– Sí -reconoció don Diego-, o todas las balas fallan y caen al mar en el mismo punto. O todas las balas dan en el bauprés u otra parte poco importante del barco. Confieso que no veo la utilidad de vuestro plan.
– La utilidad -siguió Hunter tamborileando con los dedos sobre el diagrama- radica en la forma como se disparan los cañones. Pensad: si se han apuntado previamente, puedo disparar una salva con solo un hombre en cada cañón, quizá incluso un hombre por cada dos cañones. Y si mi blanco está a tiro, sé que no fallaré con ningún proyectil.
El Judío, que era consciente de la falta de hombres en la tripulación de Hunter, unió las manos.
– Por supuesto -dijo. Después frunció el ceño-. Pero ¿qué sucede después de la primera salva?
– Los cañones retrocederán. Entonces, yo junto a todos los hombres en una única escuadra de artilleros que pasa de un cañón a otro cargándolo y sacándolo de nuevo fuera del portillo en la posición predeterminada. Esta operación puede realizarse de forma rápida. Si los hombres están bien adiestrados, podríamos disparar una segunda salva pasados diez minutos.
– Para entonces el otro barco habrá cambiado de posición.
– Sí -aceptó Hunter-. Pero estará más cerca, a tiro. Así que el fuego alcanzará una zona más amplia, aunque todavía suficientemente limitada. ¿Lo veis?
– ¿Y después de la segunda salva?
Hunter suspiró.
– Dudo que tengamos más de dos oportunidades. Si no hemos hundido o inutilizado el navio de guerra con dos salvas, seguro que estamos perdidos.
– Bien -dijo por fin el Judío-, es mejor que nada.
Su tono no era optimista. En una batalla naval, los navios de guerra normalmente resolvían el combate con no menos de cincuenta andanadas. Entre dos embarcaciones bien equipadas y con tripulaciones disciplinadas el combate podía alargarse un día entero o casi, e intercambiar más de cien andanadas. Disparar únicamente dos salvas parecía un intento inútil.
– Lo es -dijo Hunter-, a menos que acertemos al castillo de popa o a la santabárbara y la bodega de las armas.
Estos eran los únicos puntos realmente vulnerables de un barco de guerra. En el castillo de popa estaban los oficiales, el timonel y el timón. Acertar ese blanco significaba dejar el barco sin guía. Por otro lado, acertar a la santabárbara y la bodega de artillería de proa haría explotar el barco.
Ninguno de los blancos era fácil de acertar. Apuntar los cañones contra partes muy avanzadas o interiores de la embarcación aumentaba la posibilidad de que los proyectiles fallaran.
– El problema es apuntar-dijo el Judío-. ¿Estableceréis los blancos ejercitándoos con los cañones en el puerto?
Hunter asintió.
– Pero ¿cómo apuntaréis una vez en el mar?
– Por esto precisamente os he hecho venir. Necesito un instrumento óptico para poder alinear nuestra embarcación con la del enemigo. Es un problema de geometría y os necesito para resolverlo.
Con la mano izquierda sin dedos, el Judío se rascó la nariz.
– Dejadme pensar -dijo, y salió del camarote.
Enders, el imperturbable artista del mar, fue presa de uno de sus raros momentos de confusión.
– ¿Qué decís que queréis? -exclamó.
– Quiero poner los treinta y dos cañones en el lado de babor -repitió Hunter.
– Escorará hacia la izquierda como una cerda preñada -objetó Enders. La mera idea parecía ofender su sentido de la conveniencia y el buen arte náutico.
– No dudo que quedará poco grácil -dijo Hunter-. Pero ¿aun así podría navegar?
– Hallaré la forma -respondió Enders-. Podría hacer navegar el ataúd del Papa con una servilleta a modo de vela. Hallaré la forma. -Suspiró-. Por supuesto -dijo-, moveréis los cañones cuando estemos en mar abierto.
– No -replicó Hunter-. Los moveré aquí, en la bahía.
Enders volvió a suspirar.
