Gabriel miró a Carter para pedirle una explicación.
– Los hombres que abrieron la cuenta querían recompensar a los individuos y las instituciones que habían ayudado a los nazis fugitivos después de la guerra. Radek consideró que era un sentimentalismo estúpido. No tenía el menor deseo de poner en marcha una entidad de beneficencia. No podía cambiar las disposiciones, así que cambió las circunstancias.
– ¿Enrique Calderón y Gustavo Estrada figuraban entre las personas que recibirían dinero de la cuenta?
– Veo que se enteró de muchas cosas durante las horas que estuvo con Alfonso Ramírez. -Carter le dedicó una sonrisa culpable-. Lo tuvimos vigilado en Buenos Aires.
– Radek es un millonario que no vivirá mucho más -señaló Gabriel-. Lo que menos necesita es dinero.
– Al parecer, lo que pretende es darle la mayor parte de la cuenta a su hijo.
– ¿Qué hará con el resto?
– Se lo traspasará a su agente más importante, para que continúe adelante con las intenciones originales de las personas que abrieron la cuenta. -Carter hizo una pausa-. Creo que dicha persona y usted ya se conocen. Se llama Manfred Kruz.
La pipa de Carter se había apagado. Miró el cuenco, frunció el entrecejo y la encendió de nuevo.
– Esto nos lleva de nuevo al punto de partida. -Carter exhaló una nube de humo hacia Gabriel-. ¿Qué hacemos con Erich Radek? Si pide a los austriacos que lo lleven a juicio, se tomarán todo el tiempo del mundo y esperarán a que se muera. Si secuestra a un viejo austriaco en las calles de Viena y se lo lleva a Israel para que lo juzguen, se encontrará con la mierda hasta las orejas. Si cree que ahora tiene problemas con los europeos, se multiplicarán si se lo lleva. Por otro lado, si lo juzgan, la defensa no vacilará en denunciar nuestras relaciones con él. Por lo tanto, ¿qué hacemos, caballeros?
– Quizá haya una tercera vía -apuntó Gabriel.
– ¿Cuál?
– Convencer a Radek para que viaje a Israel por propia voluntad.
Carter miró a Gabriel con una expresión del más vivo escepticismo.
– ¿Cómo cree que podríamos convencer de eso a un cabronazo de primera como Erich Radek?
Discutieron durante horas. Era el plan de Gabriel, así que le tocaba delinearlo y defenderlo. Shamron aportó algunas sugerencias muy valiosas. Carter acabó por olvidarse de las pegas y se pasó al bando de Gabriel. La audacia del plan le atraía. En su agencia probablemente hubiesen fusilado al agente que se hubiese atrevido a proponer algo tan poco ortodoxo.
– Todos los hombres tienen un punto débil -afirmó Gabriel.
Radek, a través de sus acciones, había demostrado tener dos: la codicia por el dinero oculto en la cuenta de Zurich, y la ambición de ver a su hijo convertido en canciller de Austria. Gabriel sostuvo que era lo segundo lo que había llevado a Radek a atentar contra Eli Lavon y Max Klein. Radek no quería ver a su hijo salpicado por sus acciones pasadas y había demostrado que estaba dispuesto a hacer lo que fuera por protegerlo. Sería un trago muy amargo -hacer un trato con un hombre que no tenía ningún derecho a pedir concesiones- pero era moralmente justo y produciría el objetivo deseado: Erich Radek entre rejas por los crímenes cometidos contra el pueblo judío. El tiempo era el factor crítico. Faltaban menos de tres semanas para las elecciones. Radek debía estar en manos de los israelíes antes de que se depositara el primer voto en las urnas de Austria. De lo contrario, perderían todas sus ventajas.
A medida que se acercaba la madrugada, Carter planteó la pregunta que le había intrigado desde el momento en que había recibido el primer informe de la investigación de Gabriel: ¿Por qué? ¿Por qué Gabriel, un asesino del servicio israelí estaba tan decidido a que Radek pagara por sus crímenes después de tantos años?
