Contó para sus adentros, una y otra vez, moviendo silenciosamente los labios.
– Quinientos metros -dijo Lazue.
Hunter miró un momento más. Contó.
– ¡Uno! -gritó, mientras las cruces apuntaban al cielo.
Entonces el arco descendió y vio pasar rápidamente el perfil del navio de guerra.
– ¡Dos! -gritó, mientras las cruces apuntaban al mar agitado.
Hubo una breve vacilación en el movimiento. Esperó. -¡Tres! -aulló, mientras empezaba de nuevo el movimiento ascendente. Y finalmente:
– ¡Fuego!
El galeón se sacudió peligrosamente y escoró con brusquedad cuando los treinta cañones explotaron en una salva. Hunter cayó hacia atrás contra el palo mayor con una fuerza que le dejó sin aliento. Pero apenas lo notó; estaba observando el movimiento descendente, para ver qué le había ocurrido al enemigo.
– Le habéis dado -dijo Lazue.
Sin duda le habían dado. El impacto había desplazado el navio español lateralmente sobre el agua, y ahora se encontraba con la popa hacia mar abierto. El perfil del castillo de popa se había reducido a una línea recortada, y el palo de mesana estaba cayendo al agua con un movimiento extrañamente lento, con las velas y todo.
Pero, en el mismo momento, Hunter vio que había apuntado demasiado cerca de la proa y no había alcanzado ni al timón ni al timonel. El barco español seguía bajo control.
– ¡Volved a cargar y sacad los cañones! -gritó.
Había una gran confusión a bordo del navio español. Hunter sabía que había ganado tiempo. Aunque no podía determinar con certeza si había ganado los diez minutos que necesitaba para preparar la segunda salva.
A popa del navio de guerra, los marineros se afanaban para abatir definitivamente el palo de mesana y quitarlo de en medio. Por un momento pareció que, cuando cayera al agua con el aparejo, podría llevarse por delante el timón, pero no sucedió.
Hunter oía el fragor en las cubiertas inferiores donde, uno tras otro, estaban cargando los cañones y colocándolos nuevamente en los portillos.
El navio de guerra español ya estaba más cerca, a menos de cuatrocientos metros a babor, pero estaba mal situado para soltar una andanada.
Pasó un minuto; luego otro.
El barco español se recuperó de la confusión, mientras el palo de mesana con sus velas se alejaba a la deriva en su estela.
La proa del barco cambió de rumbo. Los españoles estaban virando para acercarse por el indefenso lado de estribor de Hunter.
– ¡Maldición! -dijo Enders-. ¡Sabía que ese bastardo era astuto!
El navio español se alineó para soltar una andanada, y un momento después la carga llegó. A tan poca distancia, fue terriblemente efectiva. Más vergas y aparejos cayeron alrededor de Hunter.
– No podremos aguantar mucho más -dijo Lazue en voz baja.
Hunter estaba pensando lo mismo.
– ¿Cuántos cañones están dispuestos? -gritó.
Abajo, don Diego hizo un rápido cálculo.
– ¡Dieciséis!
– Abriremos fuego con ellos -dijo Hunter.
Otra andanada del navio español los golpeó con un efecto devastador. El barco de Hunter se estaba haciendo pedazos.
– ¡Señor Enders! -aulló Hunter-. ¡Preparados para virar!
Enders miró a Hunter con incredulidad. Un cambio de ruta, en aquel momento, pondría a El Trinidad frente a la proa del navio de guerra… y mucho más cerca de él.
– ¡Preparados para virar! -repitió Hunter a gritos.
– ¡Preparados para virar! -gritó Enders.
Los marineros corrieron aturdidos a sus puestos, trabajando frenéticamente para desenredar las cuerdas.
El navio de guerra estaba cada vez más cerca.
– Trescientos cincuenta metros -informó Lazue.
Hunter apenas la oía. Ya no le preocupaba el alcance. Fijó la vista en la mira hacia el perfil humeante del navio de guerra. Le escocían los ojos y veía borroso. Parpadeó y se centró en un punto imaginario del perfil del barco español. Bajo y justo por debajo de la línea de flotación.
