriel, es de justicia, pero a menudo la justicia y la política van de la mano, y cuando la justicia puede servir a las necesidades de la política, no hay nada inmoral en ello.
Lev, después de perder el primer asalto, intentó hacerse con la victoria en el segundo, tratando de asumir el control de la operación. Shamron sabía que su objetivo seguía siendo el mismo: abortarla. Desafortunadamente para Lev, también lo sabía el primer ministro.
– Fue Gabriel quien nos ha traído hasta aquí. Que sea Gabriel quien lo acabe.
– Con el debido respeto, primer ministro, Gabriel es un kidon , el mejor de todos, pero no es un planificador, que es exactamente lo que necesitamos.
– Su plan de operaciones me parece muy bueno.
– Sí, pero ¿podrá prepararlo y ejecutarlo?
– Tendrá a Shamron mirando por encima de su hombro todo el tiempo.
– Eso es lo que más me asusta -declaró Lev con un tono desabrido.
El primer ministro se levantó. Los demás lo imitaron.
– Traiga a Radek aquí. Haga lo que sea necesario, pero ni se le ocurra montar un follón en Viena. Nada de sangre, ni ataques cardiacos. Atrápelo limpiamente. -Miró a Lev-. Ocúpese de que tengan todos los recursos necesarios. No crea que no se hundirá en la mierda porque ha votado contra el plan. Si Gabriel y Shamron se hunden, se hundirá con ellos. Así que nada de toda esa mierda burocrática. Están todos en el mismo barco. Shalom .
El primer ministro sujetó a Shamron del brazo en cuanto salieron y lo empujó contra un rincón. Apoyó una mano en la pared por encima del hombro de Shamron para cerrarle cualquier vía de escape.
– ¿Crees que el chico dará la talla, Ari?
– Ya no es un chico, primer ministro.
– Lo sé, pero ¿puede hacerla? ¿Será capaz de convencer a Radek para que venga aquí?
– ¿Ha leído el testimonio de su madre?
– Sí, y sé lo que haría si estuviese en su lugar. Le pegaría un balazo en la cabeza al muy cabrón, como hizo Radek con tantos otros, y me quedaría tan contento.
– En su opinión, ¿hacerla sería justo?
– Hay una justicia para los hombres civilizados, la justicia que dispensan los jueces en los tribunales, y después está la justicia de los profetas. La justicia de Dios. ¿Cómo se puede administrar justicia para unos crímenes tan enormes? ¿Cuál sería el castigo apropiado? ¿Cadena perpetua? ¿Una ejecución indolora?
– La verdad, primer ministro. Algunas veces, la mejor venganza es la verdad.
– ¿Qué pasará si Radek no acepta el trato? Shamron se encogió de hombros.
– ¿Me está dando instrucciones?
– No quiero otro caso Demjanjuk. No quiero otro juicio del Holocausto convertido en un espectáculo de circo. Sería mucho mejor que Radek sencillamente desapareciera.
– ¿Desapareciera, primer ministro?
El primer ministro exhaló un fuerte suspiro directamente en el rostro de Shamron.
– ¿Estás seguro de que es él, Ari?
– No hay ninguna duda.
– Entonces, si es preciso, cárgatelo.
Shamron se miró los pies pero sólo vio la barriga del primer ministro.
– Nuestro Gabriel lleva una pesada carga. Me temo que se la puse sobre los hombros en 1972. No está para cometer otro asesinato.
– Erich Radek puso esa carga sobre Gabriel mucho antes de que tú aparecieras, Ari. Ahora Gabriel tendrá una oportunidad para descargar una parte. Te diré bien claro lo que quiero. Si Radek no acepta venir aquí, dile al príncipe de fuego que lo mate y que deje que los perros laman su sangre.
VIENA
Medianoche en el primer distrito, una calma sepulcral, un silencio que sólo Viena puede producir, un majestuoso vacío. A Kruz le resultaba agradable. La sensación no duró mucho. Era muy poco habitual que el viejo lo llamara a su casa y nunca lo había sacado de la cama en mitad de la noche para tener una reunión. Dudaba mucho que fueran buenas noticias.
Miró a lo largo de la calle y no vio nada fuera de lo normal. Una mirada por el retrovisor le confirmó que no lo habían seguido. Se bajó del coche y caminó hasta la verja de la imponente mansión del viejo. En la planta baja, las luces estaban encendidas detrás de las cortinas. Una única luz brillaba en el primer piso. Kruz tocó el timbre. Tenía la sensación de que lo vigilaban, algo apenas perceptible, como un soplo en la nuca. Miró por encima del hombro. Nada.
Acercó de nuevo la mano al timbre, pero antes de que pudiera tocarlo, se oyó un zumbido y el chasquido del cerrojo. Abrió la verja. Cuando llegó al porche, ya habían abierto la puerta principal y había un hombre en el umbral con la chaqueta desabrochada y el nudo de la corbata flojo. No hizo ningún esfuerzo por ocultar la cartuchera de cuero negro con la pistola Glock. Kruz no se alarmó. Conocía muy bien al hombre. Se trataba de un antiguo agente de la Staatspolizei llamado Klaus Halder. Había sido Kruz quien lo había reclutado como guardaespaldas del viejo. Halder sólo lo acompañaba cuando el viejo salía o esperaba visitas. Su presencia a medianoche era, como la llamada a la casa de Kruz, una mala señal.
– ¿Dónde está?
Halder miró hacia el suelo sin decir palabra. Kruz se desabrochó el cinturón de la gabardina y entró en el despacho del viejo. Apartó el falso tabique. El pequeño ascensor, con la cabina en forma de cápsula, estaba allí. Entró y apretó el botón de bajada. El descenso sólo duró unos segundos y la puerta se abrió directamente a una pequeña habitación subterránea decorada con suaves tonos amarillos y dorados, acordes con el gusto barroco del dueño de la casa. Los norteamericanos habían mandado construirla para él con el fin de que pudiera mantener sus importantes reuniones secretas sin temor a que los rusos lo espiaran. También habían construido el pasadizo al que se llegaba por una puerta blindada con una cerradura de combinación. Kruz era una de las pocas personas en Viena que sabían dónde desembocaba el pasadizo y quién vivía en la casa del otro extremo.
El viejo estaba sentado detrás de una mesa pequeña, con una copa entre las manos. Kruz se dio cuenta de que estaba inquieto por la forma en que hacía girar la copa: dos vueltas a la derecha, dos a la izquierda. Derecha, derecha, izquierda, izquierda. Un hábito extraño, pensó Kruz. Amenazador a más no poder. Tenía claro que era un hábito correspondiente a una vida anterior, en otro mundo. Una imagen apareció en la mente de Kruz: un comisario soviético encadenado a la mesa de interrogatorios, el viejo sentado al otro lado, yestido de negro de pies a cabeza, que giraba su copa a un lado y al otro mientras miraba a la presa con sus insondables ojos azules. A Kruz se le encogió el corazón. Los pobres diablos probablemente se cagaban en los pantalones incluso antes de que las cosas se pusieran difíciles.
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