– Le contaré una historia, Adrian -respondió Gabriel con una voz repentinamente tan distante como su mirada-. En realidad, creo que será mejor que ella misma se la cuente.
Le entregó a Carter una copia del testimonio de su madre. Carter, sentado junto a la chimenea, donde sólo quedaban rescoldos, lo leyó de principio a fin sin decir palabra. Cuando acabó de leer la última página y miró a Gabriel, había lágrimas en sus ojos.
– Irene Allon es su madre, ¿no?
– Era mi madre. Murió hace años.
– ¿Cómo puede estar tan seguro de que el hombre de las SS era Radek?
Gabriel le habló de las pinturas de su madre.
– Por lo tanto, entiendo que será usted quien se encargará de negociar con Radek. ¿Qué pasará si rechaza cooperar? ¿Qué hará entonces, Gabriel?
– No tendrá mucho para elegir, Adrian. Lo mire por donde lo mire, Erich Radek no volverá a pisar Viena.
Carter le devolvió la copia del testimonio.
– Es un plan excelente. Pero ¿lo aceptará su primer ministro?
– Estoy seguro de que se levantarán voces en contra -manifestó Shamron.
– ¿Lev?
– Sí. Mi participación le dará todos los motivos que necesita para vetarlo. Sin embargo, creo que Gabriel será capaz de convencer al primer ministro y ponerlo de nuestro lado.
– ¿Yo? ¿Quién ha dicho que yo me encargaré de hablar con el primer ministro?
– Lo he dicho yo -replicó Shamron-. Además, si has conseguido convencer a Carter para que te sirva a Radek en bandeja, sin duda convencerás al primer ministro para que participe en el festín. Es un hombre con un apetito insaciable.
Carter se levantó de su silla y se desperezó antes de acercarse a paso lento a la ventana. Parecía un cirujano que se ha pasado toda la noche en el quirófano sólo para conseguir un resultado dudoso. Descorrió las cortinas. La luz gris del alba entró en la habitación.
– Hay un último punto que debemos discutir antes de marcharnos a Israel -dijo Shamron.
Carter se volvió. Su silueta se recortó en el cristal.
– ¿El dinero?
– ¿Qué pensáis hacer con todo ese dinero?
– Todavía no hemos llegado a una decisión definitiva.
– Yo sí. Dos mil quinientos millones de dólares es el precio que pagaréis por haber empleado a un hombre como Erich Radek cuando sabíais que era un asesino y un criminal de guerra. Se los robaron a los judíos cuando los llevaban a las cámaras de gas, y quiero recuperados.
Carter se volvió de nuevo para mirar el prado cubierto de nieve.
– Eres un artista del chantaje, Ari Shamron.
Shamron se levantó y se puso el abrigo.
– Ha sido un placer hacer negocios contigo, Adrian. Si en Jerusalén va todo según el plan, nos volveremos a ver en Zurich dentro de cuarenta y ocho horas.
JERUSALÉN
La reunión estaba convocada para las diez de la noche. Shamron, Gabriel y Chiara, cuyo vuelo había aterrizado con retraso debido a una tormenta, consiguieron llegar cuando faltaban dos minutos después de un terrorífico viaje en coche desde el aeropuerto Ben Gurion, sólo para que un secretario les informara de que el primer ministro llegaría tarde. A juzgar por el aspecto de la antesala, que parecía haberse convertido en un refugio improvisado después de una catástrofe, se estaba viviendo una más de las sempiternas crisis en la coalición de gobierno. Gabriel contó no menos de cinco miembros del gabinete, cada uno rodeado por una comitiva de secretarios y acólitos. Todos se gritaban los unos a los otros a voz en cuello, como los parientes que discuten en una boda, y una espesa nube de humo de tabaco flotaba en el aire.
El secretario los llevó a una habitación reservada para el personal de inteligencia y seguridad, y cerró la puerta. Gabriel sacudió la cabeza.
– La democracia israelí en acción.
– Te lo creas o no, esta noche la cosa está bastante calmada. Por lo general es mucho peor.
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