– ¡Preparados! ¡Timón a sotavento! -aulló Enders.
– ¡Preparados para abrir fuego! -gritó Hunter.
Enders estaba estupefacto. Hunter lo sabía, incluso sin mirar a la cara al artista del mar. No dejaba de observar las cruces.
Hunter iba a disparar mientras el barco todavía maniobraba. Era algo inaudito, una auténtica locura.
– ¡Uno! -gritó Hunter.
En la mira vio al barco balanceándose en el viento, apuntando hacia el navio español…
– ¡Dos!
Su barco se movía lentamente, y veía cómo las cruces se acercaban poco a poco al perfil brumoso del navio de guerra. Pasó por los portillos de los cañones y después distinguió la madera…
– ¡Tres!
La mira seguía moviéndose hacia el blanco, pero estaba demasiado alto. Esperó a que su barco se hundiera, sabiendo que en el mismo momento el navio de guerra ascendería ligeramente y estaría más expuesto.
Esperó, sin atreverse a respirar, sin atreverse a tener esperanza. El navio de guerra se levantó un poco y entonces…
– ¡Fuego!
De nuevo el galeón se sacudió con el impacto de los cañonazos. Fue una salva un tanto irregular; Hunter la oyó y la sintió, pero no podía ver nada. Esperó a que el humo se despejara y el barco recuperara el equilibrio. Miró.
– ¡Madre de Dios! -exclamó Lazue.
No se apreciaba ningún cambio en el barco español. Hunter había errado el disparo.
– ¡Que el demonio me lleve! -se desesperó Hunter, pensando que nunca habían sido tan ciertas aquellas palabras. A todos se los llevaría el demonio; la siguiente andanada de los españoles acabaría con ellos.
– Ha sido un noble intento -dijo don Diego-. Un noble y valeroso intento.
Lazue meneó la cabeza y le besó en la mejilla.
– Los santos nos ayudarán -afirmó ella, con lágrimas en los ojos.
Hunter era presa de la desesperación. Habían perdido la última oportunidad; les había fallado a todos. Únicamente podían izar la bandera blanca y rendirse.
– Señor Enders -gritó-, izad la bandera blanca…
De repente se calló. Enders estaba bailando frente al timón, golpeándose los muslos y riendo como un poseso.
Después oyó gritos de júbilo en las cubiertas inferiores. Los artilleros estaban vitoreando.
¿Se habían vuelto locos?
A su lado, Lazue soltó un chillido de alegría y se puso a reír tan fuerte como Enders. Hunter se volvió y miró el navio de guerra español. Vio que la proa se alzaba del agua y que aparecía un enorme agujero en el casco, de casi tres metros de largo, bajo la línea de flotación. Inmediatamente la proa volvió a sumergirse escondiendo el daño bajo el agua.
Apenas tuvo tiempo de darse cuenta de lo que aquello representaba cuando columnas de humo surgieron del castillo de proa del navio enemigo, hinchándose con sorprendente rapidez. Un momento después, una explosión retumbó sobre la superficie del mar.
El navio español desapareció en una gigantesca esfera de llamaradas, entre explosiones que se sucedían a medida que la pólvora almacenada en la bodega ardía. Se oyó una nueva detonación, tan potente que incluso El Trinidad se resintió de las olas que levantó. Después otra, y otra más; en poco tiempo el navio de Bosquet fue engullido por el mar. Hunter solo alcanzó a ver imágenes fragmentadas de destrucción: los mástiles cayendo; cañones empujados por manos invisibles; toda la estructura del navio hundiéndose hacia dentro, y finalmente explotando hacia fuera.
Algo chocó contra el palo mayor sobre la cabeza de Hunter, cayó sobre sus cabellos, le resbaló por los hombros y aterrizó en el puente. Pensó que sería un pájaro, pero, al mirar, vio que era una mano humana, seccionada por la muñeca. Llevaba un anillo en un dedo.
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