– ¿Así que queréis salir del arrecife como una cerda preñada? -Sí.
– Habrá que trasladar toda la carga a cubierta -dijo Enders, mirando al vacío-. Pondremos aquellas cajas de la bodega contra la borda de estribor y las ataremos. Lo compensará un poco, pero además del peso tendremos el baricentro más alto. Oscilará como un tapón de corcho en una marejada. Necesitaría la ayuda de un demonio para disparar esos cañones.
– Solo os pregunto si podéis gobernarla.
Hubo un largo silencio.
– Puedo gobernarla -contestó Enders por fin-. Puedo gobernarla como vos prefiráis, pero más vale que recuperemos el equilibrio antes de que se desencadene la tormenta. No aguantaría ni diez minutos con mal tiempo.
– Lo sé -dijo Hunter.
Los dos hombres se miraron. En ese momento, un retumbo resonó sobre sus cabezas, señalando que el primer cañón de estribor se estaba trasladando a babor.
– Dependemos de una probabilidad débil -dijo Enders.
– Es la única que tenemos -contestó Hunter.
El fuego comenzó a primera hora de la tarde. Colocaron un pedazo de vela blanca a quinientos metros, en la costa, y dispararon los cañones uno por uno hasta que acertaron el blanco. Las posiciones se señalaron en la cubierta con la hoja de un cuchillo. Fue un proceso largo, lento y laborioso que se alargó hasta la noche, momento en el que se sustituyó la vela blanca por una hoguera. A medianoche, los treinta y dos cañones estaban apuntados, cargados y a punto para ser disparados. La carga se había transportado arriba y se había atado a la borda de babor, lo que compensaba en parte la inclinación a estribor. Enders se dio por satisfecho con el equilibrio del barco, pero su expresión no era de satisfacción.
Hunter ordenó a los hombres dormir unas horas y les anunció que zarparían con la marea de la mañana. Antes de dormirse, se preguntó qué habría pensado Bosquet de los cañonazos que habían sonado todo el día en la cala. ¿Adivinaría el significado de aquellos disparos? Y si lo adivinaba, ¿qué haría?
Hunter no se entretuvo con la cuestión. Pronto lo averiguaría, pensó, y cerró los ojos.
Al amanecer, Hunter recorría la cubierta, arriba y abajo, vigilando los preparativos de la tripulación para la batalla. Habían dispuesto el doble de cuerdas y sujeciones, para que si alguna resultaba dañada hubiera otra preparada para seguir navegando. Se ataron sábanas y mantas empapadas de agua a las bordas y las particiones, como protección contra las astillas que salieran volando. Mojaron el barco repetidas veces, empapando la madera seca para reducir el riesgo de incendio.
En plenos preparativos, apareció Enders.
– Capitán, los vigías acaban de informar de que el navio de guerra se ha ido.
Hunter se quedó atónito.
– ¿Se ha ido?
– Sí, capitán. Se ha ido durante la noche.
– ¿No se le ve por ninguna parte?
– Por ninguna, capitán.
– Es imposible que se haya rendido -dijo Hunter.
Consideró las posibilidades de que tal cosa hubiera sucedido. Tal vez el barco había ido al norte o al sur de la isla para esperar al acecho. Tal vez Bosquet tenía algún otro plan o, tal vez, los proyectiles del cañón le habían causado más daños de lo que habían creído los corsarios.
– De acuerdo, zarpamos de todos modos -dijo Hunter.
La desaparición del barco de guerra era una ventaja y Hunter lo sabía. Significaba que podría salir con tranquilidad de la bahía del Mono con su patoso barco.
Cruzar aquel paso le había provocado una gran inquietud.
Al otro lado de la bahía vio a Sanson dirigiendo los preparativos a bordo del Cassandra. El balandro estaba más hundido en el agua; durante la noche, Hunter había trasladado la mitad del tesoro de sus bodegas a la del Cassandra. Había muchas probabilidades de que uno de los dos barcos se hundiera, y quería que al menos se salvara parte del tesoro.
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